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La insignia
5 de julio del 2007


El cine y la guerra de Vietnam (II)


Giame Pala
La Insignia*. España, julio del 2007.


El veterano vengador

El proceso de sutura y cicatrización de las heridas políticas que proponían las películas de Cimino, Coppola, Furie y Jewison quería favorecer la recuperación de esa muy alta consideración que de sí mismo ha tenido históricamente el pueblo estadounidense. Pero aún así, reconciliarse no significaba reincidir, e indirectamente los tres directores sugerían que Estados Unidos no sólo no era invencible sino que -de seguir su instinto militarista y agresivo- corría el riesgo de autodestruirse o, como mínimo, caer en un estado comatoso: Vietnam seguía siendo analizado como un error que pudo costarle muy caro al país y como escarmiento para su trayectoria futura.

En el fondo, estas ideas estaban detrás de la tibia y precavida política exterior llevada a cabo por Carter en la segunda mitad de los setenta: la no intervención "directa" del ejército estadounidense en el delicado proceso de descolonización de Angola en 1975 y en Irán después de la revolución jomeneísta, son ejemplos de la parálisis política de un país que hacía (y hace) de la intervención militar en el extranjero el pilar de su hegemonía mundial. No es de extrañar, pues, que la imagen del veterano de guerra sufriera un cambio precisamente cuando los sectores de la derecha de EEUU acaudillados por Ronald Reagan propugnen una nueva escalada militar para reafirmar el papel de superpotencia planetaria tras quince años de impasse político. Para los hombres que se hicieron con el control del Partido Republicano a principios de los ochenta, el error de la guerra de Vietnam no fue el haberla librado, sino el haberla perdido.

De ahí, el propósito de volver al cine como elemento heurístico para el "conocimiento" de la historia: aprovechando el clima de restauración imperante en los grandes estudios de cine, los nuevos productores que habían cerrado a principios de los ochenta el incómodo paréntesis del Nuevo Hollywood, darán cancha a un pelotón de directores y guionistas obedientes con el propósito de iniciar una revisión en cuanto al significado que había que dar de la derrota militar. Si los "reconciliadores" se proponían encontrar una salida moral e intelectual digna para los estadounidenses cerrando la pesadilla de Vietnam (la guerra como error y la posguerra como un volver a empezar), los nuevos guardianes del séptimo arte se rearmaban ideológicamente para ofrecer la sensación de una revancha contra los amarillos.

Acorralado (1982), de Ted Kotcheff, fue el primer paso para dar vida a este nuevo enfoque. El ex boina verde John Rambo intenta reinsertarse en la sociedad civil buscando trabajo pero un sheriff arrogante lo detiene, obligándole a fugarse y encontrar cobijo en los bosques, donde tendrá que poner en práctica todo lo que aprendió en Vietnam para evitar la detención. Finalmente, y tras haber sembrado el terror, se rendirá a su antiguo comandante (Crenna).

Lo realmente novedoso del filme es que por vez primera se presenta una contraposición entre sociedad civil y sociedad militar: pese a todos sus esfuerzos por respetar la ley y las normas de convivencia, Rambo no puede integrarse porque es rechazado por los "civiles". El sheriff (Dennehy) encarna la mente y el brazo violento de unos ciudadanos innatamente peligrosos y reacios a admitir en su comunidad a un veterano de guerra, es decir a un símbolo que les recuerda la Derrota y la Humillación, con mayúsculas, sufridas en Asia. Rambo es, implícitamente, el saboteador del particular pacto del olvido que los estadounidenses de bien sellaron para no tener que darse explicaciones y analizar las causas del desastre. Es el pasado que vuelve, recurrente, a las pesadillas de aquellos que no partieron para el frente y que quieren echar la guerra al orwelliano buzón-triturador de los recuerdos.

Contra esos nada pacíficos civiles tendrá que defenderse este soldado condecorado que Vietnam ha devuelto a su país en un estado casi psicopático. Acorralado por el sheriff y las fuerzas de seguridad, Rambo podrá finalmente demostrar a sus compatriotas ser una perfecta y experimentada machine-war. ¿Por qué, pues, el Rambo-ejercito norteamericano perdió la guerra? Seguramente por esa sociedad civil formada por pacifistas, cobardes e ineptos que coaccionaron a su gobierno para que entablara negociaciones de paz en 1973. El llanto final del soldado en los brazos de su viejo comandante desemboca en una acusación contra esta perversa quinta columna y en una reafirmación del sentimiento de pertenecer a una "casta" -la militar- superior pero paralizada a la hora de actuar: a Rambo le impidieron terminar la labor que quince años antes John Wayne había prefigurado en Los boinas verdes (1968). Es el lamento de aquello que pudo haber sido y no fue.

