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La insignia
8 de diciembre del 2006


O pagaba o me iba


John Fante (1909-1983)
Fragmento de "Pregúntale al polvo"


Cierta noche me encontraba sentado en la cama de la habitación de la pensión de Bunker Hill en que me hospedaba, en el centro mismo de Los Ángeles. Era una noche de importancia vital para mí, ya que tenía que tomar una decisión relativa a la pensión. O pagaba o me iba: es lo que decía la nota, la nota que la dueña me había deslizado por debajo de la puerta. Un problema relevante, merecedor de una atención enorme. Lo resolví apagando la luz y echándome a dormir.

Cuando desperté por la mañana, me dije que tenía que hacer más ejercicio y comencé en el acto. Practiqué varias flexiones.

Luego me cepillé los dientes, noté el sabor de la sangre, vi una mota sonrosada en el cepillo, me acordé de los anuncios y resolví bajar a la calle y tomar un café.

Fui al restaurante donde siempre me restauraba, tomé asiento en un taburete que había ante el largo mostrador y pedí un café.

Se parecía mucho al café, pero no valía el precio que se pagaba por él. Me fumé allí mismo un par de cigarrillos, leí los resultados de la Liga estadounidense de béisbol, pasé concienzudamente por alto los resultados de la Liga Nacional y comprobé con satisfacción que Joe DiMaggio seguía siendo un orgullo para Italia, ya que seguía encabezando la lista de mejores bateadores.

Una máquina de hacer tantos el DiMaggio. Salí del restaurante, me situé ante un pitcher imaginario y largué un pelotazo que se llevó por delante la barrera. Anduve luego por la calle, hacia Angel's Flight, preguntándome qué hacer aquel día. Pero no había nada que hacer y por tanto resolví pasear por la ciudad.

Mientras recorría Olive Street, pasé ante una casa de vecindad sucia y amarillenta, todavía húmeda como un secante a causa de la niebla de la noche anterior, y pensé en mis amigos Ethie y Carl, ambos de Detroit, que viví­an allí­, y recordé la noche en que Carl había pegado a Ethie porque ésta iba a tener un niño y él no quería ningún niño. Pero lo tuvieron y no hubo más que hablar. Y recordé el interior de la casa, que olía a polvo y a ratones, y a las ancianas que se sentaban en el zaguán cuando el calor apretaba por la tarde, y a la anciana de piernas bonitas. También estaba el ascensorista, un individuo de Milwaukee que estaba hecho polvo y que ponía cara de burla cada vez que se le indicaba un piso, como si uno fuera un imbécil por querer ir a ese piso concreto, el ascensorista, que siempre tenía dentro del ascensor una bandeja con bocadillos y una revista de historietas baratas.

Seguí bajando la colina por Olive Street y pasé ante las horribles casas de madera que apestaban a crímenes y, sin abandonar Olive, ante el Philarmonic Auditorium, recordé que había estado allí con Helen para oír a los coros de los Cosacos del Don, que me había aburrido y que nos habíamos peleado por culpa de aquello, y me acordaba de lo que Helen llevaba puesto aquel día, un vestido blanco, y de que los riñones se me ponían en órbita cada vez que lo rozaba. Ay, Helen, Helen... aunque allí no, claro.

Así llegué al cruce de Olive con la Fifth Street, donde los tranvías enormes destrozaban los oídos a causa del ruido que producían, donde el olor a gasolina hacía que las palmeras parecieran tristes y donde el asfalto negro seguía húmedo a causa de la niebla de la noche anterior.



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