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La insignia
21 de abril del 2007


Oveja negra


Clara López Obregón
La Insignia. Colombia, abril del 2007.


El documento que se presenta es un testimonio de la militancia política de izquierda de Clara López Obregón desde sus años universitarios en los Estados Unidos a finales de los años sesenta. Se trata de una carta escrita a su primo Juan Manuel López Caballero (1), hijo del ex presidente Alfonso López Michelsen, reconocido intelectual independiente, polémico e irreverente. La carta fue escrita en el año 2002 desde Caracas, donde Clara López y su marido Carlos Romero se radicaron al tener que salir de Colombia por graves amenazas contra sus vidas ante la negativa del gobierno para brindarles las medidas de seguridad ordenadas por la OEA. Este texto forma parte del libro "Palabras guardadas, 35 Mujeres frente a si mismas", editado por Maria Elvira Bonilla Otoya, de Editorial Norma, de próxima publicación.


Caracas, 16 de julio de 2002

Querido Juan Manuel:

Hace unas semanas, cuando me encontraba en Bogotá de visita, conversando de oveja negra a oveja negra de la familia, me preguntaste si yo era comunista. Te contesté llanamente, sin prevención alguna, que nunca había militado en "el Partido", ni había hecho míos sus postulados de manera independiente. No pensé más en el asunto, aun cuando no era la primera vez que me lo preguntabas. De regreso a Venezuela, un compañero de oficina me comentó que había conocido a unos compatriotas míos, el presidente de la Bolsa Agropecuaria, creo, y otros, a quienes les dijo que trabajaba con una colombiana. ¿Será la misma Clara López de tan distinguida familia, educada en Harvard, profesora de su hijo en Los Andes, buena reputación académica y demás? Pero, y a eso viene la referencia, casada con Carlos Romero, ex presidente de la Unión Patriótica y ¡quién iba a pensarlo, comunista! Algo igual o parecido, con el aditamento de que se trataba de algo clandestino, fue el contenido de una conversación que mi hermano Mauricio le escuchó una vez a Luis Carlos Galán en una reunión social en la embajada de los Estados Unidos. También aparece el apelativo en todas las amenazas que he recibido desde aquella primera lista de condenados a muerte, que circuló en la nueva fase de violencia política que se desató en Colombia con motivo de los diálogos de paz de Belisario Betancur y que judicializó el procurador Carlos Mauro Hoyos en 1987, sin que jamás se llegara a saber nada más de ello, excepto que la gran mayoría fuimos víctimas de atentados y los más, asesinados.

Como ves, es una pregunta, o más bien, una imputación a manera de auto cabeza de proceso político-"penal", que me han hecho muchas veces, y aunque nunca ha dejado de sorprenderme, la verdad, es que tampoco, hasta ahora, me había tomado el trabajo de contestarla adecuadamente, ni a mis interlocutores ni a mí misma. No porque no sea una pregunta importante. Cómo no va a serlo, si ha signado toda mi vida adulta. Todo -o casi todo- lo que he hecho y también lo que no he podido hacer, tiene su origen directo o indirecto en el fondo de ese interrogante-imputación. Hasta mi condición actual de destierro y residencia involuntaria en el extranjero. Se trata de una pregunta aparentemente sencilla y de fácil respuesta, si no llevara consigo esa profunda carga de descalificación y recelo, aunque también, por qué no decirlo, de respeto, fascinación y algo de admiración, que se asocia, aún hoy después de la caída del Muro de Berlín, con todo lo que huela a comunismo. Por ello, mi simple negación, en cada oportunidad, no ha sido respuesta suficiente. Por no haber tomado en serio tu pregunta me disculpo. Me corresponde entonces, Juan Manuel, intentar dar una respuesta exhaustiva al interrogante completo.