El gran éxito taquillero y la victoria del revanchista Ronald Reagan en las elecciones presidenciales de 1980 favorecieron la producción de una secuela de Acorralado que borrara los aspectos negativos de John Rambo (desequilibrio mental provocado por los flash-backs, respuesta agresiva e incontrolada hacia la población civil norteamericana, etc.) para empujarle a verter su fuerza física "hacia fuera", contra el viejo enemigo, el Vietcong. Rambo II (1985) es el más efectivo ejemplo de una manipulación de la historia y caricaturización de sus protagonistas pensados por el Hollywood conservador para legitimar el neoimperialismo estadounidense en Centroamérica y Oriente Medio. Si la finalidad de Acorralado era restituir al ejército una dignidad gravemente dañada por la mala imagen dada en Vietnam, Rambo II es la tentativa de otorgar una victoria militar que no hubo y modificar la percepción que de esa guerra seguía guardando el pueblo estadounidense.

Rambo es enviado a Vietnam por su antiguo jefe (Crenna) para rescatar a unos marines todavía en manos de los vietnamitas. Abandonado en medio de la jungla por el político responsable de la operación, nuestro héroe seguirá con la operación y rescatará a los prisioneros.

Como siempre, nada es casual y todo tiene una razón de ser: he aquí que aparece con fuerza la figura del prisionero de guerra americano en Vietnam después del fin de las hostilidades. Nos encontramos ante un punto cardinal que redefine el posicionamiento del establishment político respecto a esta contienda y que en las pantallas fue presentado por vez primera en Más allá del valor (1983), del mismo Ted Kotcheff, película que cuenta la historia de Jason Rhodes, un coronel del ejército que organiza a un grupo de veteranos para rescatar a su hijo, prisionero en un campo de concentración en Laos. Kotcheff fue el primero en pensar al veterano que vuelve a lugar del conflicto, de forma autónoma y paramilitar, y siempre en contra del parecer de la clase política, cuya única preocupación es la de "olvidar" -con los prisioneros- la derrota. Más allá del valor es todavía un filme defensivo, desconfiado y no excesivamente patriótico. Rhodes no busca la redención de la patria, sino sólo volver a encontrar a su hijo. En cambio, Rambo vuelve a rescatar a los muchos "hijos de la patria" rehenes de los comunistas. Pero ¿existieron realmente estos "prisioneros de guerra"? Al respecto, afirma Jonathan Neale: "En los años 80, los políticos, sobre todo Reagan y Bush padre, empezaron a insistir en que ellos eran los verdaderos amigos de los veteranos. Según ellos, el problema era que EEUU no había honrado a sus veteranos de forma adecuada (los liberales les habían escupido). Los símbolos de esto eran 'los prisioneros de guerra/desaparecidos en combate', estadounidenses capturados durante la guerra y que aún estaban retenidos por Hanoi. Estos prisioneros no existían. Eran hombres que el Pentágono había registrado como desparecidos en combate pero de los que nunca se dio cuenta. Tal como insistía el gobierno vietnamita, estaban muertos. Pero su no-existencia los convirtió en el único grupo de veteranos que la derecha podía apoyar realmente" (6).

Esto es, el prisionero de guerra será el único veterano de Vietnam ensalzado y aclamado por el reaganismo, con el objetivo de "culpar" de su condición a los veteranos heridos, paralizados o estresados, e ignorar a aquellos que se estaban muriendo en los destartalados hospitales de la Veterans Administration. Rambo II apoya esta discriminación e insiste en una "representación inversa" de los protagonistas de la guerra, a saber: I) consolida la imagen sádica y degenerada de los vietnamitas presentada por Cimino algunos años antes (convirtiendo a las victimas en verdugos); II) codifica un nuevo tipo de soldado norteamericano, vengador, ultra patriótico y muy parecido a un David que derrota solo al Goliat-Vietcong. Ahora es el marine quien práctica la guerrilla contra un mastodóntico y eficiente gigante amarillo, como si nunca hubieran existido los helicópteros Apache, el napalm o el "agente naranja".

