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2 de marzo del 2005 |
José de la Colina
En un tiempo tuve la intención de ser el cronista de nuestra guerrilla, todo lo iba apuntando en un grueso cuaderno que traía en la mochila, y cada noche el viejo me pedía que le leyera el relato diario, pero un día, aburrido de lo que había terminado convirtiéndose en una obligación, dejé de escribir. Al principio él me regañaba, yo pedía disculpas, le decía que al final de la semana pondría al día mi crónica, y él aceptaba a regañadientes y luego se olvidaba. Sólo muy de cuando en cuando me pide ahora que le lea algunas páginas, y yo tomo el cuaderno, lo abro por cualquier lado y finjo que leo, invento la reseña de las más heroicas acciones con tableteo de ametralladoras y gemir de moribundos que hayan resonado nunca por estos rumbos. Claro está que a poco de escuchar estos trozos de improvisada epopeya el viejo se queda dormido, tal como ahora está: sentado sobre una piedra, la cabeza caída de lado, la metralleta sobre sus piernas, los brazos sueltos, y se desearía dejarlo así y volver a la ciudad, abandonar definitivamente esta maldita historia, entrar en una maravillosa vida cotidiana con mujercita e hijos y café con leche matinal y un puesto burocrático. La rutina, que dicen algunos. ¡Santa rutina! Pero, bueno, nosotros vivimos cierta forma de rutina también. En los primeros años esto podía parecer muy excitante, había que oír al viejo: el aire de la gran naturaleza era tan sano, el monte lo tonificaba a uno, los sentidos se aguzaban, etcétera, etcétera. Ya desde entonces evitábamos encuentros armados, yo era casi un mozalbete y la inactividad me enfurruñaba, pero el viejo -que entonces no lo era tanto- me daba palmaditas y me decía: detén tu comprensible brío juvenil, sé paciente, ahora lo importante es que el contingente crezca, que se nos vaya uniendo gente de corazón rebelde e indómito, formar una magna familia de valientes dispuestos a todo, disciplinados, con la vida en el corazón y la muerte en la mirada, y entonces se verá temblar a los jerarcas del país y sus lacayos cakis. Eso de lacayos cakis era una expresión favorita de él. La reiteraba en las fogosas proclamas que profería cada vez que llegábamos a un pueblito o a cualquier misérrimo caserío, y yo veía que nos oían como quien oye llover, se daban disimulados codazos, se guiñaban el ojo y contenían la risa, pero el viejo, ah, no se daba cuenta de nada, se enardecía en las espirales de su oratoria, prometía fastuosos paraísos agrícolas, edenes de libertad e igualdad, ubérrimas cosechas de frutos y de amor humano. Supongo que al principio éramos divertidos, nos agradecían lo que de imprevisto y curioso aportábamos a sus monótonas y rudas vidas de campesinos olvidados al fondo del país, de la civilización, de la Historia, qué sé yo, pero luego, era inevitable, yo lo había visto venir, nos quedábamos sin público, bueno acaso nada más unos cuantos niños, un perro o una gallina, en el mejor de los casos una vieja borracha que nos echaba vivas alzando un puño, agitando en la otra mano una botella de chaguarnís. Lo peor vino cuando fueron dejando de darnos alimentos, tuvimos que comprarlos, y cuando al viejo se le acabó el dinero hubo que mendigar, y ellos se enfurecían y terminaron echándonos de pueblos y caseríos, nos apedreaban, nos azuzaban a los perros, nos echaban agua hirviente. Una vez, mientras nos curábamos uno al otro de las heridas causadas por las piedras que los chicos nos lanzaron en no recuerdo qué lugar, yo le propuse al viejo que nos acercáramos a las poblaciones por la noche, cuando todos estuvieran dormidos, y que les incautáramos gallinas, grano, fruta, pero el viejo se indignó, dijo que la primera regla era respetar los escasos bienes del campesinado, y yo dije que robo no era la palabra adecuada, que era tomar en préstamo, podíamos dejarles vales, pagaderos al triunfo de la revolución , y acabó aceptando y lo hicimos en dos o tres pueblos, pero pronto nos vimos obligados a no acercarnos más a cualquier lugar habitado, nos tiroteaban, nos lanzaban sus canes de dentaduras más afiladas, y ya se pueden ustedes imaginar. De modo que el alimento, desde hace ya cerca de veinte años, hemos debido procurárnoslo nosotros, y a medida que el viejo envejece esa obligación va recayendo en mí, , porque no son labores propias de un jefe, me dice, bastante tiene él con ocuparse en el trazado mental de las futuras operaciones, el