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La insignia
3 de julio del 2007


El cine y la guerra de Vietnam (I)


Giame Pala
La Insignia*. España, julio del 2007.


La debacle militar estadounidense en Vietnam supuso un claro punto de inflexión en una costumbre cinematográfica que en Estados Unidos se remonta a la obra de David Wark Griffith: usar la cámara para plasmar y divulgar una determinada interpretación de la historia de una nación. Hasta mediados de la década de los sesenta, el cine hollywodiano había representado todas las victorias militares de su país en clave hagiográfica y las películas sobre la guerra de Independencia contra los ingleses, la victoria sobre los indios nativos para la conquista del Oeste, las dos guerras mundiales y la de Corea, eran monumentos a las hazañas del hombre estadounidense en su propósito de ampliar su esfera de influencia. Acostumbrados a retratar lo épico invencible, los grandes estudios pensarán la única derrota sufrida por su país en su larga trayectoria intervencionista de distintas formas y con diferentes sensibilidades políticas.

En estas líneas, el lector encontrará un análisis de aquel conflicto desde los peculiares ojos de una figura intermediaria entre el conflicto y la sociedad civil: nos referimos al veterano de guerra. Es alrededor de esta figura que el cine norteamericano ha sabido embestir un análisis de los dilemas que el conflicto asiático había vertido en su sociedad. Asimismo, es en torno al veterano que se libró una importante batalla ideológica entre los distintos sectores de la clase política para despejar las dudas sembradas por la incierta posguerra. Porque, en realidad, si el conflicto produjo un trauma en la sociedad americana, no fue por la derrota in se sino por las consecuencias que ésta iba a legar para la continuación del papel imperial de EE.UU. en el mundo. Fue el llamado "síndrome de Vietnam", que el historiador Jonathan Neale describe así: "Después de 1975, el establishment estadounidense se enfrentó a lo que llamó 'el síndrome de Vietnam'. Con esta expresión pretendían describir la dificultad de conseguir que los trabajadores americanos volvieran a renunciar a sus vidas por el imperialismo estadounidense. Los liberales y los medios de comunicación hablaban de ello como si fuera una enfermedad, un 'síndrome', algo malo. Dijeron también que el problema era que los estadounidenses eran unos cobardes, que les asustaba la llegada de bolsas de cadáveres (…) El problema no era que fueran cobardes, sino que habían aprendido a no confiar en los que les pedían que murieran por una causa que no era la suya" (1). Este "síndrome" fue (y sigue siendo) objeto de un intenso "tratamiento" llevado a cabo por todos los gobiernos estadounidenses posteriores a la dimisión de Nixon por el caso Watergate. Eliminar la sensación de "culpabilidad" fue su principal cometido para devolver a los electores la autoestima nacional y recuperar el consenso necesario para reemprender el camino de esa hegemonía mundial tan humillada en el sureste asiático. A favor o en contra de este objetivo compartido por republicanos y demócratas, Hollywood se volcará en examinar lo que supuso el Vietnam "hacia dentro", es decir en evaluar las consecuencias internas de la derrota en una población que había llegado a madurar un cierto negativismo paralizante respecto al papel imperial de la Unión y que, después del acuerdo de paz de 1973 (que sancionó la retirada de las últimas tropas americanas de Saigon), se sentía "veterana" de un conflicto que trascendía las armas y que amenazaba con pulverizar los fundamentos del american dream.


El veterano desquiciado

Fue solamente a principios de los años setenta que los cineastas estadounidenses dirigieron su mirada hacia una guerra que aún no había terminado. Y lo hicieron con una contundencia no privada de ese espíritu autocrítico que desde siempre ha caracterizado el mejor cine de Hollywood.

El discutido y polémico Elia Kazan (2) fue el primero en utilizar el cine de ficción para estudiar la figura del veterano en Los visitantes (1972). Dos ex soldados (Steve Railsback y Chico Martínez) que durante la guerra habían violado y matado a una vietnamita, van a visitar a Bill (James Woods), el compañero que les había denunciado y que ahora vive en una casa de campo con su mujer (Patricia Joyce), su hija y el padre de ella, para ajustar cuentas con él. La visita tendrá un desenlace trágico. Kazan cuenta una parábola sobre la verdad y la traición, y escenifica un drama en el que las secuelas de la guerra se rastrean en los rostros desequilibrados y vengativos de los visitantes y en el silencio inmutable de Bill, un silencio que oculta la impronta de la tragedia que le marcó en Vietnam. El director de origen griego no nos enseña nada de la guerra, sino sus cicatrices profundas, lúgubres, sepultureras, y tiene muchas facilidades para destacar el personaje del suegro de Bill, satisfecho de haber luchado en el Pacífico en 1943 para una guerra necesaria contra la barbarie fascista. Por el contrario, cuando se habla del sudeste asiático nadie está orgulloso de nada y un halo de vergüenza infecta las miradas y las palabras que se intercambian los tres viejos conmilitones.