¿Qué significa ser comunista en nuestro medio? Por nuestro medio, me refiero al sector social en que nacimos y crecimos. La Cabrera real y la fabulada de "Los Elegidos" (2) de entonces y de ahora. Ese mundo feliz de casas grandes, cabalgatas en las haciendas, buenos modales, conversación estimulante y fachas elegantes. Ese ambiente intelectual de educación esmerada, en lo posible en el exterior, preferiblemente en los Estados Unidos y definitivamente en inglés. Esa consciente esfera de poder económico y político predestinada a gobernar "una nación - al decir de Bushnell- a pesar de sí misma".

En este, nuestro medio, ser comunista debe abarcar un espacio mucho más amplio y definitivamente distinto al de llevar un carné de la JUCO o del PC, como el que han portado Carlos Lemos Simmonds o Gustavo Vasco, a quienes, por cierto, nadie osaría endilgarles la pregunta-imputación. En razón de esta paradoja, he llegado a la conclusión de que debo editar un tanto el interrogante. Ya no contestaré si soy o no comunista. Ese no es el problema, pues claramente no lo soy ni lo he sido. Me preguntaré, en vez: ¿por qué me consideran comunista? Para comprender qué entienden mis congéneres por comunista, tengo que realizar un viaje hacia el interior de mí misma y medir mis convicciones, mi accionar y mis ilusiones, contra los principios y valores que nos fueron inculcados desde nuestra cuna común. No hay más confesión que la propia conducta.

Sin falsa modestia, creo que he recibido la mejor educación posible. En casa aprendí desde siempre a tomar mis propias decisiones y a vivir y responder por ellas. Allí no se usaban las prohibiciones sino las discusiones. Papá enseñaba valores con el ejemplo, ilustraba con historias - y con la Historia - y nos dedicaba mucho, pero mucho tiempo, con paciencia y ternura. Mamá era toda templanza, libertad, temeridad y compromiso, silenciosamente atenta a las necesidades y querencias de los demás. De ellos no aprendí a obedecer sino a cuestionar, a pedir sino a entregar, a aceptar sino a soñar.

Mi educación anglosajona, primero en Bogotá y después en los Estados Unidos, me imprimió una sana dosis de igualitarismo, ausente de mi formación temprana. Ese respeto de los norteamericanos por el propio esfuerzo y por la cooperación con los demás, que tanto cautivó a de Tocqueville, y en el cual se finca la idea democrática. Los internados, aún los más benévolos, como el que me correspondió, también enseñan disciplina y capacidad para aguantar la soledad, con buena cara.

Viví a fondo la rebelión juvenil de los sesenta en su vertiente política. Participé activamente en el movimiento contra la guerra de Vietnam. Pertenecí a la organización de la huelga que cerró a Harvard, durante la primavera de 1969. En nuestro pliego figuraba, al lado de la expulsión del programa de entrenamiento militar de la Universidad (3), la desinversión del inmenso patrimonio universitario en empresas del régimen del apartheid en Sudáfrica, la libertad de Nelson Mandela y la igualdad de salarios entre mujeres y hombres, blancos y negros, en las cocinas y comedores estudiantiles. Ganamos los primeros dos, el tercero finalmente llegó, y el cuarto, esa utopía de acceso a igual libertad y dignidad, todavía espera, no en las cocinas de Harvard, sino en las nuestras, en nuestra Colombia, en nuestra patria grande americana.

En esos años me marcó con singular fuerza un viaje de reconocimiento político que realicé con mi hermano Eduardo y dos queridos amigos salvadoreños, por la mayor parte de América Latina. Pendent le déluge (4) apodó Francisco de Sola lo que parecía ser el inicio de una oleada de cambio de las estructuras de poder en nuestro continente, con Salvador Allende en Chile, Velasco Alvarado en Perú y la calma chicha que vivía Argentina bajo el carrusel de generales, los Montoneros y el espectro del cuerpo de Evita Perón. Nos entrevistamos con los presidentes, los directores de los diarios influyentes, los empresarios e incluso el coronel encargado de transformar en cooperativa el complejo azucarero de la Grace en Trujillo, dentro de la fugaz reforma agraria peruana. A lo largo del viaje me fui sumiendo en un estado de incomodidad que nunca me ha abandonado del todo. Lo que le causaba escozor a mis compañeros de viaje me llenaba de esperanza y entendí que se abría una grieta entre mis afectos y mi conciencia. Yo percibía en el diluvio la resurrección y los míos, la catástrofe.