Es más, la furia de nuestro protagonista se manifiesta también contra el burócrata que le confió la misión para después traicionarle: cuando vuelve a la base victorioso y trayendo a los compatriotas, decide destruir el sofisticado centro informático del cuartel militar, metáfora palmaria de la inutilidad del político a la hora de hacer la guerra. El espectador atento verá en esta secuencia una condena sin paliativos de los gobiernos norteamericanos que emprendieron una guerra sin dar al mismo tiempo carta blanca al ejército para arrasar, sin freno moral alguno, al enemigo. Una condena no ya de derecha, sino "reaganiana", es decir dura incluso con los mismos presidentes conservadores Nixon y Ford, quienes capitularon ante las presiones procedentes de la población. Ahora, en cambio, EE.UU. tenía un presidente dispuesto a enviar a sus Stallones para aplastar a los ogros rojos que se sublevaban en los distintos lugares del planeta: Nicaragua, Haiti, El Salvador, Granada, Guatemala y Panamá verán, durante toda la década de los ochenta, sus territorios recorridos por paramilitares armados hasta los dientes y con licencia para matar. Por fin, Rambo tuvo su guerra y la ganó.

El mito de la América militar pequeña, guerrillera y vengadora presentada en Rambo II tendrá suerte y pronto aparecerá para tomarle el relevo en las pantallas otro académico de la derecha cultural estadounidense, Chuck Norris, quien encarnará en Desaparecido en combate (1984) al coronel Braddock, un oficial que volverá en Vietnam en búsqueda de otros fantasmales prisioneros. En Desaparecido en combate II (1985), Braddock se fugará de un campo de concentración vietnamita y en Braddock: Missing in Action III (1987), el indómito luchador vuelve una vez más a la República Socialista de Vietnam para salvar a su mujer y a su hijo, a quienes daba por muertos. La particular trilogía de Norris acompaña al publico a reafirmar con espíritu ofensivo los pilares de su malherida patria: Dios (siempre presente de forma implícita y omnisciente en los tres filmes), patria (los prisioneros norteamericanos) y familia (la esposa y el hijo).

Con la caída del muro de Berlín y del "peligro comunista" este tipo de películas dejaron de ser vistas como imprescindibles para la construcción de una propaganda ideológica de tipo reaccionario. Por otra parte, la derecha hollywodiana tenía más difícil su propósito de seguir insistiendo tan descaradamente en la configuración del veterano "modelo Rambo" en un momento en el que Oliver Stone con su Nacido el 4 de julio y Adrian Lyne con La escalera de Jacob reabrían las viejas heridas para introducir el bisturí de la introspección colectiva. Hollywood, siempre atenta en captar las ondas emitidas por las frecuencias de la Casa Blanca, optó por acatar el clima de distensión interna propiciado por Bill Clinton (un presidente con un pasado pacifista) y exteriorizar su carga violenta y destructiva en las películas "catastróficas" tan en auge en la última década del siglo pasado: la amenaza roja será sustituida por un nuevo modelo de enemigo, el terrorista internacional, casi siempre procedente de los antiguos servicios secretos de los países del Este o de las filas del islamismo radical. Un tipo humano rencoroso, reducto flotante en el mar de la posmodernidad y último obstáculo para sellar el palingenésico "fin de la historia" proclamado por Fukuyama en 1992. Parecía haber llegado el momento de la victoria definitiva y Vietnam dejaba de ser esa especie de Freddy Kruger que aterrorizaba los sueños y el subconsciente de la nación.


La reescritura de la historia: el Vietnam neocon

En efecto, en los años noventa apenas se realizaron películas estadounidenses que, directa o indirectamente, orientaran su mirada hacia Vietnam. Ello fue debido, como hemos dicho, a la etapa de relativa tranquilidad política que contraseñó los mandatos Clinton (1992-2000) y también a un largo ciclo económico favorable alrededor del cual se coaguló una estabilidad interna que permitió edulcorar los traumas del pasado. Un período que terminó el 11 de septiembre de 2001, con el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York por parte de integristas islámicos ligados a la red terrorista Al Qaeda: EE.UU. retomaba el sendero de la guerra, y su población -convenientemente azuzada por los medios de comunicación y por el gobierno- volvía a aceptar, una vez más, la vía militar como solución a sus problemas.

No es una casualidad que precisamente después de la tragedia de 2001 reapareciera el fantasma amarillo en las pantallas: pero ahora adoptando nuevas formas que en poco se parecen a aquellas que ya hemos analizado. Después de haber visto la configuración del Vietnam cinematográfico "carteriano" y "reaganiano", podemos decir que se va asomando otro de tipo neocon, producto del clima de involución social propiciado por la administración de George W. Bush, cuyo sustrato ideológico imbuye de sí el filme Cuando éramos soldados (2002) del director Randall Wallace. Aunque no sea una película sobre veteranos, nos vendrá bien hablar de ella para demostrar que la historia es siempre una materia sujeta a las manipulaciones políticas del presente con vista a crear una nada espontánea opinión pública.