La película, realizada con un presupuesto mínimo y distribuida fundamentalmente en los circuitos independientes, dio origen a la figura del veterano de Vietnam resentido, mentalmente incomunicado y esquizofrénico que abundará en el cine norteamericano de los años setenta. Su silueta se desliza en las series televisivas, en el cine de género (policiaco, de terror, el filón blaxpotation), en las películas de serie B e incluso en las obras de autores consagrados como, por ejemplo, Martin Scorsese y Sidney Lumet. En efecto, es interesante la representación de los protagonistas de Taxi Driver (1976) y Tarde de perros (1975). En Taxi Driver, Scorsese y el guionista Paul Schrader dan vida a Travis Bickle, un veterano de Vietnam que no sabe reincorporarse a la vida civil y que, desde su taxi nocturno, madura la decisión de dar rienda suelta a su frustración existencial, dar un significado a su vida desecha planeando el asesinato de un político y matando a los chulos de una joven prostituta. En Tarde de perros Lumet cuenta la historia de Sonny y Sal (Al Pacino y John Cazale), dos veteranos que, tras intentar atracar un banco, son cercados por la policía durante todo un día. Las dos obras nos pintan a unos veteranos que no consiguieron dejar en Vietnam la lógica militar para solucionar sus problemas, tanto humanos como económicos. Siguen siendo combatientes en otra jungla, esta vez de asfalto, y contra un enemigo que no saben localizar (la pobreza, el caos psicológico, una sociedad que no comprenden). Y así, responden de la única manera en la que fueron "educados" por su país: coger las armas y atacar. La misma decisión que en una película de Ossie Davis (Gordon's War, 1973) toma Gordon, un afroamericano que después de haber vuelto de Vietnam, ve que en su barrio -el neoyorquino Harlem- la policía ha dejado circular (¿por casualidad?) aquella droga que provocará la muerte por sobredosis de su mujer: el asco y la rabia empujarán a Gordon a "llamar a filas" a sus antiguos conmilitones para matar a todos los camellos del barrio. Para Ossie Davis, la guerra había servido también para dinamitar el movimiento de emancipación de los negros de EE.UU. (la historia de Gordon es parecida a la que vivió el grupo de las Black Panthers, infiltrado y desmembrado por la CIA gracias a la heroína -3-) y devolver al país a miles de ciudadanos convertidos en incontrolados sembradores del conflicto más deseado por el poder: la guerra entre pobres.

El desquicio mental vuelve en otros filmes, no con la radicalidad y violencia que contraseña a los personajes de Scorsese, Lumet y Davis, pero con la misma profundidad a la hora de dibujar una conciencia del naufragio de posguerra a través del veterano de guerra. La desconocida y magnífica Tracks (1976) de Henry Jaglom plasma este estado de ánimo que huele a ruinas y desesperanza en la figura de Jack Falen (Dennis Hopper), un superviviente de Vietnam que tiene que llevar un misterioso ataúd a una pequeña ciudad en un viaje en el que realidad y pesadillas se confunden y mezclan sin solución de continuidad. Jaglom transmite la imagen de una América desgarrada, ensimismada, electrocutada, a través de una mirada subjetiva (y con un perfecto uso de la cámara al hombro) del perturbado protagonista y de los paisajes desérticos y espectrales de la América profunda. Para él, la sociedad de consumo, el american way of life y el mito de la superpotencia justa -defensora de la libertad y la justicia- se pierden en ese tren portador de una contrahistoria descifrable en filigrana y protagonizada por los vencidos y arrinconados por la Verdad Oficial. El veterano de Tracks es el emblema de una población estadounidense simple y llanamente aniquilada, hecha añicos, pulverizada en sus certezas kennedyanas y en su fe en el inagotable mito del "progreso". La misma destrucción ideológica que enseña Alan Parker en Birdy (1984) mediante la representación de dos veteranos de la guerra (Nicolas Cage y Mattew Modine), amigos desde la adolescencia y unidos por la afición a los pájaros, que vuelven desfigurados del Vietnam: uno en su fisonomía física por las heridas de guerra, y el otro en su fisonomía psicológica por los horrores vistos en la jungla; o aquella mostrada por Davis Jones en Jacknife (1988), donde el veterano Megs (Robert De Niro) intenta recuperar de su hundimiento personal a su antiguo y traumatizado compañero de armas Dave (Ed Harris). En estas dos obras, Vietnam es el lugar en el que sus protagonistas perdieron su inocencia o quizás, más simplemente, su humanidad.