Regresé a culminar mis estudios de Economía con una tesis de grado laureada sobre cómo hacer una verdadera reforma agraria en Colombia. Ello era posible con los artículos de concentración parcelaria de la Ley 135 de 1961, que sobrevivieron milagrosamente al Acuerdo de Chicoral, ya que contemplaban la expropiación de tierras adecuadamente explotadas para ensanchar las áreas de minifundio que bordean, todavía hoy, toda la tierra verdaderamente cultivable del país. Estudié a fondo el único caso de su aplicación en la Hacienda La Berta (Jamundí, Valle) y constaté, de primera mano, la precariedad de la ley para los desvalidos cuando no se acompaña de la voluntad política de los poderosos en su aplicación (5).

Con el día de mi graduación llegó el momento, que había anunciado en mi solicitud de admisión a la Universidad, de ponerme al servicio del cambio en mi país, para devolverle en trabajo y consagración los privilegios con que me había premiado la fortuna. Y también el del regreso a casa, a sanar ese vacío tremendo que nunca confesé a mi padre cuando, por insistencia mía, me había marchado a estudiar ocho años antes. Compartíamos una especial complicidad desde siempre. Cuando yo no iba al colegio, él no iba a la oficina y viceversa. Durante esos dos meses volvimos a las viejas rutinas. Jugábamos ajedrez, paseábamos a Caupolicán -el hijo del perro gran pirineo, que me había regalado Chepe Valenzuela de niña- y conversábamos de la Revolución en Marcha, de la Violencia, del Frente Nacional, del MRL, de las sociedades democráticas, de las guerrillas del Llano, de la responsabilidad de la estirpe..... Hasta diseñamos el escudo de armas de don Ambrosio López compuesto de una pala, un barredero, unas tijeras y una múcura de chicha, con la intención de hacer un anillo de familia que compartiera la burla del tatarabuelo, en su "Historia de un desengaño" (6) , por quienes se resienten de sus orígenes humildes y se desquitan, con maledicencias, de aquellos que cuestionan sus privilegios.

Ya entonces él me protegía del anticomunismo sin hacerme siquiera un asomo de reclamo, como no lo hizo cuando tu padre tuvo que intervenir para que no me retiraran la visa por mi militancia estudiantil. A papá le habían ido con el cuento de que yo era comunista y me cuentan que contestó: "No. Ella no es comunista. Está comunista". El inquisidor pudo pensar que se refería al cuento simplón según el cual quien no es comunista a los veinte años, no tiene corazón y quien continúa siéndolo después de los treinta, no tiene cabeza. No sé por qué el deseo de cambio tiene que tratarse como una enfermedad pasajera. Papá no pensaba así. Su discurso como "gran maestro" en la Gran Logia de Colombia cuando Allende visitó Colombia, ya siendo presidente, me inclina a pensar que buscaba protegerme y no que previera una previsible claudicación por parte mía. A mí siempre me transmitió la seguridad de que las cosas grandes se hacen con compromisos grandes, persistentemente renovados, y la creencia de que si bien el camino estaría marcado por censuras y profundos sinsabores, el cambio es posible y necesario. Esa convicción era y es parte de ser señalado como comunista en nuestro medio y viene acompañada de tener que ver ensancharse cada vez más la grieta ya abierta entre los afectos y las convicciones, no por los dictados de la conciencia, sino por el retiro de los afectos.

