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La insignia
20 de abril del 2007


De política, sí


Julio Verne
De El doctor Ox
Transcripción para La Insignia: C.B.


Donde el burgomaestre Van Tricasse y el concejal Niklausse
despachan sobre problemas de la ciudad.


-¿Usted cree? -preguntó el burgomaestre.

-Lo creo, en efecto -respondió el concejal después de algunos minutos de silencio.

-En ningún caso deberemos actuar a la ligera -continuó el burgomaestre.

-Hace diez años que hablamos de tan importante asunto -replicó el edil- y le confieso, querido Van Tricasse, que todavía no me atrevo a cargar con la responsabilidad de decidirme.

-Comprendo sus dudas -prosiguió el alcalde, quien no habló más que después de un cuarto de hora largo de reflexión-. Comprendo sus vacilaciones y las comparto. Creo que haremos muy bien no decidiendo nada antes de un examen más amplio de la cuestión.

-¡Cierto! -asintió Niklausse-. Pero también lo es que el cargo de comisario investigador resulta inútil en una ciudad tan apacible como Quiquendone.

-Nuestro predecesor -argumentó Van Tricasse con tono grave-, nuestro predecesor no decía nunca nada, nunca se habría atrevido a decir que una cosa era cierta. Toda afirmación tajante está sujeta a remordimientos desagradables.

El concejal meneó la cabeza en señal de asentimiento, y después permaneció silencioso durante media hora aproximadamente. Transcurrido este lapso, durante el cual ni el edil ni el burgomaestre movieron siquiera un dedo, Niklausse preguntó a Van Tricasse si su predecesor -desaparecido unos veinte años antes- no había tenido nunca el proyecto de suprimir el cargo de comisario investigador, cargo que cada año suponía para el presupuesto de la ciudad una carga de mil trescientos setenta y cinco francos y algunos céntimos.

-En efecto -respondió el burgomaestre mientras llevaba con majestuosa lentitud la mano a su despejada frente-. En efecto. Pero aquel digno caballero murió antes de haber osado tomar determinación alguna tanto a ese respecto como al de cualquier otro asunto administrativo. Se trataba de un sabio, como sabe. ¿Por qué no habría de comportarme yo como él?

El concejal Niklausse hubiera sido incapaz de imaginar ni siquiera un argumento que pudiese contradecir la opinión de su burgomaestre.

-El hombre que muere sin haber tomado jamás una decisión durante su vida -continuó gravemente este- es el que más se acerca a la perfección que resulta posible alcanzar en este mundo.

(...)

Cuando la interesante conversación que hemos reseñado unas líneas más arriba comenzó entre el concejal y el burgomaestre eran las tres menos cuarto de la tarde. A las tres y cuarenta y cinco, Van Tricasse encendió su inmensa pipa, que podía contener casi un cuartetón de picadura. Y fue a las cinco y treinta y cinco minutos cuando empezó a sentirse cansado de fumar.

Durante todo este último lapso de tiempo, los dos interlocutores no intercambiaron ni una sola palabra. Hacia las seis, el concejal, que procedía siempre por preterición o aposiópesis, continuó en los siguientes términos:

-Entonces, ¿decidimos...?

-No decidir nada -completó el burgomaestre.

-En definitiva, creo que tiene razón, mi buen Van Tricasse.

-También yo lo creo así, Niklausse. Tomaremos una determinación respecto del comisario investigador cuando estemos mejor informados... Más tarde... No nos agobia, en definitiva, el atosigante plazo de un mes.

-Ni siquiera de un año -concedió el edil mientras tiraba de su moquero, del que sabía servirse, por otra parte, con perfecta discreción.

Se estableció un nuevo silencio que duró algo así como una hora. Nada turbó este paréntesis de refresco en la conversación, ni siquiera la aparición del perro de la casa, el fiel «Lento», que, no menos flemático que su amo, vino a hacer una visita de cortesía a la habitación. ¡Benemérito can! Podía ser considerado como modelo por todos los de su especie. Aunque hubiera sido de cartón, con protectores de seda en las patas, no habría ocasionado menos ruido durante su besamanos.

Hacia las ocho, y después de que Lotché hubo traído la antigua lámpara de vidrio esmerilado, el burgomaestre dijo al concejal:

-¿Ningún otro asunto urgente que despachar, Niklausse?

-No, Van Tricasse. Ninguno que recuerde.

-¿No se me ha dicho, sin embargo -preguntó el alcalde-, que la torre de la puerta de Audenarde amenaza ruina?

-En efecto -respondió el edil-. Verdaderamente no me asombraría que un día u otro llegase a aplastar a algún viandante.

-¡Oh! -replicó el burgomaestre-. Antes de que semejante desgracia ocurra, espero que hayamos tomado alguna decisión sobre esa torre.

-También yo lo espero, Van Tricasse.

-Pero hay cuestiones más apremiantes que resolver...

-Desde luego -concedió el concejal-. El asunto de la lonja de pieles, por ejemplo.

-¿Todavía está ardiendo? -se interesó el alcalde.

-Todavía. Y empezó hace tres semanas.

-¿No habíamos decidido en consejo dejarla arder?

-Sí, Van Tricasse. Y ello a propuesta de usted.

-¿Acaso no era el modo más seguro y más sencillo de acabar dominando el incendio?

-Sin discusión.

-Pues bien, sigamos esperando... ¿Eso es todo lo que hay?

-Eso es todo -asintió el edil, quien se rascaba la frente como para asegurarse de que no olvidaba ningún asunto importante.

-¡Ah! -exclamó el burgomaestre-. ¿No ha oído usted hablar de una fuga de agua que amenaza con inundar el arrabal de Saint-Jacques?

