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La insignia
20 de abril del 2006


II República
Poder y ciencia política moderna*


Giuseppe Duso
La Insignia, abril del 2006.


En la base del nuevo modo de entender al hombre y la política está la denuncia de la no cientificidad de la reflexión ética, que también es política, de la antigua praktiké episteme, considerada como privada de puntos seguros de orientación y como causa de desorden y de conflicto. No solamente el mundo se presenta como un escenario de luchas y de irracionalidad, sino que también el saber filosófico que se refiere al ámbito práctico, ético, parece privado de rigor y por lo tanto de la capacidad para fundamentar un orden duradero. La experiencia es el elemento determinante para el modo antiguo de entender la ciencia práctica, donde el problema de la vida del hombre y de su vida en comunidad no están separados y confiados a disciplinas radicalmente distintas; la experiencia es de hecho necesaria para conocer el ánimo humano y la modalidad de las relaciones entre los hombres, y estos elementos del obrar humano no pueden reducirse a objetos de la certeza matemática. Pero si la realidad es vista como un mundo de luchas y de opresiones continuas entre los hombres, entonces la experiencia resulta desprovista de valor; antes bien se hace necesario abandonarla para construir con la pura razón las reglas del orden, como hacen los geómetras con el objeto de su ciencia. El ejemplo de los geómetras es elocuente: es preciso administrar la disciplina ética como ellos, dando lugar a reglas que sean válidas para todos, eliminando pues tanto la irregularidad de las relaciones existentes entre los hombres como las diferentes opiniones sobre la justicia, que son causa de continuos conflictos. Nace así una nueva ciencia, la ciencia política moderna o filosofía política, ya que los términos de filosofía y ciencia en este caso, y por mucho tiempo todavía, no deberán ni podrán distinguirse. Tal ciencia nueva pretende suministrar mediante la universalidad y el rigor de su razonamiento una base cierta para la realización del orden y la eliminación del conflicto entre los hombres.

Se trata de un modo formal y jurídico de entender el problema político; de hecho la nueva ciencia se afirmará no tanto bajo el antiguo nombre de política, sino como la ciencia nueva del derecho natural, que ocupará su lugar incluso como disciplina académica. La política seguirá siendo enseñada, pero ahora el verdadero problema es el orden, un orden que no está en las cosas, en el mundo, en las experiencias vitales de los hombres, sino que se intenta crear con base en principios claros, racionales, aceptables para todos, más allá de la diversidad de las opiniones. Ahora lo justo y lo injusto deben ser determinados mediante una ciencia objetiva que tiene la característica de la formalidad. Todos los elementos de esa construcción son formales, no dependen de la bondad de los contenidos que se decidan en cada caso, sino precisamente de que tienen su justificación en una forma que como tal posee las prerrogativas de la certeza y la estabilidad y crea el espacio para las diversas opiniones privadas. Dicha formalidad se manifiesta en la expresión de la voluntad de los individuos que está en la base de la construcción, en el proceso que constituye la autoridad, la ley, que coincide con el mandato de aquel o de aquellos que están autorizados para expresarlo, en la obediencia, que consiste en la obligación a la que todos se han sometido por su propia voluntad.

Cuando se intenta hacer una historia unitaria del poder desde la antigüedad hasta nuestros días (1) se con e el riesgo de homologar el modo de pensar la política anterior al surgimiento de la ciencia política moderna con los criterios de esta última. Entonces la acción de gobierno, que para una larga tradición de pensamiento se considera natural y necesaria en cualquier forma de comunidad, desde la doméstica a la civil, a causa de la diferencia de sus miembros, y debido a que existe un problema objetivo del bien común que no depende de la voluntad de los individuos, se entiende conforme a la óptica moderna del poder, es decir, cómo una forma de dominio, de sujeción de las voluntades de los gobernados ante la voluntad de los gobernantes. Como veremos, es muy distinto el significado del gobierno que determina la manera de entender la función de imperium hasta las Políticas de comienzos del siglo XVII; implica un marco abarcativo basado en las reales relaciones sociales que se dan en cada caso, en la existencia de un cosmos corno elemento de orden, en la desigualdad y en las diferencias cualitativas de los hombres, en la necesidad de la virtud, que es la auténtica fuente del buen gobierno. Pero justamente tales elementos son considerados como causas de conflicto y de incertidumbre por la nueva ciencia.

En contra de las concepciones antiguas, con la nueva ciencia se afirman la igualdad de los hombres y el nuevo concepto de libertad, que consiste en depender únicamente de la propia voluntad, estar desvinculados de las coerciones y obstáculos en relación con la expresión de los propios poderes naturales. Con base en esto surge el poder, una relación formal de mandato-obediencia, que sólo puede instaurarse sobre el fundamento lógico de esos derechos de igualdad y libertad que se convienen a su vez en su finalidad. El poder de la sociedad o de todo el cuerpo político entonces sólo puede existir en tanto que es legítimo, en tanto que se basa en la voluntad de todos los individuos. En ese momento, cuando desaparece un mundo objetivo en el cual orientarse y cuando se absolutiza el papel de la voluntad, se plantea el problema -moderno- de la legitimidad. Nace así la historia de la soberanía moderna que no está ligada al significado de la majestad tal como se podía encontrar en los anteriores tratados sobre política, ni tampoco a las diversas potestades que se insertan dentro de un orden jerárquico. Ahora el poder es único y pertenece a todo el cuerpo político, implica sumisión dado que es racional y está legitimado por la expresión de la voluntad de todos que asume la forma del contrato social en las doctrinas iusnaturalistas. La pertenencia del poder a la totalidad del cuerpo político excluye que pueda ser ejercido por una persona a causa de sus cualidades o prerrogativas; todos los hombres son iguales, y por eso aquel o aquellos que ejerzan el poder sólo podrán hacerlo en la medida en que todos los autoricen, es decir, sólo como representantes del sujeto colectivo. Este último por su parte, al no ser natural, sino formado con base en las voluntades de todos, y al consistir empíricamente en la infinita multitud de los individuos iguales, difícilmente podrá considerarse concretamente activo excepto a través de la expresión de la decisión y las obras del representante. Tal concepción del poder implica la separación de la acción pública y política con respecto a la conducta privada de los sujetos.