No tienes que ir demasiado lejos para constatarlo. El fantasma del anticomunismo es consustancial a nuestras vivencias personales y a nuestra historia. Reemplazó con creces al fantasma de la masonería con que se combatió el ideario humanista de la Revolución Francesa y hace uso del mismo imaginario religioso que trastocaba la lucha por derrotar los privilegios - de nacimiento y de propiedad - en acción impía y pecaminosa. ¿A quién, de nuestra generación, no le infundieron de pequeño, el horror que se afirmaba como verdad incontrastable, que cometían los soviéticos al separar de sus padres a los niños para indoctrinarlos en la ideología atea del socialismo? De chiquita sufrí mucho por esos niños y temía la llegada del comunismo porque a mí me pudiera pasar semejante desafuero. Y resultó que donde sí se practicaba ese salvaje adoctrinamiento, era bajo nuestras propias narices, en Colombia, en los territorios de misiones, donde en lejanos internados se educaba cristianamente a los hijos de los pueblos indígenas.

Eran los años cincuenta, en el apogeo del macartismo, pero ya se había combatido a López Pumarejo con el epíteto de comunista y de ateo (como después a Alfonso López Michelsen, en el MRL) por separar la Iglesia del Estado y promover, al lado de la función social de la propiedad y la ley de tierras que pretendía llevarla a la práctica, una educación no confesional en la reforma constitucional de 1936. En su Informe al Congreso de ese mismo año, se había atrevido a afirmar que incluso el partido comunista o el socialista podían acceder al poder, si ganaban el favor del pueblo en las elecciones. Sólo se refería a las consecuencias lógicas de la democracia que no quieren asumir quienes en ella se arropan para frenar el cambio. En su último discurso, pronunciado en la Universidad Nacional, que aparentemente escribió tu padre, solamente se arrepentía de una cosa: de haber dejado trunca la revolución en marcha.

Yo pertenezco a esa vertiente del pensamiento liberal. Pensamiento - y actitud de vida- libertario, tolerante y progresista, amigo de la discusión, pero consciente de las contradicciones que deben asumirse e intentar conciliarse mediante acuerdos en el campo de la democracia, pero sin pretender someter a todos, única y exclusivamente, a los intereses de la mayoría. Ese pensamiento abierto que se rebela contra la disciplina de perros de una autoridad impuesta en vez de ganada en el campo de la controversia, y legitimada por la bondad de sus resultados. Esa postura pragmática que busca adaptar las teorías políticas y económicas a las condiciones concretas y propias, para infundirles la capacidad de interpretar y cambiar la realidad y no la que se pone tapaojos para poder adoptarlas sumisamente, sin beneficio de inventario, por su potencial de perpetuación de los privilegios. Esa actitud partidaria de la experimentación basada en el conocimiento de lo nuestro y no apegada a abstractos dogmas doctrinarios importados. Como López Pumarejo, nunca he reconocido enemigos a la izquierda. Como mi padre, lamentablemente sin su éxito, he pretendido hacer de la tolerancia un modo de vida. En resumen, no he sido, no soy, ni seré anticomunista y eso en el lenguaje de los sectores recalcitrantes de una clase gobernante, más no dirigente, incapaz de redimir a su pueblo, me coloca en la otra orilla, víctima del anticomunismo. Para unos, Juan sin Tierra, como me apodó, a mucho honor, un editorial de El Tiempo; burguesa, oligarca para los otros. No de fiar, para muchos de parte y parte, pues mi lealtad es con estas profundas convicciones, no con las artificiales reparticiones partidistas.

El anillo nunca se hizo. Papá murió intempestivamente y el tuyo se hizo cargo de completar mi formación. "Mi mejor amigo - le escuché contestarle a un niño gorilita, aprendiz de periodista en un programa de televisión - era un muchacho mono, ojiazul, como tú". Todavía conservo la foto de esa declaración de afecto de tío Alfonso por papá. Y así heredé, sin mérito propio alguno, al mejor tutor posible para conocer a fondo mi país desde las exigencias del trabajo práctico, tan distante pero tan complementario, de las teorías de las aulas y de los libros.