Por último, es de señalar la sufrida y claustrofóbica La escalera de Jacob (1990), de Adrian Lyne. Jacob Singer, un veterano de Vietnam que sufre alucinaciones y dolores, descubre que también sus excomilitones padecen los mismos problemas: la causa de ello es que fueron utilizados durante la guerra por el gobierno estadounidense para experimentar una droga que los volviera más combativos. Una vez producidos los efectos "colaterales" los servicios secretos los querrán eliminar para ocultar la verdad. Para Lyne, detrás de la tragedia se oculta la infamia: cuando los políticos del gobierno vieron que el primer enemigo -el Vietcong- les había derrotado, empezaron a librar otra guerra, menos visible pero igual de dura, contra un enemigo interno, el veterano de guerra estadounidense, emblema de una sociedad civil a la que había que drogar, anestesiar y silenciar para evitar rendir cuenta de los horrores y fechorías perpetrados por el Tío Sam en aquella guerra sucia y maldita.

El común denominador de todas estas películas que trazan el modelo del veterano desequilibrado es la imposibilidad de poder comunicar su experiencia a la sociedad: para los que volvían del frente no había un idioma, un lenguaje capaz de expresar racionalmente el abismo en el que fueron sumergidos; al final, tanto en estos filmes como en la vida real, muchos de ellos optaron por encerrarse en un ensordecedor silencio (4). Por otra parte, los gobiernos norteamericanos no sólo no hicieron nada para garantizar una reinserción en la sociedad civil de sus soldados, sino que los desterraron de sus discursos y políticas sociales. El veterano de Vietnam fue tratado como un estorbo y la clase política se cuidó de no recordar a sus conciudadanos la derrota militar y de dar una imagen extremadamente negativa de la pugnaz asociación Vietnam Veterans Against the War, describiéndola en los medios de comunicación como una pandilla de seres asociables, marginados y afectados por un extraño "estrés postraumático" que les impedía volver a reintegrarse con normalidad en sus lugares de origen (5). Aislando al veterano se incomunicaba a la sociedad civil, obligándola a aceptar la versión oficial de ese conflicto como algo justo pero trágico y malogrado.


Volviendo a casa: ¿protestar o reconciliarse?

Hoy sabemos que el movimiento pacifista engendrado a raíz de la escalada militar en Vietnam representó el fenómeno de desobediencia civil más importante en la historia de los EE.UU. Sin embargo, son poquísimas las películas de ficción que trasladaron a las salas de cine el espíritu y la práctica de la disidencia tal y como se manifestaba en las calles del país. El ejemplo más famoso es quizás El regreso (1978) de Hal Ashby. Después de despedirse del marido, soldado voluntario para el Vietnam, Sally (Jane Fonda) se emplea como enfermera en un hospital de veteranos, donde conoce a Luke (Jon Voight), un convencido antimilitarista en silla de ruedas; los dos se enamoran, pero cuando el marido vuelve del frente (frustrado por no haberse convertido en un héroe de guerra) y los descubre, piensa en el suicidio. Ashby decide concentrar la mirada hacia Vietnam en los ojos femeninos de Sally y en su toma de conciencia pacifista ante los sufrimientos de los veteranos mancos, paralizados o traumatizados. Unos Estados Unidos desechos que sin embargo son capaces de rehabilitarse mediante el rechazo definitivo a la lógica militar y apelando a los sentimientos. El regreso es una película más hija de los años sesenta que de los setenta: en unos años en los que el movimiento estadounidense por los derechos civiles iba perdiendo su capacidad de arrastre, Ashby volvió a inyectar a su cine el antivirus de la contracultura y una buena dosis de libertarismo hippy para reverdecer la cultura de la paz en una sociedad civil que, tras la resaca de la derrota y los escándalos que conllevaron la dimisión del presidente Nixon en 1974, mostraba los primeros síntomas de un cansancio político que desembocará finalmente en el desencanto de la década siguiente.

