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La insignia
27 de marzo del 2007


Mirada atrás, después de la derrota (V)


Félix Ovejero Lucas
La Insignia. España, marzo del 2006.


Geoff Eley
«Un mundo que ganar. Historia de la izquierda en Europa, 1850-2000»
Traducción de Jordi Beltrán.
Ed Crítica. Barcelona (España)


Reproches, contrafácticos y circunstancias

Quizá si Eley hubiera apurado las consecuencias de estas consideraciones acerca de los límites de la ingeniería política (13), perfectamente compatibles con sus tesis, sería más caritativo en sus condenas de unos y otros por sus estrategias erradas. Porque lo cierto es que, como dije más arriba, no deja pasar ocasión de reprocharles lo que pudieron hacer y no hicieron. El problema no es que Eley se comporte como un compañero de viaje, que nos transmita continuamente su sensibilidad política y que adopte un punto de vista, indiscutiblemente simpático con las propuestas radicales y extraparlamentarias. Es una mirada que, entre otras cosas, ayuda a iluminar no pocas de las sombras y derrotas de la izquierda.

El problema es que explicativamente, y ese es al fin su objetivo, sirven de poco las estrategias que se apoyan en "si en lugar de haber hecho X, se hubiera hecho Y", juicios contrafácticos que, es obvio, no hay modo de verificar. Entiéndase, el problema no es de determinados juicios en tanto que tales. De un modo u otro ese proceder está prácticamente implícito en cualquier intento de establecer explicaciones de cierto nivel (14). Los contrafácticos controlados y con secuencias causales perseguibles son imprescindibles. Pero en muchos casos, cuando no existe tal posibilidad, no parece que nos ayuden mucho a entender cómo fueron realmente las cosas. Sucede ejemplarmente en cierta historia económica encelada en la explicación de "fracasos" -esto es, porque "las cosas no fueron del mejor modo"- apelando a "causas" como "la miopía de la burguesía" o "la falta de competencia". En tales casos, por lo común, se hace uso más o menos explícito de -una versión aligerada de- una teoría económica, ya de por sí profundamente irreal, acerca de la eficiencia del mercado -de un mercado virtual- y, por comparación entre la realidad y ese mercado, ese "mejor de los mundos posibles", se obtiene una suerte de resto que se presenta como "la explicación " de por qué las cosas fueron como fueron. La estrategia tiene incluso menos empaque en historia política, donde ni siquiera hay una teoría acerca del otro mundo posible.

Por lo general, las "explicaciones" acaban por reposar en jeremiadas acerca de la falta de decisión, de carácter o, aún peor, cuando vienen dictadas desde el sectarismo o el ajuste de cuentas, en sumarias acusaciones de traición. No es ese el caso de Eley, un competente historiador, pero no es menos cierto que tales procedimientos no resultan incompatibles con sus juicios, con su tono moralizador. Justo es reconocer que la materia propicia la tentación, que en política, en los partidos, al final, hay individuos que deciden, que se enfrentan a alternativas dispares y optan y, por ende, caben algunas cuentas acerca de su buen juicio. Eso es verdad, pero no creo que ahí se acabe la historia (15). Porque además de las elecciones están los escenarios en los que se toman y éstos sí que son susceptibles de análisis, incluso con teoría social solvente. De hecho, no resulta difícil reconstruir a partir de los mimbres proporcionados por Un mundo que ganar algunas de las coordenadas que ayudan a entender lo que pasó, sin variar en el diagnóstico pesimista pero también sin necesidad de apelar a esa suerte de juicios políticos retrospectivos que acaban por recordarnos la vieja historiografía de genios y héroes. En particular creo que se pueden reconocer cuatro dilemas o tensiones que, aunque no se formulan explícitamente, operan en la trastienda del proceso descrito por Eley. Todos están vinculados al proceso de consolidación de la izquierda y de institucionalización de la democracia y, conjuntamente, podrían dar cuenta del progresivo entibiamiento de los ánimos revolucionarios, de las "traiciones ", sin recalar en explicaciones de diván.

1. El escenario de intervención y el dilema internacionalista. El Estado-nación es el ámbito en el que la izquierda conquista el sufragio y donde lo ejerce, donde materializa la noción de ciudadanía y transcurre la lucha por el poder, donde se interviene electoralmente y se realizan las metas democráticas. Constituye una unidad de justicia y de decisión política: los ciudadanos toman decisiones que les afectan y mantienen entre sí unos vínculos privilegiados, unos derechos y obligaciones, que no atraviesan las fronteras. Pero esa misma circunstancia complica el mantenimiento de una parte central de la identidad de la izquierda: el internacionalismo.

La cristalización más dramática de ese dilema es lo que el autor de Un mundo que ganar llama "la ruptura de la guerra" que se manifiesta en la "aparente universalidad del patriotismo en 1914". De hecho, incluso llega a formular lo que es su motor básico cuando subraya que "el defensismo nacional se convirtió para el SPD en un camino que llevaba a los mismos ideales parlamentarios ". Mientras el Estado-nación constituyera un ámbito unitario de decisión, de democracia, y de justicia, de redistribución y reciprocidad, la realización de la democracia requería un peaje patriótico: no se podían ganar votos defendiendo los intereses de los trabajadores, en general, o de los vecinos, en particular, por más justificados que estuvieran.

