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La insignia
7 de mayo del 2007


La llave de plata (Fragmento)


H. P. Lovecraft


Cuando Randolph Carter cumplió los treinta años perdió la llave de la puerta de los sueños. Anteriormente había compaginado la insulsez de la vida cotidiana con excursiones nocturnas a extrañas y antiguas ciudades situadas más allá del espacio, y a hermosas e increíbles regiones de unas tierras a las que se llega cruzando mares etéreos. Pero al alcanzar la edad madura sintió que iba perdiendo poco a poco esta capacidad de evasión, hasta que finalmente desapareció por completo. Ya no pudieron hacerse a la mar sus galeras para remontar el río Oukranos hasta más allá de las doradas aguas de campanario de Thran, ni vagar sus caravanas de elefantes a través de las fragantes selvas de Kled, donde duermen bajo la luna, hermosos e inalterables, unos palacios de columnas de marfil veteadas.

Había leído mucho acerca de cosas reales y había hablado con demasiada gente. Los filósofos, con la mejor intención, le habían enseñado a mirar las cosas en sus mutuas relaciones lógicas y a analizar los procesos que originaban sus pensamientos y desvaríos. Había desaparecido el encanto, y había olvidado que toda la vida no es más que un conjunto de imágenes existentes en nuestro cerebro, sin que se dé diferencia alguna entre las que nacen de las cosas reales y las engendradas por sueños que sólo tienen lugar en la intimidad, ni ningún motivo para considerar las unas por encima de las otras. La costumbre le había atiborrado los oídos con un respeto supersticioso por todo lo que es tangible y existe físicamente. Los sabios le habían dicho que sus ingenuas figuraciones eran insulsas y pueriles, y más absurdas aún, puesto que los soñadores se empeñan en considerarlas llenas de sentido e intención, mientras el ciego universo va dando vueltas sin objeto, de la nada a las cosas y de las cosas a la nada otra vez, sin preocuparse ni interesarse por la existencia ni por las súplicas de unos espíritus fugaces que brillan y se consumen como una chispa efímera en la oscuridad.

Lo habían encadenado a las cosas de la realidad y luego le habían explicado el funcionamiento de esas cosas hasta que todo misterio hubo desaparecido del mundo. Cuando se lamentó y sintió deseos imperiosos de huir a las regiones crepusculares, donde la magia moldeaba hasta los más pequeños detalles de la vida y convertía sus meras asociaciones mentales en paisajes de asombrosa e inextinguible delicia, lo encauzaron en cambio hacia los últimos prodigios de la ciencia, invitándole a descubrir lo maravilloso en los vórtices del átomo y el misterio en las dimensiones del cielo. Y cuando hubo fracasado y no encontró lo que buscaba en un terreno donde todo era conocido y susceptible de medida según leyes concretas, le dijeron que le faltaba imaginación y que todavía no había madurado, ya que prefería la ilusión de los sueños al mundo de nuestra creación física.

De este modo, Carter había intentado hacer lo que los demás, esforzándose por convencerse de que los sucesos y las emociones de la vida ordinaria eran más importantes que las fantasías de los espíritus más exquisitos y delicados. Admitió, cuando se lo dijeron, que el dolor animal de un cerdo apaleado o de un labrador dispéptico de la vida real es más importante que la incomparable belleza de Narath, la ciudad de las cien puertas labradas, con sus cúpulas de calcedonia, que recordaba confusamente de sus sueños; y bajo la dirección de tan sabios caballeros fomentó laboriosamente su sentido de la compasión y de la tragedia.

De cuando en cuando, no obstante, le resultaba inevitable considerar cuán triviales, veleidosas y carentes de sentido eran todas las aspiraciones humanas, y cuán contradictoriamente contrastaban los impulsos de nuestra vida real con los pomposos ideales que aquellos dignos señores proclamaban defender. Otras veces miraba con ironía los principios con los cuales le habían enseñado a combatir la extravagancia y artificiosidad de los sueños; porque veía que la vida diaria de nuestro mundo es en todo igual de extravagante y artificiosa, y muchísimo menos valiosa a este respecto, debido a su escasa belleza y a su estúpida obstinación en no querer reconocer su propia falta de razones y propósitos. De este modo se fue convirtiendo en una especie de amargo humorista, sin darse cuenta de que incluso el humor carece de sentido en un universo estúpido y privado de cualquier tipo de autenticidad.