A su lado, primero en la campaña y después en la Presidencia de la República, hice mi doctorado en Colombia y en el delicado arte de tomar decisiones y asumir responsabilidades, ya no sobre la propia esfera sino sobre la de los demás. En la campaña estudié, recorrí, conocí todo el territorio nacional, la abundancia y belleza de nuestro suelo y la diversidad de gentes y de costumbres, pero también profundicé en la investigación con que alimentaba los memorandos que preparaba con esmero para cada gira regional. En el bus que nos transportaba y en las tertulias improvisadas por entusiastas dirigentes locales, desde Chaparral hasta Tame y de Silvia en el Cauca a Nazareth en la Sierra Nevada, escuché las historias, las angustias, los sueños y las canciones de las gentes y regiones más disímiles, que componen nuestra geografía y cultura nacional. En las plazas me sentí abrumada por la esperanza de la gente humilde, transmutada en fe ciega por la capacidad de un hombre para completar la obra de su padre, la Revolución en Marcha inconclusa que seguía viva en el imaginario popular. Esa promesa renovada por el Movimiento Revolucionario Liberal, con su corajuda denuncia del continuismo de los privilegios encarnado en la connivencia del bipartidismo institucionalizado en el Frente Nacional y pregonada en su plataforma vibrante de SETT: Salud, Educación, Techo y Trabajo, que puso a sus militantes en la mira de la Mano Negra, antecesora política y armada de las AUC.

Nunca olvidaré los sentimientos cruzados que experimenté esa tarde de la entrada triunfal del Dr. López a Honda, cuna de los López Pumarejo, aclamado por una multitud de pañuelos blancos que reflejaban la luminosidad delirante del sol de ocaso. La emoción era contagiosa. Al tiempo que me brotaban lágrimas, me invadía un sentimiento de desazón frente a la irreflexión de la masa y el extremo candor con que asumíamos - los de la plaza y los de la tarima- el triunfo arrollador que se tenía a la mano. Intuía lo que después aprendí viendo el efecto del "sol a las espaldas" tanto en el gobernante como en los gobernados. El paro del 14 de septiembre de 1977 y la dramática presentación televisada del presidente, esa noche, en medio de un Consejo de Ministros signado por el desconcierto, al cual llegaban informaciones fragmentarias de un creciente número de muertos. Incrédulo e iracundo, sostenía en la mano los clavos de hierro forjado con puntas en todas direcciones -después supe, de voz de mi compañero de vida, Carlos Romero, que los apodaban miguelitos, por un villano de tira cómica de ese nombre que siempre se las arreglaba para caer parado-. Los huelguistas los habían, exitosamente, regado por toda la ciudad para impedir el paso del transporte público y la movilización de los trabajadores, como reemplazo de una influencia real sobre las masas, que generara un ausentismo laboral consciente. El paro fue cruento, la fuerza pública abrió fuego en varios puntos de la ciudad y algunos de los huelguistas también. De regreso esa madrugada, a casa, desde Palacio, varios fuimos objeto de disparos a la altura de la Javeriana. ¿Qué había trastornado la magia de aquélla tarde, optimista y alegre, de Honda?

