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La insignia
16 de enero del 2007


Reflexiones peruanas

Feliz en Lima


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, enero del 2007.


Desde niño me emocionaba que me llevaran a conocer balcones, plazuelas, huacas, parques o playas, pero mi entusiasmo por Lima se hizo mucho más grande después de mi permanencia en el extranjero y por eso decidí ayudar a otras personas a disfrutar de la ciudad.

A lo largo de los últimos nueve años, he llevado a centenares de peruanos y extranjeros a pasear por Lima. Algunas veces lo he hecho desde un ómnibus, con micrófono en la mano, en castellano o inglés, pero generalmente los recorridos con mis amigos o los amigos de mis amigos han sido a pie, aprovechando el privilegio de vivir en una ciudad plana, donde nunca llueve, nieva o truena y siempre se puede salir a dar una vuelta.

Una y otra vez he mostrado las fachadas de San Agustín y La Merced, los balcones del Jirón Huancavelica, la casa Courret inspirada en Gaudí o el Palais Concert donde se lucía Valdelomar. Cuando cae la tarde al visitar el centro, me gusta hacer una pausa y sentarme en las gradas de la catedral. Varias veces, mientras terminaba una hamburguesa del Bembos ("peruana" o "a lo pobre", claro) y veía a los niños jugar en la plaza y los coches a caballo pasar lentamente, me he preguntado si ésa era la ciudad denostada como caótica u hostil.

Una y otra vez he bajado con mis acompañantes las escalinatas hacia el Puente de los Suspiros y luego, por la Bajada de los Baños hemos admirado las casonas barranquinas, para terminar comiendo anticuchos y picarones en Totos, Javier o El Delfín o subiendo al Festival del Sabor, al lado de la Plaza Municipal.

Contemplar el mar desde los parques de Miraflores es una experiencia que pocos visitantes esperaban, siendo especialmente atrayente el Parque del Amor. Después de las obligadas sesiones fotográficas, solemos pasar al Laritza de Larcomar para un café o un helado, mientras el sol se pone en el horizonte, salvo que se atraviese un avezado parapentista. Les gusta mucho ver bailar a las parejas en el anfiteatro del parque Kennedy, así como el champús o las butifarras que allí se venden.

Para los paseos nocturnos suelo reservar el Olivar de San Isidro, con su atmósfera mágica, incrementada los fines de semana por decenas de novias que se toman fotos con los olivos. En realidad, lo más agradable para mí, sea en el Olivar, el Parque de Lima, el Parque de la Amistad, Pueblo Libre o Jesús María, es ver a tantas personas disfrutar de los espacios públicos pese a las advertencias sobre la inseguridad limeña. Vivir en una ciudad implica disfrutar esos espacios, aprendiendo a alternar con los demás habitantes, sin replegarse detrás de muros, guardianes y cercos eléctricos.

A un amante de Lima como yo, causa pena, eso sí, el deterioro de algunas zonas en los últimos años, generalmente por obra de algunos alcaldes, como la instalación de un grotesco monumento en el innecesario Paseo de las Naciones. Ya no hay espectáculos de danzas peruanas en la alameda Chabuca Granda, que luce intencionalmente descuidada, al parecer para que no queden buenos recuerdos del alcalde Andrade. El ingreso a Barranco ha perdido también su encanto: fue demolido el centro Manuel Beltroy, con su molino y su laguna y ahora queda un lote baldío.

Sin embargo, también surgen nuevas atracciones, como el sorprendente Parque de la Muralla, que inclusive viene siendo siendo ampliado. Algunos lugares tradicionales resurgen, como la plazuela San Agustín, la calle Contumazá, con su elegante arquitectura (a la espalda del cine Metro) y la calle Palacio, que une Palacio de Gobierno y San Francisco. En las avenidas Tacna, Abancay y Colmena han crecido numerosos árboles, enfrentando la contaminación. En el parque Isaac Rabín de Miraflores se ha instalado un barco y un tobogán en forma de serpiente. Desde allí y desde el parque María Reiche se puede ahora bajar a la playa por nuevos puentes peatonales.

Me entusiasma vivir en una ciudad donde la lista de huariques excelentes para comer es inagotable, donde los parques no cierran al atardecer, donde existe una intensa vida cultural, muchas veces gratuita, y donde a cualquier hora será fácil encontrar un taxi y un conductor cordial (ser considerado en la tarifa ayuda bastante).

¿No me molestan el racismo, la pobreza, el tráfico y la contaminación? Por supuesto que sí, y por eso me gusta pasear por lugares apacibles a los que todos pueden acceder, pero al mismo tiempo el reto de vivir en Lima es luchar contra los males mencionados promoviendo una mejor calidad de vida para todos.

Este 18 de enero, quienes habitamos en Lima hagamos algo distinto: felicitémonos por el aniversario de nuestra ciudad. Y, quienes hace tiempo no lo hacen, sería bueno que se propusieran disfrutarla.



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