El segundo ejemplo de cine "ofensivo" y de protesta es Nacido el cuatro de julio (1989), de Oliver Stone. El filme narra la historia de Ron Kovic (Tom Cruise), nacido el 4 de julio de 1946, hijo de la América profunda y nacionalista, que vuelve del Vietnam paralizado e impotente y madura en su propia piel un proceso de concienciación que lo transformará en un líder pacifista invitado a hablar en la Convención Demócrata de 1976. Como siempre en Oliver Stone, el populismo y cierta retórica fácil se mezclan con momentos de buen cine y gran emotividad (como el encuentro con la madre del comilitón que había matado por error en Vietnam), y el director no sabe renunciar a la abusada metáfora cristológica -los pecados de Kovic son los pecados del país, a expiar en la cruz, es decir en la silla de ruedas- para describir la vía crucis que recorrió el país para redimirse, así como tampoco sabe (o no quiere) evidenciar las contradicciones que emergieron en la sociedad americana en los años de la guerra. Aunque nos cueste admitirlo, el cine norteamericano nunca supo expresar lo mejor de sí mismo en el cine de protesta "abierto", manifiesto y "positivo" a la europea, sino en el de la crítica sutil, dura e incluso despiadada, aunque siempre filtrada por el código de acceso de la metáfora cinematográfica. Tal vez es por eso por lo que El regreso y Nacido el 4 de julio tuvieron en su tiempo una generosa acogida en los cines del Viejo Continente respecto a obras llenas de interesantes matices y complejos mensajes cifrados como Tracks o La escalera de Jacob.

El objetivo de Ashby y Stone era reflejar el pensamiento y la acción de aquellos sectores que con su oposición a la guerra pedían un país distinto y más libre. Sin embargo, al lado del de protesta se desarrolló otro tipo de cine que supo evidenciar el deseo de amplias capas de la población de, si no olvidar, al menos reconciliarse con los fantasmas creados por la tragedia americana: nos referimos a aquellas personas que, pese a las decepciones sufridas en el largo decenio 1965-1975, no querían dejar de creer en los Estados Unidos como patria de la libertad y de los valores democráticos. En última instancia, y como la historia nos ha demostrado, fue esta la voz mayoritaria que se alzó en los años de la posguerra para impedir un cambio político de largo alcance como el que reclamaban los manifestantes pacifistas o los críticos con el sistema. Eran los ciudadanos que dieron en 1976 su confianza a Jimmy Carter y a su objetivo de devolverles la confianza en sí mismos y en sus instituciones.

Quien mejor supo traducir en la pantalla este anhelo fue sin duda alguna Michael Cimino en su película El cazador (1978). Tres amigos de origen ruso, obreros en una fábrica de acero de Pennsylvania y aficionados a la caza del ciervo, se alistan en el ejército para luchar en Vietnam. Allí son capturados y torturados por el Vietcong, pero consiguen huir: Michael (Robert De Niro) se reinserta silenciosamente en la vida civil; Steven (John Savage) se deja sobrevivir en un hospital militar después de haber perdido las piernas y haber descubierto que su mujer tuvo un hijo de otro hombre; Nick (Christopher Walken) deserta del ejército y se queda en Saigon, donde se transforma en un "profesional" de la ruleta rusa. Michael volverá a la capital survietnamita en los días de la retirada americana para buscar a Nick y llevárselo a casa, pero -después de haberle encontrado drogado y enloquecido en un lugar de apuestas- lo verá morir entre sus brazos.

Ganadora de cinco oscars, la importancia de El cazador reside en ser el primer largometraje de Hollywood que abarca el asunto Vietnam desde una perspectiva humana de larga duración (antes, durante y después de la guerra) y la primera en sacar las primeras conclusiones definitivas acerca de la posguerra. La película esboza el primer atisbo de la recuperación de un orgullo nacional maltrecho y despedazado: el canto final God Bless America que acompaña el entierro de Nick recompone litúrgicamente la comunidad estadounidense y reconcilia post-mortem, y sin permiso acordado, al enterrado con una guerra que le llevó a un trágico final. Para el director y sus guionistas, el país llevaba en sus entrañas las fuerzas, benditas por el Todopoderoso, para levantar cabeza, sobreponerse a los horrores vistos (las torturas de los vietnamitas aunque no las suyas) y recoger el camino mesiánico de reserva espiritual de Occidente.

