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La insignia
1 de abril de 2007


Colombia

De cómo no se debe ser alguien en la vida


Juan Esteban Villegas
La Insignia. Colombia, abril del 2007.


El fogueo que nuestro país ha tenido últimamente a nivel internacional es algo que realmente descresta. Todo mundo nos visita. Tanta dulzura por parte de los extranjeros resulta ya hostigante. Pero no viene al caso discutir eso. Aú así, es por esa misma razón, que me veo en la obligación de decir que me voy a tomar el atrevimiento de asumir que todos ustedes, los aquí presentes, son colombianos.

Si es así, puedo entonces decir que nacimos en un país en el que, además de ser haber sido criados con agua-panela con leche y sopa de ahuyama, fuimos también levantados a punta de frases como: ¡Usted tiene que ser alguien en la vida! (Como si el hecho de estar vivos no supusiera ya una responsabilidad enorme). Y claro, a uno no le quedaba más de otra que embutirse la sopita, bogarse el tan codiciado elixir y a estudiar juicioso, y si uno quería salir a la calle a jugar un partido de fútbol, catapis o pisingaña, primero se tenían que hacer las tareas. Había que llegar lejos, para que los "cuchos"(1) se sintieran orgullosos de habernos parido.

Abuelos, papás e hijos colombianos: todos portadores de una cédula de un país cuyo sistema piensa que las escuelas y las universidades son la verdadera base del progreso, pero a mi me resulta estúpido pensar que un país, que tiene a gran parte de su población desempleada y sumida en la extrema pobreza, va a ser capaz de progresar con esa mentalidad. ¡Pellizquémonos, hombre! ¿Acaso hay algo de bello en que por cada joven que se gradúe de médico, haya otro que muera de hambre?

¡Oh Colombia, cuna de bambucos, paracos y niñas prepago! Tu loco afán por cultivar pálidos y tristes abogados, doctores, poetas e ingenieros, te está matando. Se educa por educar. Se le besa la espalda a la ignorancia como si nada, y nadie se inmuta.

La estupidez se volvió moda de varias vertientes: una de ellas es la de vestir saco y corbata, y llevar bajo el brazo una licenciatura como título nobiliario, cual si fuese un desodorante. La otra es la de vestir jeans rotos y desteñidos, camisetas del 'che' y pasamontañas, algo común en todos aquellos jóvenes extraviados, quienes por medio de petardos y bazucas hechas con tubos pvc, le prenden velas a un marxismo trasnochado y retrogrado, exigiendo una libertad de expresión, que a la larga no es más que un salvaje individualismo, inyectado con una dosis bárbara de amnesia, de un "no quererse acordar quienes son, de donde vienen y para donde van".

Nunca es tarde para despertar el sentir social, para tomar conciencia del problema que se vive, para apagar la televisión y decir "no más" a la alienación y el consumerismo pendejo; nunca es tarde para rehusarse a seguir abortando valores. Pero si no se hace, este país no seguirá siendo más que una mísera finca de un millón ciento cuarenta mil kilómetros cuadrados que huelen a mortecina, corrupción, odio, indiferencia, sinsabor y extravío.

Alguien dijo en una ocasión que en Colombia era inútil tener tanta escuelita pública por ahí regada, puesto que sus ciudadanos no sentían la necesidad de leer y aprender. ¿Culpa nuestra? Quizás no, pero es preciso que actuemos como si lo fuese. En palabras del padre del nadaísmo, Gonzalo Arango, "nadie puede evadirse, ni eludir el papel que representa en el mundo moderno. Todo se relaciona de una manera profunda en esta época..."

Mientras una gran mayoría de estudiantes derrocha su tiempo asistiendo a farras baratas con intereses pubertianos, adornadas con hazañas agringadas, encontrando en éste tipo de tertulias dipsomaniacas, musicalizadas y morfinómanas, el mejor y más codiciado laxante espiritual, muchos de los profesores, por su parte, se limitan a equiparnos con las armas necesarias para conseguir un buen empleo, y eso, a quien le guste o no estudiar, le aburre.

¿El resultado? Un montón de estudiantes hablando con Morfeo, otros escuchando música, algunos haciendo dibujitos, unos cuantos jodiendo con celulares, y si acaso, dos o tres con sus ojos sobre el tablero, pero a sabiendas de que las cosas no deberían ser así.

Tras siete años de estar viviendo en Estados Unidos, concluí que como aquí hay empleos, la gente estudia por adicción, pero como en Colombia no los hay, la gente lo hace por convicción. Sólo la historia dictará cual de las dos esclavitudes fue la más cruel.

Rimbaud, el niño poeta, dijo que el amor debía ser reinventado. Yo digo que la educación tiene que ser reinventada. Nosotros mismos tenemos que reinventarnos. Hoy por hoy -citando otra vez a Gonzalito- el hombre común encarna una misión en la historia: su acción o su indiferencia implican una conducta de inmensas responsabilidades éticas, y al aceptarla o negarla, se salva o se condena.

Refiriéndose a la juventud, el escritor francés, Èmile Zola, dijo que cuando de sus deseos se trataba, ésta era inmoderada. Ojala y dentro de estos excesos esté incluido el querer tomar parte en la construcción de una nueva sociedad, de reflexionar acerca del problema que vive nuestro país, un problema que va más allá de la bendita guerrilla y la corrupción política que hoy nos acoge; un problema que se debe, en su totalidad, a nuestra pobre competitividad cultural, a nuestra baja autoestima, al siempre querer mirar para afuera primero, ignorando lo que se tiene adentro.

Como joven que también soy, lo invito a no ser alguien en la vida, sino a ser usted mismo, a armar su propia visión de las cosas; lo invito a ser ese joven que puede discernir entre una concepción del mundo basada en lo trivial, y en una en base a lo verdaderamente puro y sublime. Lo invito a que, con plato de sopa y libro en mano, salga a la calle a educar. Sola, la cultura no entra. Se necesita mas que ésta para vivir, por que si no fuese así, todos los letrados estarían hoy en día cagando poesía. Ponga un pie en la calle, y con mano firme, intente remendar la tan deshilachada colcha social con la que actualmente se encuentran cobijados gran parte de esos cuarenta millones de compatriotas que no hacen otra cosa más que tiritar. Puede que no lo logremos, pero no llegar -decía un poeta- es también un destino.


Paterson (Nueva Jersey), abril del 2007.


(1). Papás.



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