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La insignia
1 de junio del 2007


Costumbres


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, mayo del 2007.


Soy un hombre de costumbres, a qué negarlo. Durante mi niñez y mi adolescencia me acostumbré a que en mayo, después de un invierno duro con nieves y heladas, despertase una tímida primavera, a la que se unía un día más largo en el que la luz parecía flotar ingrávida. Casi en seguida las clases acababan, aunque aún nos quedaran algunos exámenes. Disponía así de un tiempo precioso, el tiempo de la lectura, pero no de las obligadas por los profesores, que por regla general me gustaban, sino las que elegía para el verano (cuando los veranos duraban al menos tres meses).

Era el verano perfecto. Lecturas interminables, tranquilidad, todas las horas del mundo y un tiempo agradable, ni demasiado frío ni calor agobiante. Así fueron pasando los años de mi adolescencia y primera juventud, entre lecturas elegidas y compartidas con los amigos, los días a la sombra y las noches, de paseo con algún amigo. Así, hasta que la vida cambió.

Con el tiempo me di cuenta de que todo se mantiene en un equilibrio inestable que lleva a la lenta desaparición de nuestro mundo. El quiosco en el que durante años compramos las golosinas, el bar donde nos bebimos nuestras primeras cervezas, las tiendas de toda la vida donde comprábamos el pan, o acompañábamos a nuestras hermanas mayores a comprar algunos productos de limpieza, las mercerías o las silenciosas, y a veces sórdidas, tiendas donde se apilaban colonias de fragancias desaparecidas o rancias, objetos de plástico que en su día fueron el colmo de la modernidad y ahora eran ya una leve sombra de un pasado olvidado, los escaparates de cristal cóncavo donde exhibían medias de rejilla o blancas de perlé como complemento del traje regional. Todo iba desapareciendo. Algunos amigos se mudaban, otros cambiaban de pandilla, había quien dejaba de leer. Todo cambiaba, pero con parsimonia, menos el tiempo, o al menos no me percataba, y los veranos seguían siendo de lecturas.

Con el tiempo, como siempre, vi reducidas mis vacaciones a un único mes: las cosas de hacerse mayor y entrar en la sociedad adulta (y sobre todo en la sociedad laboral). Eso sí, no dejaba de leer con furia los tres meses que consideraba como mi gran período lector, lo que no quiere decir que el resto del año no leyera. Lo hacía y lo sigo haciendo, pero con otro tipo de intensidad, con una conciencia diferente. No son las lecturas hurtadas al trabajo ni las de la tranquilidad veraniega, aunque sigan siendo lecturas.

Ahora, además de la reducción en el tiempo de las vacaciones, el clima impone otros cambios. En junio todavía no hace el calor agobiante que me hace preferir los gazpachos, el té helado y el son cubano. Aún estoy con los tés calientes, las sopas y la música clásica o el rock. Al igual que los animales, ando desorientado por el tiempo, los días nublados y las lluvias vespertinas, yo, persona de costumbres necesitado de la luz potente del verano. Parece que también esto va a cambiar.



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