Norman Jewison recoge el mensaje de Cimino en Recuerdos de guerra (1989). La joven Samantha (Emily Lloyd) que nunca conoció a su padre muerto en Vietnam, vive en un pueblo de la provincia americana con su tío Emmett (Bruce Willis), también veterano de aquella guerra y poco proclive a hablar de ella: sin embargo, Samantha sabrá abrir el baúl de los recuerdos y suaviza los traumas sedimentados por el conflicto para finalmente llevar a su tío y a su abuela a visitar el Memorial de los Caídos en Vietnam de Washington, donde está esculpido el nombre de su padre. Una complicada historia (pivotada alrededor del desastre humano y de la incomunicación de Emmett y de los demás veteranos del pueblo) encuentra así un sereno desenlace en el abrazo intergeneracional - de la hija con la madre y el cuñado del muerto en batalla - que sella metafóricamente al armisticio de la larga guerra psicológica que EE.UU. mantuvo en su territorio y con su gente. Una vez más, Hollywood ha sabido recuperar aquellos vagones que se habían desgajado de la locomotora para coger una vía muerta…

Dentro de este esquema se inserta también Jardines de piedra (1987) de Francis Ford Coppola. En Arlington, el III Regimiento tiene la desagradable tarea de enterrar a los muertos de Vietnam y dos de sus suboficiales (James Caan y James Earl Jones) le cogen cariño a un joven y entusiasta recluta al que, después de partir para la guerra, volverán a ver, esta vez en la tumba. Es ésta una película elegante, pausada y con cierta capacidad para analizar el sentido que nuestra sociedad atribuye a la muerte. Pero difícilmente reconoceríamos en esta obra al director de la épica Apocalypse Now: las wagnerianas cabalgatas de los helicópteros han dejado paso al melancólico sonido de los cementerios y el rock y la música sicodélica a las elegíacas melodías de los trompetas de la Guardia de Honor. Jardines de piedra es un filme de veteranos sui generis, puesto que el único "veterano de guerra" de este largometraje es el propio Coppola, quien -después de los fiascos de Corazonada (1980) y Cotton Club (1984)- declaró perdida su personalísima guerra con los grandes estudios para implantar en Estados Unidos un cine original, experimental e imbuido de aquella contracultura que brotó precisamente de las protestas de quince años antes. Porque, paralelamente a los soldados que volvían del frente, había otros "combatientes" que estaban de vuelta: se trata de la pléyade de directores de los años setenta que no supieron resistir al cambio de década y que, tras haberse movido bajo la insignia de la heterodoxia, "regresaron a filas" para reconciliarse con los productores californianos. Caso parecido al de Coppola es el de Sindney J. Furie, quien después de su incómoda y tajante Los chicos de la compañía C (1978), vuelve otra vez sobre Vietnam en su reciente Vuelta al infierno (2003), en la que se narra la historia de un grupo de veteranos que regresa a la tierra de Charlie treinta años después para encararse -y apaciguarse- con el recuerdo de los crímenes que allí cometieron.


Notas

(1) Jonathan Neale, la otra historia de Vietnam, El Viejo Topo, Barcelona, 2005, pp. 237-238.
(2) Ideológicamente cercano a la izquierda hasta la década de los cuarenta, Kazan prestó después su "colaboración" en la célebre caza de brujas anticomunista organizada por el senador republicano McCarthy, proporcionándole los nombres de los presuntos rojos de Hollywood. Sin embargo, ya a partir de finales de los cincuenta, Kazan volvió a retratar a Estados Unidos desde esa óptica crítica con la que se dio a conocer en sus inicios cinematográficos en películas como Un rostro en la multitud (1957), América, América (1963) o El último magnate (1976).
(3) Sobre el uso "político" de la heroína por parte de la CIA, véase el muy documentado libro de Alfred McCoy, The Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade, New York, 1991.
(4) Sobre la figura del veterano "loco", véase el libro de Jerry Lembcke, The Spitting Image: Myth, Memory and the Legacy of Vietnam, New York, 1968.
(5) Allan Young, The Harmony of Ilusions: Inventing Post-Traumatic Stress Disorder, New Jersey, 1995.


(*) Publicado originalmente en el nº 101 de Mientras Tanto. España, julio del 2006.



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