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La insignia
16 de mayo del 2007


Regreso a los infiernos


Sergio Ramírez
La Insignia. Nicaragua, mayo del 2007.


Cuando Don Quijote y Sancho entran en los dominios de los duques, discurren entre ellos, sus anfitriones y la servidumbre, algunas pláticas sabrosas. En uno de esos coloquios, una de las amas de la duquesa, doña Rodríguez, cuenta de un romance antiguo en el que se canta cómo metieron vivo al rey don Rodrigo "en una tumba llena de sapos, culebras y lagartos, y que de allí a dos días dijo el rey desde dentro de la tumba, con voz doliente y baja:

Ya me comen, ya me comen,
Por do más pecado había…"

No esclarece la trova qué partes comidas serían aquellas, que hay varias de ellas por las que se peca. Pero esta manera en que unas alimañas cumplen la tarea de tomar desquite de un cuerpo pecador, recuerda las venganzas del infierno, donde semejante tarea la han tenido de manera principal las llamas, aunque con un breve receso.

Hace ocho años el Papa Juan Pablo mandó desmantelar la dantesca escenografía del averno tan temido, y declaró urbis et orbis que se trataba solamente de un lugar de la conciencia donde el alma atormentada debía sufrir bajo el peso de sus pecados, y no un antro físico poblado de legiones de demonios ocupados en torturar con la peor de las sañas al cuerpo pecador. Pero según ha proclamado ahora el Papa Benedicto, el infierno es otra vez real. Sus llamas eternas queman de verdad, y el castigo que uno debe esperar en sus antros pestilentes y caldeados no es nada más metafórico.

Terrible corrección de rumbo que nos devuelve, de cabeza, no sólo a las simas horrorosas del tormento por fuego, sino a las oscuridades de la edad media, conforme las más lóbregas visiones de La divina comedia. Es como si otra vez mandaran a abrir Auschwitz y los demás campos de concentración, y reinauguran el gulag en las estepas siberianas, los infiernos terrenales del siglo veinte.

La peor de mis pesadillas cuando niño tenía que ver con el infierno y su cohorte de diablos armados de tridentes que buscaban empujarme hacia los insondables abismos de los que surgían indómitas llamaradas, o hacia los calderos de aceite hirviente en los que los supliciados debían purgar sus pecados. Aquellos diablos de pellejo colorado y cachos de buey, que olían a azufre y cuyos ojos de lumbre despedían un fulgor maligno, eran parte real de mis noches, como lo eran mis sudores helados al despertar, temiendo siempre regresar al sueño. Cerraron el infierno, para alivio de tantos, pero, triste realidad, no era más que una medida provisional.

Extraño. Nunca soñaba de niño con el cielo que me prometían en las sesiones sabatinas de doctrina cristiana tras amenazarme con el infierno. Y esto que conocía las imágenes de ambos. En esas sesiones del templo parroquial, los niños éramos instruidos en la fe y el deber de la templanza a través de láminas donde el averno con sus bocas de horno de panadería se abría en las honduras, mientras el cielo, muy distante, brillaba con fulgores dorados y coloraciones celestes arriba de las cabezas de quienes hervían de cuerpo entero en la sopa de azufre. Y es que las fantasmagorías nocturnas que se encienden en la mente de un niño, son atizadas por lo terrible, y nunca por la bienaventuranza. Por la amenaza, y no por el halago. Y la felicidad prometida por el cielo pintado en las láminas de la catequesis era demasiado abstracta, al contrario de los tormentos infernales de las llamas eternas, tanto que uno era capaz de sentir el olor de la chamusquina.

Y para que todo anduviera en orden y las tentaciones fueran mantenidas a raya, en otra lámina el ojo todopoderoso de Dios vigilaba dentro de un triángulo, capaz de ver al mismo tiempo en diversas direcciones, como el big brother de la novela de Orwell: un niño saltando el cercado ajeno para robarse una fruta, otro huyendo de la escuela para pasar una tarde feliz, otro que se quedaba sin ir a misa. La idea de los catequistas era que el gran ojo fuera reconocido en su poder de paralizar las acciones pecaminosas de todos aquellos que sin haber llegado a adultos eran ya candidatos naturales al infierno, para darles una última oportunidad de ser librados del castigo del fuego diabólico.

El Papa Juan Pablo, consciente de que los vientos contemporáneos soplaban con tanta fuerza como para apagar las llamas del infierno, había mandado a los diablos de vacaciones; y no sólo cerró el infierno, sino también el purgatorio, presente igualmente en mis pesadillas infantiles, ese infierno provisional, calentado a la misma temperatura y dotado de los mismos instrumentos de suplicio, pero del que se podía salir por buen comportamiento, o gracias a las indulgencias que los deudos de los reclusos lograran conseguir a favor de ellos gracias a gestiones terrenales, bulas, misas, u oraciones.

Y lo mismo fue clausurado el limbo, ese páramo de soledad, apartado y triste, adonde debían ir los niños a quienes sorprendía la muerte sin haber sido bautizados; lugar aún menos benigno que el purgatorio, pues del limbo no había escapatoria posible, ni rogativas que valieran. Deduzco que si el infierno ha sido restituido con toda su pompa flamígera, también va a ser reabierto el purgatorio, y quién quita también, el limbo.


Masatepe, mayo del 2007



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