La película relata la historia de 400 hombres, capitaneados por el coronel Harold Moore (Mel Gibson), que en 1965 se encontraron rodeados en un valle por dos mil vietcongs: después de aguantar durante dos días un violentísimo cerco que causará numerosas bajas, Moore desencadenará un ataque sorpresa que romperá las líneas enemigas, obligándolas a replegar.

Una historia, pues, sencilla, aparentemente similar a las de otros muchos largometrajes bélicos: un grupo de soldados, en condiciones de inferioridad numérica, que consigue derrotar al enemigo gracias a su heroísmo. Sin embargo, que con Cuando éramos soldados nos hallemos ante un nuevo tipo de Vietnam-movie es evidente desde el principio, cuando el director nos enseña el adiestramiento de los jóvenes e inexpertos reclutas antes de partir para la guerra: la preparación es dura pero "humana", y el brigada responsable de su formación militar es un tipo descortés aunque ajeno a las humillaciones y maltratos perpetrados por el sargento Hartman (Lee Ermey) de La chaqueta metálica (1987).

El comandante del cuerpo, el coronel Moore, es un católico ferviente, excelente marido y padre intachable de cinco hijos; paternal con sus soldados, es un oficial experimentado, culto y con gran sentido de la estrategia.

De extraordinario interés es la representación de las mujeres de los soldados: amas de casas, devotas, pacientes, orgullosas de unos hombres que combaten por la libertad de sus hijos y de su país, reciben con extrema dignidad la noticia de las muertes de sus cónyuges en el frente. La esposa del soldado que se convierte en pacifista, un caso típico a principios de los setenta -eso es, la Jane Fonda de El regreso- es definitivamente enterrada por estos fieles ángeles del hogar. Con esposas así la retaguardia está definitivamente cubierta de las majaderías cometidas por las derrotistas esposas del pasado. Así como está asegurada la cobertura periodística del conflicto que, como es sabido, fue una de las causas de la creciente oposición interna a la guerra gracias a la magnífica labor que desempeñaron los corresponsales de los medios de comunicación. Ahora bien, en el largometraje de Randall los periodistas llegan después de la batalla (¿por cobardía?) y el coronel Moore los evita, desconfiando de la versión presumiblemente poco patriótica que darán de la batalla. Por eso, confiará al reportero oficial del ejército (quien, en medio de la batalla, supo dejar la cámara de foto y la pluma para coger el fusil y ayudar a sus compatriotas) la difícil misión de saber transmitir a la posteridad la valentía de sus hombres. Lo cual, para revelar el negativo de esta fácil simbología, quiere decir: todo aquello que hace treinta años nos contaron esos mamporreros de la pluma fue una mentira orquestada para sabotear la guerra e impedir la victoria.

Por último, está el soldado raso. Procedentes de las clases más bajas y de los lugares más abandonados del país -los pueblos de provincia y los barrios marginales de las grandes ciudades-, los reclutas estadounidenses servían por turnos de año en Vietnam antes de ser licenciados y volver a la vida civil. Está claro que su principal preocupación era salvar el pellejo como fuera y para eso recurrían a veces -como ha explicado Tim O'Brian en su libro If I Die in a Combat Zone, Box Me Up and Take Me Home (7)- al fragging, es decir a la amenaza física a todos aquellos oficiales que les obligaban a entrar en combate. El negro y el hispano marginados en su ciudad o el blanco de provincia eran lo suficientemente inteligentes como para no querer morir a 18.000 kilómetros de distancia de su tierra. Pero los soldados de Wallace (negros o blancos, da lo mismo) parecen vacunados contra el virus de la desobediencia. Se lanzan a la batalla con un ardor descomunal y cuando mueren sus últimas palabras son "me alegro haber muerto por mi país". La patria les llamó y ellos respondieron, sin preguntas u objeciones y con la fe en el dogma de la infalibilidad de su gobierno. Cuando éramos soldados quiere borrar de las retinas de los espectadores las imágenes que aparecieron en las portadas de los diarios y semanales de hace treinta años pero sobre todo las películas cuyas secuencias dantescas han dado fe de la bajada a los infiernos de un país: la niña secuestrada y violada por los marines de Corazones de hierro (Brian de Palma, 1988), los asesinos disfrazados de oficiales de Platoon (Oliver Stone, 1986), la cara desfigurada de "Soldado Patoso" de La chaqueta metálica o el grabado humano -digno de un Durero- salido de la plancha de Coppola en Apocalypse Now. El espectador sabe que puede (y debe) volver a morir y a matar por su patria si es preciso.

