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La insignia
14 de junio del 2007


Ciudades (I)


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, junio del 2007.


A propósito de Historia del hambre y la sed, de Sabino Méndez,
y Los 70 a destajo. Ajoblanco y libertad, de José Ribas.

Hubo un tiempo, tan lejano parece, en que la libertad campó a sus anchas por esto que llaman España. Fue, por lo que cuentan, un momento en que las estructuras antiguas se desmoronaban y las nuevas aún no se habían solidificado. Con toda probabilidad esa es la razón de la extraordinaria libertad que respiramos en los años setenta y primeros ochenta cuando todo parecía nuevo para una generación dispuesta a cambiar el mundo y otra que quería simplemente cambiar para que todo siguiera igual. Puede que esa sea también la explicación de porqué algunos mantuvieron posturas libertarias, ácratas o contraculturales para luego pasarse al conservadurismo más rancio, o por qué entonces el nacionalismo podía parecer una política liberadora, cuando nunca lo había sido y el más somero repaso a la historia demostraba que siempre había estado aliado con las posiciones más ultramontanas y contrarias a la libertad.

Por aquel entonces la relación entre Madrid y Barcelona era de emulación y competencia sana, en la que cada ciudad se esmeraba para ofrecer lo más innovador en música, artes plásticas, literatura. Casi todo era contracultural -casi todo lo interesante, quiero decir- como si la cultura oficial no importase o se aceptara con total normalidad que era algo rancio.

Sabino Méndez, y empiezo por el final a sabiendas, construye un ensayo con ciertos toques británicos; en vez darnos un escrito en el que la teoría se defienda por sí sola, prefiere enlazarla con su propia vida, utilizando esta como excusa o como ejemplo, al modo en que algunos escritores anglosajones acostumbran a hacer. En vez de perder fuste o profundidad, consigue hacer más accesible y más cercano un libro que por su tema podría aburrir (al fin y al cabo, todo lo relacionado con las pequeñeces nacionalistas termina por aburrir a cualquiera que sea soberano -supongo que de ahí deriva la expresión "aburrimiento soberano"-). No cabe duda de que un mínimo anclaje en la vida de cada uno, siempre y cuando sea un escritor medianamente bueno, es necesario para no perdernos por las frías estepas de la abstracción que tan comunes han sido por aquí. Calificar al libro como un libro de viajes es otra celada del autor que descoloca al lector y al obsesionado por los géneros y abre el libro a horizontes más amplios.

Suele ser idea común que el viaje abre las mentes, afirmación rápidamente desmentida por la realidad, y si no, cuenten cuántos embajadores de dictaduras, reaccionarios ellos mismos, pululan por ahí, viajando del erario público y en contacto con lo más abierto y sin embargo incapaces de abrir sus marmóreas mentalidades. Si el viaje le sirve a Méndez es porque ha habido un trabajo previo de indagación y de reflexión que luego ha podido contrastar, tanto en Barcelona como en otras partes del mundo. Dudo que pensara lo mismo si su vida se hubiera desarrollado íntegramente en Barcelona. El nacionalismo apela a los sentimientos y no a la razón, de ahí que no sirva sólo lo que cada uno ha vivido, aunque tampoco se pueda descartar de manera sumaria.

Si concretamos un poco más en las ideas, Méndez toma como punto de arranque aquel tiempo en que todos estábamos interesados en una política que aceptara todas las diferencias, que en Cataluña significaban sobre todo ser ciudadano de Cataluña para luego pasar a ser catalán, concepto más reducido y que implicaba la aceptación de una serie de valores contradictorios con el concepto de ciudadanía, que es lo que nos define. Ese es el problema final: La ciudadanía implica una pérdida de lazos sentimentales y una ética de la responsabilidad.

Al final, el nacionalismo ha ido haciendo de Barcelona una ciudad que ha perdido el ritmo de otras ciudades, no sólo de Madrid, sino de Nueva York, París, Londres, etc. Y me refiero al ritmo cultural, no al económico, que también. La imposición de determinados sistemas de valores, en cualquier territorio, trae consigo la falta de creatividad, de pulso social y el aumento del control político, que es de lo que habla José Ribas en su libro.



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