En esas condiciones, unos partidos cuya maquinaria política se había engrasado en los Estados nacionales tenían complicado adoptar decisiones que eran inevitables desde su compromiso internacionalista. Con los años, cuando los retos, en especial los de raíz ecológica, han alcanzado mayor magnitud y gravedad, el dilema se ha agravado: los problemas planetarios, que no son los menos importantes, nunca rinden réditos políticos, electorales, en los ámbitos nacionales. No hay político que llegue al poder defendiendo un menor crecimiento del PIB en aras de la preservación de los equilibrios ecosistémicos del planeta. Cuando la nueva izquierda, que con frecuencia orienta su mirada a un solo asunto, pero cuya solución busca en ámbitos planetarios, destaca los "límites de las instituciones", no hace más que proporcionarnos la expresión política más reciente de este antiguo dilema. La expresión, e incluso la solución, porque el diagnóstico es certero y casi trivial, pero mientras el marco político de intervención sean los Estados- nacionales, también nos dejará en evidencia la impotencia.

2. La competencia electoral y el dilema socialdemócrata (16). La polémica entre Kautsky y Bernstein y, más todavía, su resolución, resumen esta tensión. Una vez conquistada la democracia y, sobre todo, una vez que la forma adoptada por ésta es la de un mercado político, donde los representantes, "una profesión especializada ", en expresión de Sieyès, compiten por votos, los partidos de izquierda se enfrentan a un dilema entre identidad y eficacia electoral. Pueden mantener un programa razonablemente consistente, orientado a defender los intereses de los trabajadores, con propuestas de transformación radical en la dirección del socialismo, que ataquen aquellos intereses que dificulten su realización, pero, en escenarios en los que los trabajadores no constituyen un segmento social fuertemente mayoritario y con intereses homogéneos, esa mercancía difícilmente obtendría votos suficientes para acceder al poder; o bien, pueden buscar programas "integradores ", vagos, que no molesten a nadie, que prometan todo a todo el mundo y, de ese modo, al ampliar el mercado de votos, acceder al poder pero, eso sí, al precio de abandonar sus proyectos revolucionarios.

3. El costo de la revolución y el dilema temporal. En la medida en que las conquistas sociales y democráticas se materializan empieza a ser más discutible que, con la revolución, los trabajadores no tengan otra cosa que perder que sus cadenas, sobre todo los sindicados, aquellos que durante mucho tiempo han abastecido electoralmente a la socialdemocracia. La revolución suponía embarcarse en procesos altamente costosos e inciertos en aras de unos inseguros y vagos beneficios en un horizonte temporal indefinido. Si, además, se tiene en cuenta que incluso si los beneficios futuros llegan, dada su naturaleza de bien público, llegarán a todos por igual, tanto a los que han participado en su consecución como a los que no, resulta explicable que aparezca la tentación de abstenerse personalmente de asumir los costos de la acción colectiva, de una revolución que siempre resulta dolorosa para los que la protagonizan (17). Razones todas ellas que explicarían cómo, según las propias conquistas se iban consolidando, la moderación era la carta electoral triunfadora o, para ser más justos con los partidos socialistas, las propuestas revolucionarias tenían pocas posibilidades de interesar a los trabajadores.

Creo que, por lo menos, buena parte de lo sucedido en el último período analizado por Eley, después de consolidarse los derechos sociales, se entiende mejor atendiendo a esta tensión entre el presente y el futuro.


Notas

(13) Que no es lo mismo que la planificación social, posible y necesaria. Ni al más fanático defensor del mercado se le puede ocurrir que para hacer frente a una epidemia o a una acción terrorista como la del 11 de septiembre -o más sencilla y cotidianamente, para coordinar el tráfico de una ciudad o para gestionar una empresa- haya que acudir al mercado, una institución que, por lo demás, no puede funcionar sin un diseño institucional que está lejos de resultar una solución espóntanea, que es planificación.
(14) Los filósofos de la ciencia hace tiempo que nos recordaron que lo que distingue las genuinas leyes de las generalizaciones accidentales es que las primeras soportan juicios de esa naturaleza, contrafácticos, que lo que hace interesante al enunciado "todos los metales son buenos conductores" y lo distingue de "todas las monedas que tengo en mi bolsillo son de un euro", es que el primero sustenta el enunciado "si X fuera un metal, X sería un buen conductor del calor" y el segundo no asegura que "si A es una moneda que está en mi bolsillo, será de un euro". A ese trazo se le pueden poner, y se le ponen, pegas en la comunidad de los filósofos de la ciencia, acaso la más puntillosa de todas, pero, con dudas y mil matices, parece una distinción pertinente. En historia, el debate sobre tales juicios tiene su propia carga y no se dejan contar en pocas líneas. Véase Geoffrey Hawthorn, Mundos plausibles, mundos alternativos, Barcelona, Cambridge University Press, 1995.
(15) Y, por supuesto, cuando se dispone de poder, sobre todo en asuntos como los que ocupan a Eley, hay lugar para atender a esa circunstancia. En cierta ocasión, un intelectual marxista norteamericano, que acababa de reprochar su falta de radicalismo a Palmiro Togliatti, secretario general del PCI, se reconoció desarmado ante la pregunta de qué haría él en su lugar con varios millones de votos e importantes parcelas de poder. Creo recordar que se trataba de Paul Baran o Paul Sweezy (cito de memoria y he sido incapaz de recordar la procedencia de la información).
(16) La fórmula "dilema socialdemócrata" es de Adam Przeworski, Capitalism and Socialdemocracy, Cambridge, Cambridge University Press, 1985. Véase asimismo Adam Przeworski, Paper Stone. A history of Electoral Socialism, Chicago, Chicago University Press, 1987.
(17) Allen Buchanan, "Revolutionary Motivation and Rationality", en Allen Buchanan, Marx and Justice, Londres, Rowman and Littlefield, 1982; Michael Taylor, "Rationality and Revolutionary Collective Action", en Michael Taylor (ed.), Rationality and Revolution, Cambridge, Cambridge University Press, 1988.



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