En los primeros días de esta servidumbre se refugió en la fe mansa y santurrona que sus padres le habían inculcado con ingenua confianza, ya que le pareció que de ella nacían senderos místicos que le ofrecían alguna posibilidad de evadirse de esta vida. Sólo una observación más cuidadosa le hizo comprender la falta de fantasía y de belleza, la rancia y prosaica vulgaridad, la gravedad de lechuza y las grotescas pretensiones de fe inquebrantable que reinaban de manera aplastante y opresiva entre la mayor parte de quienes la profesaban; o le hizo sentir plenamente la torpeza con que trataban de mantenerla viva, como si aún fuera el intento de una raza primordial por combatir los terrores de lo desconocido. A Carter le aburría la solemnidad con que la gente trataba de interpretar la realidad terrenal a partir de viejos mitos que a cada paso eran refutados por su propia creencia jactanciosa. Y esta seriedad inoportuna y fuera de lugar mató el interés que podía haber sentido por las antiguas creencias, de haberse limitado a ofrecer ritos sonoros y expansiones emocionales con su auténtico significado de pura fantasía.

Pero cuando comenzó a estudiar a los filósofos que habían derribado los viejos mitos, loes encontró aun más detestables que quienes los habían respetado. No sabían esos filósofos que la belleza estriba en la armonía, y que el encanto de la vida no obedece a regla alguna en este cosmos sin objeto, sino únicamente a su consonancia con los sueños y los sentimientos que han moldeado ciegamente nuestras pequeñas esferas a partir del caos. No veían que el bien y el mal, la felicidad y la belleza son únicamente productos ornamentales de nuestro punto de vista, que su único valor reside en su relación con lo que por azar pensaron y sintieron nuestros padres. Negaban estas cosas rotundamente, o las explicaban mediante los instintos vagos y primitivos que todos compartimos con las bestias y los patanes; de este modo, sus vidas se arrastraban penosamente por el dolor, la fealdad y el desequilibrio; aunque, eso sí, henchidas de ridículo orgullo por haber escapado de un mundo que en realidad no era menos sólido que el que ahora los sostenía. Lo único que habían hecho era cambiar los falsos dioses del temor y de la fe ciega por los de la licencia y la anarquía.

Carter apenas gozaba de estas modernas libertades, porque resultaban mezquinas e inmundas a su espíritu amante de la belleza única; por otra parte, su razón se rebelaba contra la lógica endeble mediante la cual sus paladines pretendían adornar los brutales impulsos humanos con la santidad arrebatada a los ídolos que acababan de deponer. Veía que la mayor parte de la gente, como el mismo clero desacreditado, seguía sin poder sustraerse a la ilusión de que la vida tiene un sentido distinto del que le atribuyen los hombres, ni establecer una diferencia entre las nociones de ética y belleza, aun cuando, según sus descubrimientos científicos, toda la naturaleza proclama a los cuatro vientos su irracionalidad y su amoralidad impersonal. Predispuestos y fanáticos por las ilusiones preconcebidas de justicia, libertad y conformismo, habían arrumbado el antiguo saber, las antiguas vías y las antiguas creencias; y jamás se habían parado a pensar que ese saber y esas vías seguían siendo la única base de los pensamientos y criterios actuales, los únicos guías y las únicas normas de un universo carente de sentido, de objetivos estables y de hitos fijos. Una vez perdidos estos marcos artificiales de referencia, sus vidas quedaron privadas de dirección y de interés, hasta que finalmente tuvieron que ahogar el tedio en el bullicio y en la pretendida utilidad de las prisas, en el aturdimiento y en la excitación, en bárbaras expansiones y en placeres bestiales. Y cuando se hallaron hartos de todo esto, o decepcionados, o la náusea los hizo reaccionar, entonces se entregaron a la ironía y a la mordacidad, y echaron la culpa de todo al orden social. Jamás lograron darse cuenta de que sus principios eran tan inestables y contradictorios como los dioses de sus mayores, ni de que la satisfacción de un momento es la ruina del siguiente.

(...) En medio de este caos de falsedades e inquietudes, Carter intentó vivir como correspondía a un hombre digno, de sentido común y buena familia. Cuando sus sueños fueron palideciendo, por la edad y por su sentido del ridículo, no los pudo sustituir por ninguna creencia; pero su amor por la armonía le impidió apartarse de los senderos propios de su especie y condición. Caminaba impasible por las ciudades de los hombres y suspiraba porque ningún escenario le parecía enteramente real, porque cada vez que veía los rojos destellos del sol reflejados en los altos tejados, o las primeras luces del anochecer en las plazoletas solitarias, recordaba los sueños que había vivido de niño y añoraba los países etéreos que ya no podía encontrar.

(...) De este modo, cuando cumplió los cincuenta años perdió toda esperanza de paz o de felicidad en un mundo demasiado atareado para percibir la belleza y demasiado intelectual para tolerar los sueños.



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