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La insignia
2 de julio del 2007


Descartes contra los perros de Frisia


Thomas de Quincey
De El asesinato considerado como una de las Bellas Artes.

Transcripción para La Insignia: J.G.


En estos asesinatos de príncipes y estadistas no hay nada que excite nuestro asombro. De sus muertes dependen, a menudo, cambios importantes, y desde la eminencia en que se hallan, están particularmente expuestos a ser el objetivo de todo artista dominado por el amor al efecto escénico.

Pero hay otra clase de asesinatos, que ha predominado desde los primeros tiempos del siglo XVII, que realmente me sorprende: me refiero al asesinato de filósofos. Pues, señores, es un hecho que todo filósofo eminente de los dos últimos siglos ha sido asesinado o, por lo menos, ha estado muy cerca de serlo; hasta el punto de que si un hombre se llama a sí mismo filósofo y nunca han atentado contra su vida, puede tener la seguridad de que no hay nada en él de tal cosa; y contra la filosofía de Locke en particular, creo que es una objeción irrebatible (si necesitáramos alguna) el que, aunque paseó su cuello consigo en este mundo durante setenta y dos años, nadie condescendió a cortárselo (...).

El primer gran filósofo del siglo XVII (si exceptuamos a Bacon y a Galileo) fue Descartes; y si alguna vez ha podido decirse de un hombre que fue casi asesinado -a una pulgada de serlo- es de él. El caso es el siguiente, según lo describe Baillet en su Vie de M. Descartes, tomo I, págs. 102-103. En el año 1621, cuando Descartes podía tener unos veintiséis años, estaba viajando como de costumbre (pues era tan inquieto como una hiena), y al llegar al Elba, en Gluckstadt o en Hamburgo, se embarcó para la Frisia oriental. Nadie sabe qué motivo podía llevarlo a ese sitio, y quizá él mismo pensó en ello, pues, al llegar a Emden, resolvió de pronto dirigirse a la Frisia occidental, y muy impaciente de la demora, alquiló una barca con unos cuantos marineros para que la condujeran.

Apenas salió al mar hijo un grato descubrimiento, a saber: que se había metido en una guarida de asesinos. Vio enseguida -dice M. Baillet- que los tripulantes eran des scélérats; no aficionados, señores, como nosotros, sino profesionales, cuya máxima ambición en aquel momento era cortarle su individual cuello. Pero la historia es demasiado divertida para abreviarla; la daré, por tanto, traducida exactamente del francés, de su biógrafo:

«M. Descartes no tenía más compañía que la de su criado, con el que iba hablando en francés. Los marineros, que lo habían tomado por un comerciante extranjero más que por un caballero, sacaron la conclusión de que debía de llevar dinero encima. En vista de ello, llegaron a una decisión nada conveniente para su bolsa. Entre los ladrones del mar y los de los bosques hay, no obstante, la diferencia de que estos últimos pueden, sin riesgo, respetar la vida de sus víctimas, mientras que los otros no pueden poner a un pasajero en tierra en un caso así sin correr el riesgo de ser aprehendidos. La tripulación de M. Descartes tomó sus medidas con el fin de esquivar cualquier riesgo de esa clase. Se dieron cuenta de que era un extranjero de sitio distante, que no conocía a nadie en el país, y de que nadie se tomaría la molestia de hacer indagaciones respecto a él, en caso de que faltara (quand il viendroit à manquer).» Imagínense, señores, a esos perros de Frisia disputando sobre un filósofo como si se tratara de una barrica de ron consignada a un armador.

«Su carácter -observaron- era suave y paciente, y a juzgar por la distinción de su porte y por la cortesía con que los trataba, no podía ser más que un joven sin experiencia, sin posición ni arraigo en el mundo, por lo que sacaron la conclusión de que no sería tarea muy difícil quitarle la vida. No tuvieron ningún escrúpulo en tratar toda la cuestión en su presencia, pues no suponían que conociera más idioma que aquél en que conversaba con su criado; el resumen de sus deliberaciones fue: matarlo, arrojarlo luego al mar y repartirse sus despojos.»

Perdónenme que me ría, señores; mas el hecho es que siempre que pienso en el caso me tengo que reír. Hay dos cosas que me parecen divertidas: una es el terrible pánico o funk (como dicen los de Eton) que debió de sentir Descartes al oír bosquejar ese fúnebre plan respecto a su persona, con la muerte, el funeral, la sucesión y la administración de sus efectos. Pero otra cosa que me parece todavía más divertida es que si esos sabuesos de Frisia hubieran tenido olfato, no tendríamos ahora filosofía cartesiana; y dejo para cualquier respetable fabricante de cofres el trabajo de declarar de qué forma habríamos podido pasarnos sin ella, teniendo en cuenta la cantidad de libros que ha producido.

No obstante, prosigamos. A pesar de su enorme pánico, Descartes se mostró intrépido y amedrentó de esta forma a esos bribones anticartesianos:

«Viendo -dice M. Baillet- que el asunto no era broma, M. Descartes se puso de pie en un santiamén, adoptó un fiero continente que estos truhanes no habían visto nunca y, dirigiéndose a ellos en su propio idioma, los amenazó con dejarlos en el sitio si se atrevían a hacerle el menor insulto.» Ciertamente, señores, este habría sido un honor que sobrepasaba los méritos de tan viles bribones: ser ensartados como bichos por una espada cartesiana; por ello me complace que M. Descartes no quitara trabajo al patíbulo, ejecutando su amenaza, sobre todo porque es posible que no hubiera podido llevar su nave a puerto después de haber matado a sus tripulantes; con lo cual se habría visto obligado a continuar cruzando eternamente el Zuider Zee y, probablemente, habría sido confundido por los marinos con el Holandés errante de regreso a su patria.

«El valor que manifestó M. Descartes -dice su biógrafo- tuvo un efecto mágico sobre aquellos miserables. Su instantánea consternación sumió a sus mentes en tal confusión que los cegó para las posibilidades que tenían a su favor, y le condujeron a su destino tan apaciblemente como deseaba.»

Posiblemente, señores, pensaréis que, conforme al modelo del discurso de César a su pobre barquero -Caeseram vehis et fortunas eius-, Descartes no habría necesitado más que decir: «Miserables, no podéis cortarme el cuello, pues conducís a Descartes y a su filosofía», y pudo haberlos retado a que hicieran tal fechoría. Un emperador alemán tuvo la misma idea cuando, advertido de que evitara pasar por un sitio batido por los cañones, replicó: «¡Vamos! ¿Habéis oído alguna vez que una bala de cañón haya matado a un emperador?» (*). No sé lo que le habría pasado a un emperador, pero una cosa más pequeña habría bastado para aplastar a un filósofo, y el siguiente gran filósofo de Europa fue indudablemente asesinado. Se trata de Spinoza.


(Continuará).

(*) Ese mismo argumento ha sido empleado por lo menos otra vez. Hace siglos, un delfín de Francia, al ser advertido del peligro de la viruela, hizo la misma pregunta del emperador: «¿Ha oído algún caballero que un delfín haya muerto de viruela?». No, ningún caballero había oído semejante cosa. Sin embargo, aquel delfín murió de la viruela.



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