Sin duda muchas causas, pero me atrevo a sugerir principalmente una que lentamente fue dando forma al desencanto generalizado. A medida que el Gobierno avanzaba en la concreción de las reformas, ante la disyuntiva de avanzar o aligerar el ritmo de la marcha, por una razón u otra, se optaba por lo segundo. En el tren de la victoria se acomodaron, en los asientos de primera, quienes tenían más que perder y al Gobierno llegaron pocos de los vagones de atrás. Cuando los decretos de la Emergencia Económica realizaron una reforma del impuesto sobre la renta que lo hacía más progresivo, la oposición económica se abalanzó, lanza en ristre, contra la familia del Presidente siguiendo la manida, pero exitosa, fórmula de combatir los cambios con el grito de la corrupción. En respuesta, del lado del Gobierno, lo formal empezó a reemplazar casi inconscientemente la acción consecuente, a tal punto que el Presidente, por ejemplo, nunca entendió por qué la confederación obrera comunista, la CSTC, en vez de agradecerle la personería jurídica que le otorgara su Gobierno ante la mirada furibunda de la patronal, se convirtiera rápidamente en su más sistemático contradictor, coreando, desde luego, los infundios de su contraparte histórica, fortaleciendo con ello la oposición al cambio y debilitando la capacidad de maniobra del Gobierno.

Y así, el afán de reforma zozobraba en medio del escándalo y de la vacilación tornada en parálisis, y hasta en retroceso conceptual. En vez de reforma agraria -una "t" de tierra que se sobreentendía en SETT- se pasó a la titulación de baldíos y al Desarrollo Rural Integrado, ofrecido como sustituto por el Banco Mundial, con la opinable tesis de que siendo la tierra lo que menos cuesta en la producción agrícola, lo que corresponde es convertir a los campesinos en proletarios en vez de propietarios. De la política de ingresos y salarios y de la concertación tripartita entre Gobierno, Trabajo y Capital con que se inició el Gobierno, se pasó lenta e imperceptiblemente hacia un ejercicio cada vez más ortodoxo del poder. En la huelga de los cementeros se echó mano de un decreto de Carlos Lleras y se eximió al gremio de una negociación colectiva con la convocatoria de un tribunal de arbitramento obligatorio. El Estado de Sitio, que fuera levantado como símbolo de una nueva forma de gobernar, fue pronto reinstalado, primero, en unos departamentos aduciendo el paro de los médicos de los Seguros Sociales y después, en todo el país, para instalarse definitivamente, como fuera la práctica consuetudinaria entre nosotros. El Consejo de Ministros llegó incluso a utilizar el nefando artículo 28 de la Constitución de 1886, que permitía la retención preventiva de la dirigencia sindical y contestataria bajo sospecha de tener intenciones de atentar contra el orden público, con lo que privaban -como lo vine a saber después- a las movilizaciones populares, toreadas por el desafuero policial, de sus jefes naturales, quienes eran los únicos capaces de mantener alguna semblanza de disciplina y orden frente a la acción de extremistas y provocadores dentro de sus filas.

Al terminar el Gobierno me invitó Juan Fernández Gómez a hacer uno de esos consabidos balances de los cuatro años en un minuto de televisión, literalmente, mientras corría el puntero. Todavía recuerdo el genérico de lo que dije, pero más claramente, la sensación de frustración que me corroía interiormente: 1) En lo internacional: duplicación de las fronteras nacionales por la delimitación de las áreas marinas y submarinas con nuestros vecinos; 2) en lo económico: aumento del crecimiento económico al 5% anual, reducción de la inflación y del desempleo a un dígito; 3) en lo fiscal, transformación del déficit del 4% o 5% en superávit y reducción de la deuda pública externa; 4) en lo social: duplicación de los cupos de educación secundaria, titulación de miles de hectáreas de baldíos, avances cuantificables en la salud, la nutrición, el agua potable y más. Era un buen balance para cuatro años de Gobierno, especialmente por la delicada coyuntura económica internacional, con sus choques de inflación importada, importación de petróleo a los precios inconcebibles de las primeras de cambio de la OPEP, por los eurodólares al acecho de países dispuestos a endeudarse irresponsablemente como lo hicieron nuestros vecinos, por el difícil manejo de una bonanza cafetera que todos creían propia pero que pertenecía en mayor medida a los propietarios del café exportable y, en fin, por la generosa cuota de imponderables y retos que le corresponde sortear a todo gobernante en el corto tiempo destinado a dejar una huella del cambio siempre prometido.

