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La insignia
18 de mayo del 2007


El placer de viajar


Luis Peraza Parga
La Insignia. EEUU, mayo del 2007.


Una de las formas más baratas de llegar a Irlanda en la década de 1980 era ir a Londres, recorrer las millas necesarias para alcanzar la costa y navegar en un barco donde los irlandeses exigían que se les tratara como extranjeros cuando los policías osaban adelantar los trámites y tratarlos como ingleses; luego se llegaba a una población desértica y se cubrían el resto del trayecto hasta Dublín. Ese camino, siempre de ida y vuelta, lleno de aventuras y contacto con personas que nunca volverías a ver, duraba dos días.

El tren Madrid-París, llamado otrora Puerta del Sol, constituía otra experiencia fantástica. Ibas al vagón del bar, charlabas con desconocidos, dormías poco y pensabas mucho, veías el paisaje pasar raudo delante de tus ojos y, sobretodo, al cruzar la frontera, cuando el ancho de vía era diferente y tenías que esperar para pasar de Hendaya a San Juan de Luz, te preguntabas por qué la línea fronteriza se establecía aquí y no allí, por qué afectaba a esas casas y no a aquellas.

En nuestros días, viajar está al alcance de muchos más; pero ya no es interesante. El aeropuerto, las horas de espera, la angustia de si pagaras el exceso de equipaje mientras tratas de distraer al de la facturación con una charla agradable y reiteradamente tópica, el cruce por la seguridad, el cacheo, el descalzarte, el descincharte, el escáner que te desnuda, el vuelo, los siempre terribles pensamientos que se aparecen de secuestro o caída en barrena, la llegada, las carreras a tu vuelo de conexión, la pérdida del mismo, conseguir que la compañía aérea te lo resuelva en forma de habitación y alimentos, pasar otra vez por seguridad, las maletas, llegar, etc. Supone una alteración emocional que no existía cuando atiborrabas el seiscientos o los más afortunados el mil quinientos, todos SEAT como tenía que ser, de seres y enseres en una estibación imposible de programar pero que al final resultaba, y te lanzabas a esas carreteras en viajes de días a la costa, saltando emocionado cuando el toro negro de Osborne -después indultado- se recortaba en las innumerables curvas de la carretera. Ahora no se ve nada. Sólo aburridos kilómetros de alguna autovía o autopista sosa que indudablemente ha recortado el tiempo del viaje, pero quitándole todo el misterio y la convivencia obligada de antes.

En los Estados Unidos, si tu apellido tiene la más remota coincidencia con el incluido en la lista de personas peligrosas para la seguridad aérea, el boleto electrónico se demora sospechosamente en su expedición, siempre acabas "seleccionado" -rompiendo la supuesta aleatoriedad del sistema- para una revisión en la que prácticamente te desnudan, investigan minuciosamente tus maletas e incluso comprueban si tus zapatos han estado en contacto con determinadas sustancias.

Los nostálgicos nunca miran al futuro con alegría, porque encuentran en la memoria del pasado el refugio del temor. No quiero ser nostálgico, pero aquellos viajes eran diferentes.



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