diseño siempre cambiante (según las circunstancias) de la táctica, la logística, la estrategia y desde luego la sociedad futura. Con la cosa, además, de que no quiere que yo gaste una sola bala, por lo cual me debo limitar al arco y las flechas que me he fabricado para estos menesteres, me fue duro hacerme un arquero más o menos regular, y en estas regiones de vegetación escasa y chaparra no hay muchos animales de carne abundosa, no hay casi más que alimañas exiguas y cuando bien nos va comemos caralí y zigüeta, aunque la mayor parte del tiempo nuestra ración ha sido de tingolines y rebullones, al principio los asábamos, pero desde que se acabaron los fósforos hay que comerlos crudos, y como son desagradables sus alitas duras o su consistencia blanda y babosa, nos vamos haciendo vegetarianos, y para qué les describo los cólicos que hemos atrapado con la canija frutuela de por aquí, por las tantas veces que hemos de comerla verde: a mi me parece que la risa de la hiena que en ocasiones nos sigue es de burla, y no tienen que preguntármelo, yo quise una vez cazar a la hiena, pero el viejo se puso furioso, que no era de luchadores de gran estirpe comer carne de hiena ni de chacal, dijo, que eso nos deshonraría para siempre, y habría que oír a los periodistas y luego a todo el aparato publicitario de los jerarcas, lo que dirían de nosotros si se enteraban de que hemos comido de esa carne inmunda. Uf. Así que estamos hambrientos un día sí y otro también, pero muy dignos según el viejo, aunque no puedo comprender cómo se puede andar dignamente por el mundo tal como vamos, poco menos que en pelotas, porque hace mucho que la ropa se nos acabó, se rompía y se pudría, y en las épocas de frío tiritamos como locos, uh, lo que hemos inventado para protegernos de la intemperie, cubrirnos de barro, pegarnos hojas, llevar gabanes de hierba, recursos irrisorios, claro está. Así van las cosas, pues. Cuando los periodistas nos buscaban, cuando éramos todavía motivo de reportajes y entrevistas, cuando los órganos informativos de la oposición admitida por los jerarcas mostraban interés por nosotros, no dejaba de llegar alguno que traía una lata de leche condensada, una camiseta, unos calcetines, incluso un par de botas magníficas, pero ahora ya hemos dejado de interesar, nos han olvidado, deben tomarnos por muertos , el viejo rara vez lo admite, o, si por casualidad lo admite, se queda lelo, parpadeando de ilusión y viendo en pensamiento la estatua que le habrán levantado en todas las plazas de las ciudades, y cuando se acuerda dice que a mi también, que yo también debo tener mi vera efigie en bronce al pie de la suya, cosas así, el pobre viejo, ay. Porque, en fin, lo admito, cada vez me enfurezco más con él, le reprocho sarcásticamente su culpa de que andemos como andamos, le pego algunas veces, él lloriquea y trata de escapar a mis coscorrones y bofetadas, me dice que si no estoy de acuerdo que deje la guerrilla, que él solo se bastará para enarbolar hasta el fin la antorcha de la insurrección, pero, vaya, él sabe que yo no tengo más remedio que continuar en lo mismo, que ya para qué bajaría yo a la ciudad, seguro que me iría peor que aquí, estoy desacostumbrado para la dulce y sana y tranquila vida civil y doméstica, quizá no me fusilarían, quizá ni siquiera me encerrarían en una mazmorra, me dejarían vagar por las calles, me habrían de reducir el estado de mendigo, se me señalaría con el dedo a los turistas, dirían: miren en lo que han parado nuestros guerrilleros y que conste que nadie los reprime ni les impide andar por donde quieran, se reiría todo el mundo y la verdad es que no sólo el viejo tiene su corazoncito y su sentido de dignidad, y por otra parte no me animo a formar yo mi guerrilla, creo ya poco en eso, y confesaré que sería aún peor, tomando en cuenta que por lo menos todavía nos hablamos una que otra vez, todavía nos queda algún lenguaje intercambiable, y si estando los dos juntos ya ese lenguaje se nos está perdiendo, si cada vez aparecen más y más gruñidos y ladridos y chillidos, imagínense si nos apartamos. Sí, así es la cosa: juntos los dos, y que el destino me conserve todavía algunos años al viejo, eh. (*) Cuento tomado del libro del autor Traer a cuento. Narrativa (1959-2003). Prólogo de Adolfo Castañón. México, Fondo de Cultura Económica, 2004. 348 p. (Col. Letras mexicanas) Reproducido con autorización de la editorial. |
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