Pero en mi interior sentía una profunda desilusión. La Administración de López Michelsen introdujo, sí, innovaciones, tal vez no percibidas desde afuera, y lastimosamente no continuadas en materia de modelo económico. Cuando Virgilio Barco, a la sazón, gobernador del Banco Mundial, quiso poner al servicio del equipo económico los asesores y formulaciones diseñadas por ese organismo multilateral, fue discretamente rechazado, bueno, por así decirlo, pues la diplomacia no era uno de los fuertes de Rodrigo Botero (7) . Conformó un equipo joven en años, pero veterano en experiencia, como le gustaba decir cuando llegaba a presentar los proyectos tributarios en Consejo de Ministros con unos muchachos mechudos provenientes del MOIR, Guillermo Perry*8 , entre ellos. Todos trabajábamos arduamente en plasmar una visión de desarrollo autónomo. Fue entonces cuando Colombia prescindió de la ayuda de la AID (Agencia para el Desarrollo Internacional de los Estados Unidos), cambió el contrato de concesión por el de asociación en materia de hidrocarburos y restableció relaciones con la Cuba de Fidel. Ahora que nos hemos acostumbrado a Ministros de Defensa civiles y a alguna medida de participación pluralista en la vida política, tal vez no se aprecie lo atrevido que se consideraba, en ese entonces, el nombramiento de Guillermo León Linares, ex militante de ya sabes qué, como Jefe del DAS; de la combativa Maria Elena de Crovo, defensora de los trabajadores, para presidir el Ministerio del Trabajo o de Luis Carlos Pérez, eminente penalista, quien había teorizado sobre la rebelión como delito político, rector de la Universidad Nacional. Incluso a Alvaro Escallón Villa se le encomendó la tarea de contactar a los alzados en armas con la perspectiva de un posible armisticio negociado.

Todo parecía dispuesto o casi todo. Pero para cambiar el país de la mano de la democracia hay que meterse con los privilegios y sostenerse en el poder. Y la respuesta fue unívoca y coordinada. Mientras desde los periódicos se adelantaba una campaña furibunda en contra del Gobierno, en Medellín los industriales afirmaban que la inseguridad, fruto de las políticas gubernamentales, no les permitía siquiera caminar por la calle*9. Los mandos militares reunieron al alto Gobierno en el Ministerio de Defensa para mostrarnos un mapa plagado de focos guerrilleros y al Consejo de Ministros llegaban muestras de cartillas subversivas con las que monjas y maestros oficiales supuestamente envenenaban a la generación incipiente. La única "votación", así entre comillas, que recuerdo, fue en una sesión en que el Ministro de Defensa solicitó que se prohibiera la emisión por televisión de "La Mala Hora" (10), por la ofensa que la historia significaba para el Ejercito, el cual, encima de todo, había colaborado eficazmente en su filmación. Entre chiste y chanza votamos hasta los secretarios, para asegurar una mayoría digna, pues atando cabos se pudo determinar que Indalecio Lievano habría inclinado la balanza en favor de la censura que el Presidente no estaba dispuesto a permitir. Era el Gobierno puente, el último del Frente Nacional, y el gabinete por Constitución permanecía estrictamente bipartidista: mitad liberal, mitad conservador y un general.

Pero también recuerdo vivamente cuando el M19 secuestró a José Raquel Mercado. No creo que nada ni nadie haya afectado tanto y tan hondamente al Presidente, quien asumió solo, después de oída la opinión de todos sus ministros, la responsabilidad de no negociar. Llegó la fecha fatídica sin que los organismos de seguridad hubiesen dado con el paradero del sindicalista quién apareció muerto, inaugurándose en el país una nueva manifestación de violencia política. Algo cambió con este suceso. Pronto salió del gobierno Maria Elena de Crovo y se vivió una calma pesada de esas que anteceden a las tormentas. Las huelgas se veían como subversión por otros medios. Tal vez se envalentonaron los militares con los aires dictatoriales que soplaban del Cono Sur. Tal vez la soledad del poder no le permitió al presidente buscar apoyo en otras fuerzas o éstas no estaban dispuestas a ofrecerlo, o pedirían lo que no se podía dar.