El Oficial-Padre, el Sargento-Humano, el Soldado-Corajoso, la Mujer-Ángel-del-Hogar, el Periodista-Patriótico, etc., son las dramatis personae de una guerra cruel aunque heroica y épica en su fenomenología. Pero, ¡un momento! Al retratar a estos comediantes nos hemos saltado una pregunta que no por ser de Pero Grullo podemos evitar: ¿por qué se combatió en Vietnam? ¿Qué demonio había pasado en ese remoto rincón de Asia para que EE.UU. enviara a sus hijos a morir?

Pues bien, en ningún momento de la narración fílmica nos son comunicadas las causas de la guerra: ni las verdaderas ni las falsas a las que nos tenían acostumbrados muchos guionistas de Hollywood. Nada. Vietnam es un lugar remoto en el que se desarrolla un conflicto al que son destinados los miembros de VII Cuerpo de Caballería, el mismo que acaudilló otro falso mito de la frontera americana, el general Custer. Un lugar abstracto, metafísico, en el que individuos agrupados bajo distintas banderas se matan sin un porqué evidente. La guerra ya no es la extensión de la política por otros medios, sino una pieza teatral hermética cuyo significado intuimos de la caracterización de los protagonistas estadounidenses: ¿cómo van a sacrificarse nuestros hombres sin un motivo real, certero, inaplazable? Algo habrán hecho los vietnamitas para que unos individuos tan buenos dejen a sus hijos y esposas para irse a una guerra lejana, ¿pero qué? Llegaremos hasta el final del filme sin salir de nuestra duda, por lo que tendremos que aceptar la intuición y no la explicación de la tragedia. Algo parecido pasó con la guerra de Irak: el gobierno de George W. Bush invadió Irak aduciendo como excusa la existencia de unas armas de destrucción masiva (que nunca aparecieron) con las que Saddam Hussein iba a atacar a EE.UU. No hubo lógica aparente: ni tan siquiera una explicación "coherentemente falsa" -que diría Chomsky- como aquella formulada por Reagan en los años ochenta. Ahora, la intención es presentar la guerra como un choque suspendido en el aire y envuelto por nebulosas acusaciones y apelaciones viscerales a una libertad amenazada -parafraseando al escritor Dino Buzzati- por unos salvajes "tártaros" que han de llegar pero que nunca aparecen en el horizonte, y como no vienen "pues nosotros vamos a por ellos".

El objetivo de Cuando éramos soldados y de la administración de Bush es descontextualizar la contienda, hacerla ininteligible para el pueblo-espectador mediante un proceso de aceptación intuitivo y burdamente silogístico (si los nuestros son buenos y sólo matan en defensa propia y los malos nos quieren atacar, ¿por qué no defendernos aniquilándolos?). Se trata, pues, de despolitizar la guerra, borrar sus motivos -imperialismo, control de los recursos energéticos y hegemonía planetaria- para centrarse en la delineación de unos tipos humanos perennes y ahistóricos (el blanco civilizado, el negro y el hispano integrados, el "moro" y el "amarillo" resentidos y salvajes, etc.) funcionales al propósito de desviar al espectador del análisis y comprensión del mundo que le rodea.

Esfumar causas, invisibilizar el marco socio-político, resaltar a los protagonistas en clave sentimental y no como portadores de un sistema de valores o contradicciones… son los pasos esenciales para sofisticar el conflicto y hacerlo comprensible a unos pocos iniciados: igual que para las actuales exposiciones de arte conceptual, ininteligibles sin la ayuda del crítico-de-arte-depositario-de-las-claves-de-la-descifración, los nuevos cineastas y políticos neocons "conceptualizan" la guerra y la tornan interpretable sólo para aquellos analistas a sueldo de las cadenas televisivas afines al gobierno, y a la gente corriente no le queda más que contemplar la violencia esteticista y bien confeccionada de los combates, sea en una película sea en un reportaje de la CNN.

Anótense, pues, el título de este filme: con los años se transformará en un paradigma para las futuras películas de cine bélico que retratarán no sólo Vietnam, sino todas aquellas guerras que no nos las podrán colar como justas e indispensables. Y no lo duden, las habrá.


Notas

(6) Jonathan Neale, La otra historia…, pág. 249.
(7) Tim O'Brian, If I Die in a Combat Zone, Box Me Up and Take Me Home, Nueva York, 1973.
(*) Publicado originalmente en el nº 101 de Mientras Tanto. España, julio del 2006.



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