-En efecto -respondió el concejal-. Hay que reconocer que es mala suerte que esa maldita fuga no se haya declarado a la altura de la lonja de pieles. Si hubiera sido así, el incendio habría quedado combatido por medios naturales y nos hubiésemos ahorrado mucho tiempo de deliberación.

-¿Y qué hacer, querido Niklausse? -lamentó el alcalde-. Nada hay tan ilógico como los accidentes. Nunca suelen tener relación entre ellos, y no resulta posible, como sería nuestro deseo, aprovecharse de uno para atenuar el otro.

Esta sagaz observación de Van Tricasse exigía algún tiempo para ser adecuadamente paladeada por su interlocutor y amigo.

(...)

El concejal Niklausse se puso en pie para despedirse de Van Tricasse, a quien tantas decisiones tomadas y tantos asuntos considerados le habían abierto el apetito. A continuación se acordó que se convocaría en un plazo razonablemente amplio al consejo de notables para que decidiera si convenía tomar alguna determinación sobre el tema verdaderamente urgente de la torre de Audenarde.

Los dos dignos administradores municipales se dirigieron acto seguido hacia la puerta que daba a la calle, sin dejar de cederse ni un instante el paso mutuamente.

(...)

Los preparativos de la partida del edil exigieron un cuarto de hora largo, pues, después de haber encendido su farol procedió a calzarse los fuertes zoclos internamente forrados de piel de vaca y a enguantar las espesas manoplas confeccionadas con cuero de oveja. A continuación levantó el cuello forrado de su levita, se caló el sombrero hasta los ojos, apretó en la mano el pesado paraguas modelo pico de cuervo, y se dispuso a salir.

En el momento en que Lotché, a quien alumbraba su señor, se disponía a retirar la tranca de la puerta, un estrépito inconcebible retumbó desde el exterior. (...) ¡Alguien golpeaba aquella puerta, virgen hasta entonces de todo contacto brutal! ¡Alguien llamaba con golpes de fuerza redoblada que debían de ser dados con un instrumento contundente que tal vez fuese un bastón de nudos manejado por mano robusta! Con los golpes se entremezclaban gritos, voces excitadas. Se podían oír con claridad las siguientes palabras:

-¡Señor Van Tricasse! ¡Señor burgomaestre! ¡Abra, abra enseguida!

El alcalde y el concejal, absolutamente aterrados, se miraban sin decir palabra. Aquello sobrepasaba cuanto podían imaginar. Si se hubiese disparado por sorpresa la vieja culebrina del castillo, que no había vuelto a funcionar desde 1385, los habitantes de la mansión Van Tricasse no habrían quedado más patidifusos... Que se nos perdone esta palabra, que se nos excuse su trivialidad en consideración a su exactitud.

Entretanto se redoblaban los golpes, los gritos y las llamadas. Haciendo acopio de sangre fría, Lotché se aventuró a hablar:

-¿Quién está ahí? -preguntó.

-¿Soy yo, yo, yo!

-¿Y quién es usted?

-¡El comisario Passauf!

¡El comisario Passauf! ¡El mismo cuya carga se trataba de suprimir desde hacía más de diez años! Mas, ¿qué pasaba? ¿Acaso los borgoñones habían vuelto a invadir Quiquendone como en el siglo XIV? Desde luego no sería preciso menos que un acontecimiento de tal importancia para soliviantar hasta ese punto al comisario investigador, quien no tenía nada que envidiar en cuanto a calma y flema al burgomaestre mismo.

Tras una significativa señal de Van Tricasse -pues el digno alcalde se sentía incapaz de articular ni una sola palabra-, se retiró del todo la tranca y se abrió la puerta.

Passauf se precipitó hacia el interior del vestíbulo. Sus maneras y su gesticulación eran las de un huracán.

-¿Qué ocurre, señor comisario? -preguntó Lotché, valiente muchacha que no perdía la cabeza ni aun en las circunstancias más graves.

-¿Que qué ocurre? -bramó Passauf, cuyos dilatados ojos expresaban emoción ilimitada-. Pues ocurre que vengo de la casa del doctor Ox, donde se celebraba una recepción, y que allí...

-Allí ¿qué? -se aventuró el concejal.

-...que allí he sido testigo de un altercado que... ¡Hasta se ha hablado de política, señor burgomaestre!

-¡De política! -repitió Van Tricasse sintiendo que se le erizaba la cabellera.

-¡De política, sí! -continuó el comisario Passauf-. Algo que no ocurría quizá desde hace más de cien años en Quiquendone. Y sobre esa base, la discusión ha pasado a mayores. El abogado André Schut y el doctor en medicina Dominique Custos la han tomado el uno con el otro con una violencia tal que hasta es posible que les lleve al campo del honor...

-¡Al campo del honor! -exclamó el concejal-. ¡Un duelo! ¡Un duelo en Quiquendone!... ¿Pues qué es lo que se han dicho el letrado Schut y el doctor Custos?

-Lo que voy a repetir literalmente: «Señor abogado -dijo el médico a su adversario-, me parece que está usted yendo demasiado lejos. Creo que no pone suficiente atención en medir adecuadamente sus palabras.»

El burgomaestre Van Tricasse juntó las manos. El edil palideció y dejó caer su farol. ¡Frases tan evidentemente provocadoras pronunciadas entre dos notables de la región!

-Ese tal doctor Custos -murmuró Van Tricasse- es sin duda un elemento peligroso, una cabeza loca... ¡Les ruego que me acompañen, señores!

Palabras sobre las cuales el concejal Niklausse y el comisario investigador dirigieron sus pasos hacia el locutorio siguiendo los del burgomaestre Van Tricasse.



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