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La insignia
12 de abril del 2007


Exilio para rato (sátira del exiliado eterno)


Mario Roberto Morales
La Insignia. Guatemala, abril del 2007.



Nuestro héroe está en el exilio. Salió de su tierra en 1975, cuando sus amigos querían involucrarlo en la guerrilla. En el país adonde llegó fue recibido con mucho cariño porque dijo que andaba huyendo de los militares, los cuales, por cierto, hasta la fecha desconocen el hecho feliz de su existencia en este planeta pródigo. Cuando los exiliados de verdad (es un decir) comenzaron a llegar adonde él estaba, los recibía con amor fraternal y botellas de whisky, y de tanto escuchar las versiones que éstos le ofrecían acerca de sus experiencias mil veces vueltas a inventar según fuera la audiencia de turno, pudo amasar una versión aceptable de su propio caso, que no era ni muy espectacular como para suscitar escepticismos, ni tan común como para provocar indiferencias. Con el tiempo, terminó creyendo su propia invención y empezó a odiar y a amar en razón de aquella experiencia que ahora lo hacía revivir por las noches los recuerdos inventados de atroces episodios de violencia, y lo hacía juzgar con dureza a quienes no habían sido capaces de imaginarse a sí mismos como él lo había hecho.

Pasó muchos años estudiando en una universidad pública del país anfitrión, pero no se graduó nunca porque decidió que ser estudiante era algo mucho más consecuente que ser profesional. Aprendió a tocar la guitarra y, a la sombra de la Nueva Trova cubana, compuso himnos patrióticos a la guerrilla, a los indígenas, a las víctimas y a la Culpa (con mayúscula), los cuáles cantaba en reuniones y convivios de exiliados que contaban siempre con la presencia de hermosas visitantes del país anfitrión, quienes no podían sino sentirse cautivadas por aquella cultura del sacrificio que presenciaban atónitas, rematada por botellas de ron e indecibles pleitos, griterías, reproches y vómitos que hablaban del sufrimiento y la frustración de quienes padecían la desdicha de no poder estar en su país muriéndose por los pobres.

Cuando se firmaron los acuerdos de paz y, aún antes, cuando medio mundo empezó a regresar a su tierra, nuestro héroe sintió mucho miedo: su empleo apacible, su apartamentito acogedor, sus tres novias amorosas, comprensivas y pródigas, y sus cuatro retoños desperdigados por la apacible geografía del país anfitrión, resultaban demasiada dicha como para echarla por la borda y volver al país del que había huido porque en él vivían una madre regañona, una esposa plañidera y una pertinaz falta de empleo y penuria económica que daban náusea. Por eso, cuando le preguntaban por qué no volvía, afirmaba que los militares lo habían sentenciado a muerte y que, paz o no paz, él no podría volver nunca a su país porque lo que había hecho no se lo perdonarían nunca los uniformados.

Por ahí se le ve todavía, caminando por las calles del país anfitrión, con la guitarra al hombro, visitando paisanos que también se quedaron a vivir allí y que tienen prósperos negocios, para cantar las glorias populares del pasado, los hechos heroicos de guerrilleros imaginarios y los nombres de decenas de muertos que desfilan puntuales entre cervezas, colillas de cigarro, canciones mexicanas y más vómitos en las madrugadas frías.

Nuestro héroe ha envejecido, pero todavía calza zapatos comando, usa jeans desteñidos y viejos, y al hombro le cuelga un bolsón de cuero en el que lleva libros de Harnecker, Galeano y Benedetti, y sus camisas lucen muy lavadas y asoleadas. Vive feliz porque sufre feliz. Y que ni le pregunten por qué no regresa a su terruño, ya que le indigna la ingenuidad de quienes creen que los militares perdonan. Como ven, el hombre tiene exilio para rato.


16 de abril de 1999



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