Ya en pleno desarrollo de la economía de mercado, cuando los poderosos grupos financieros se posicionaban para el manejo de la mayor parte de los resortes económicos, es evidente que las reivindicaciones del SETT no podían salir adelante sin reformas estructurales de fondo. El incrementalismo reformista, como concepción de desarrollo, que todos pregonábamos, se mostró impotente para dar el salto y por eso, a pesar de las ejecutorias, tal vez todavía no superadas por administración posterior alguna, no fuimos capaces de dejar un país distinto al que se encontró al comienzo del mandato. Ese fue el nudo gordiano que le impidió al Gobierno abrir un nuevo capitulo de la revolución en marcha. Lo que se requería y se requiere todavía hoy, es una cirugía de largo alcance, reformas estructurales que toquen de verdad el sistema de tenencia de la tierra y que permitan una política justa de ingresos, precios y salarios para modernizar, actualizar, desarrollar en el real sentido de la palabra, al país.

Esa apreciación, sin haberla conceptualizado plenamente en ese entonces, era la causa del sabor amargo que experimentaba mientras me esforzaba por mostrar los logros del Gobierno al que serví apasionadamente, con lo mejor de mis capacidades y esfuerzos.

Aún hoy, un cuarto de siglo después, sigo convencida de que esa revolución pendiente de redención de los pobres y de inclusión social, no solamente puede sino que debe hacerse - con la ley en la mano - desde el Gobierno. Es esa la razón de mi militancia política. Es tal vez sea, también, la razón por la que se me considera comunista. Como ves, no me hice de izquierda por mi unión con Carlos Romero. Simplemente reconocí en él los valores que siempre me han inspirado y por eso pude unir mi vida a la suya.

Te quiere y admira tu prima y amiga,
Clara Eugenia


Notas

(1) Esta carta es un compendio de dos misivas escritas en los últimos años: la primera, a Juan Manuel López Caballero desde Caracas en 2002 y la segunda, a Alfonso López Michelsen en 2004, con motivo de la celebración de los 30 años del Mandato Claro, como se conoció su periodo presidencial (1974-1978).
(2) Alfonso López Michelsen, Los Elegidos.
(3) ROTC, por su sigla en inglés, Programa de entrenamiento para oficiales de la reserva (Reserve Officers Training Program)
(4) "Durante el diluvio". La frase hace alusión a las palabras atribuidas a Luis XV en la antesala de la Revolución Francesa: Après moi, le déluge ("Después de mi, el diluvio").
(5) La tesis se titula: From Principle to Practice: A Case Study in Land Reform (Jamundí, Valle), "De la teoría a la práctica en la reforma agraria: El Caso de Jamundí, Valle (1972). Fue dirigida por el Profesor Albert O. Hirschman.
(6) López, Ambrosio: El Desengaño o Confidencias de Ambrosio López, primer director de la Sociedad de Artesanos de Bogotá, denominada hoy "Sociedad Democrática", Escrito para conocimiento de sus Consocios, Imprenta de Espinosa, Bogotá, 1851.
(7) Primer ministro de Hacienda de la Administración López Michelsen.
(8) Economista de MIT y Director de Impuestos Administración López Michelsen.
(9) Fue tal la bulla que el presidente, burlando a su casa militar, se montó, con Indalecio Lievano, en un avión como un ciudadano cualquiera para ir a pasearse por la capital antioqueña y desmentir a sus contradictores.
(10) Un dramatizado de una de las obras de Gabriel García Márquez que cautivó rápidamente a la audiencia.



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