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La insignia
12 de octubre del 2006


Liberación


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, octubre del 2006.



Charlize, así llamada en honor a una actriz de cabeza perfecta, es un esqueleto de un metro ochenta y poco. Vigila un pasillo, la entrada a un despacho y la docena larga de relojes, algunos parados, que decoran los distintos recodos. No hubo en su aparición ninguna intención metafórica, ni la hay en sus cambios ocasionales de postura, que la llevan desde el estado de guardia a un cómodo asiento en el sofá.

A principios de octubre soñé que despertaba, abría la puerta del dormitorio y Charlize estaba ahí, de pie, mirándome con sus cuencas vacías y rodeadas de nombres en latín. De mi sobresalto inicial pasamos a conversación, risa e intimidades que no me dejaron tan desconcertado como su invitación a bailar. A que bailara yo, solo -dijo-, porque ella era un esqueleto. Y se quedó inmóvil, más mortal que nunca. Y acepté su petición. Y la toqué. Y la oscuridad me pareció mañana cuando de su calavera salieron dos coletas que anunciaron el cambio hacia una Pipi Langstrumpf crecidita, perversa, malhablada y sospechosamente par de mi deseo en sus contrarios. Mundo de pecas. El amor definitivo. Para estar con ella cada noche, introducir la odiosa siesta en mis días, no despertar. Pero volvió el silencio, se cruzaron sensaciones del mundo real con fantasías que sólo cuento a mil euros por sesión y de repente, de un modo brusco, lo inesperado. Un muro de cristal. Entre nosotros.

Lo reconocí en seguida. Aquello no pertenecía a ningún sueño, sino a un suceso que se ha acostumbrado a escapar del libro de las anécdotas. Supongo que por buenos motivos:

Antes de llegar a la zona de los leones, hay unas escaleras que bajan a la derecha. Conducen a una especie de pasadizo cubierto, casi túnel, en uno de cuyos flancos se suceden varios solarios, separados del público por gruesas mamparas de cristal. Por la hora, no había nadie. Ni siquiera mis acompañantes, que habían seguido camino. Fui contemplando a los presos y recuerdo un leopardo y dos o tres panteras negras, que miraban el espacio donde me encontraba como si yo no estuviera allí. Seguí adelante y me detuve ante la última sección. En su interior, al fondo, tumbados al sol del techo parcialmente descubierto, dos leones y un tigre de Bengala.

Al cabo de cuatro minutos, lo justo para encender y matar un cigarillo con caladas de las que calientan los filtros, y cuando ya estaba a punto de marcharme, el tigre se acercó al cristal. Demasiada tentación. Me pegué por mi lado y nos estuvimos mirando, cara contra cara, durante una eternidad que se me hizo corta. Al final se apartó, se dirigió al límite de la mampara y empezó a olfatear por el minúsculo espacio, de apenas unos milímetros, que la separaba de la pared. Yo me acerqué e hice lo mismo, olerlo.

Seguimos jugando un rato. Los leones nos miraban con desinterés. En determinado momento, sin ser tan consciente de ello como otras veces, saltó el mecanismo que me empuja con alguna frecuencia al vacío. O tal vez no fue así. Tal vez me limité a imitarlo como antes, hechizados los dos, cazador, presa, cambio mi sangre por tus colmillos y la familia qué tal. Ahora caminábamos de un lado a otro, al mismo ritmo, de extremo a extremo de la luna y vuelta a empezar, con una leve aceleración que ya se notaba en su mirada y en el cambio en la tensión de sus pasos.

Lo supe. Quietud de milésima de segundo. Después, sus ojos lanzaron un destello verde y lo tuve ahí, alzado en el aire, paralelo a mi cuerpo, en un salto vertical y estirado que seguí con la mirada hasta la garra que me buscaba y que golpeó el cristal con una fuerza en la que sólo reparé más tarde, cuando quise recordar los detalles menores. Blam. La mampara tembló entera y dudó si debía romperse. No me moví. En mitad del sonido, tuve ocasión de formular uno de esos deseos que me hacen dudar de mi modelo de máscara parcialmente elegida a la que llaman personalidad. Quise que se rompiera. Sin inconsciencia alguna, pero también sin la inteligencia del miedo. Que se hiciera añicos. Fragmentos de cristal por todas partes, tú y yo juntos y luego el principio. Mirándote.

El mundo es tan prosaico que el cristal, como cabía esperar, resistió; y los primates tan previsibles que la revelación sólo me duró un segundo. Pero la primera reacción lógica tampoco fue miedo, ni siquiera con la descarga de adrenalina, sino un sentimiento de culpabilidad. Ella, presa; yo, libre. Ella, rabia impotente; yo, imbécil provocador. Entonces me asusté y empecé a alejarme sin dejar de mirarla, caminando hacia atrás, hasta que tropecé con la escalera y salí.

Cuando apareció la mampara en el sueño con Charlize, sentí pánico. Mi inconsciente me estaba castigando por algo, quizás por mi derrota del día anterior ante la segunda rebelión general de la lavadora. Sonó el despertador, inoportuno. Lo apagué. Volví a tumbarme y retomé el sueño donde lo había dejado. Como tantas veces. Cuando puedo escoger, elijo que el cristal se rompa. Pero no siempre puedo escoger; ni siquiera la fuerza de la costumbre y cierta facilidad para programarme y manipular personajes, situaciones y desarrollos oníricos me concede la decisión final. También están las pesadillas, la lámina impune, la negación del contacto.



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