Este origen de la ciencia política tendrá su peso en la historia sucesiva y en las problemáticas que se plantearán en cada caso: la problemática del sujeto que sólo puede constituir el poder, vale decir, del poder constituyente; la problemática del control de un poder que por naturaleza parece absoluto y por ende al mismo tiempo necesario y peligroso; la problemática de la división de los poderes; la problemática de la prelación de la sociedad civil que se considera el fundamento de la institución estatal. El arco de la ciencia que nace con Hobbes puede verse alcanzando un punto culminante en la reflexión de un autor en el cual la estructura y el objetivo de la ciencia van a modificarse al igual que el ámbito de sus posibilidades. Es el momento en el que se consolida el aparato de las ciencias sociales que progresivamente se apropiarán de la ciencia política, relegando a la filosofía política a un lugar marginal y en todo caso apartado de la determinación científica. Me refiero a Max Weber, cuya definición del poder (Herrschaft) como relación formal de mandato-obediencia implica necesariamente el factor de la legitimación, a tal punto que los diferentes tipos de poder se distinguen entre sí con base en las diferentes motivaciones de la legitimidad. Sin embargo, dicha legitimación ya no es una instauración racional, sino que más bien supone las formas de una creencia socialmente verificable.

Por un lado, la definición weberiana se torna posible justamente en relación con el proceso de racionalización que tuvo su inicio a partir de la nueva ciencia política moderna (2), parece iluminar el arco de la historia de la soberanía moderna y no obstante decretar también epocalmente su final. Con Weber en efecto la razón científica pierde la tarea fundamental de la primera ciencia política moderna; se convierte en un análisis de la realidad, y el poder ya no se muestra entonces como el resultado de la justa construcción racional, sino como una realidad que puede localizarse en las relaciones humanas y cuyas modalidades determinantes deberán comprenderse. Tenemos pues un paso subsiguiente que nos conduce a la manera contemporánea de entender el concepto de poder, como realidad omnicomprensiva que designa una dimensión de las relaciones humanas. Lo cual parece estar más allá de la soberanía moderna, que ya no puede localizarse en un escenario donde no sólo se disloca y se fragmenta, sino que también se vuelve un modo de expresar relaciones de fuerza, de pura potencia, que no pueden reducirse a la lógica de la construcción teórica de la filosofía política moderna.

En el marco de la época denominada del Jus publicum europaeum, es decir, de la construcción jurídica de lo político que supone la historia de los estados soberanos, el concepto del poder como soberanía se ubica en el centro de la ciencia política, que se configura esencialmente como ciencia de construcción y legitimación del poder. Tal es el punto que se pretende esclarecer en este volumen, cuyos límites también quedan señalados de esta manera. Hay muchos otros pensadores políticos relevantes, y hay muchos otros elementos dentro de la filosofía política moderna además de la conceptualidad vinculada a la soberanía moderna. En relación con los problemas que se plantean en la realidad política y en la filosofía política actual, esta historia solamente tiene el carácter de un trabajo preparatorio.

Piénsese en el modo en que ya surge en Weber la conciencia de la disgregación del poder desde sus centros institucionales, y en la pérdida de capacidad que tienen los conceptos políticos modernos de los que estamos hablando ya sea para orientar la descripción y comprensión de la realidad social y política, ya sea en relación con la tarea de legitimación que se revela no solamente dentro del pensamiento político, sino también en su incidencia dentro de las cartas constitucionales. Y sin embargo, incluso si dirigimos la mirada hacia las constituciones, advertimos que los conceptos políticos modernos (como los derechos de los individuos, igualdad, libertad, pueblo soberano, representación, democracia) siguen siendo aún pilares de la construcción, elementos de legitimación de la obligación política. Si bien es cierto que los conceptos políticos que están en la base de la doctrina del Estado moderno hace ya tiempo que están en crisis, no obstante siguen siendo usados y tal vez su uso nos impida la comprensión de lo que sucede a nuestro alrededor. Hacer un recorrido a través de su lógica y sus contradicciones, por lo tanto, puede constituir incluso hoy una tarea útil y necesaria para nuestra conciencia crítica.


(*) Fragmento del libro coordinado por el autor El poder: para una historia de la filosofía política moderna. Traducción de Silvio Mattoni, México, Siglo XXI, 2005. Reproducido con autorización de la editorial.
(1) Lo que también amenaza con ocurrir en la entrada del término Herrschaft de los Geschichtliche Grundbegriffe, contra el principio hermenéutico de la ruptura que se determina con el nacimiento del mundo moderno.
(2) Desde la perspectiva de un abordaje histórico-conceptual, los tipos weberianos de poder-legal, tradicional y carismático- aparecen no tanto como tipos ideales, válidos para comprender 1os modos en que se ha presentado el poder en la historia, sino más bien como puntos indicadores que surgen en la modernidad y resultan significativos para el poder moderno, mientras que se tornan equívocos para entender realidades diferentes, como por ejemplo la tendal.



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