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La insignia
20 de septiembre del 2004


El habla de un bravo del siglo XVII (II)


Arturo Pérez-Reverte
Discurso de ingreso en la Real Academia Española

Texto recomendado:
Tesoro de villanos. Diccionario de Germanía, de María Inés Chamorro.
Editorial Herder. Barcelona (España), 2002. ISBN: 84-254-2220-5

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III Congreso Internacional de la Lengua Española


Con Ganzúa, la noche antes de su ejecución en la plaza de San Francisco de Babilonia, Sevilla, ciudad que es Chipre de los valientes, los camaradas echaron tajada (que así se decía a acompañar al amigo que iba a ser ejecutado al día siguiente) confortándolo en el banasto (o trena, como aún decimos después de cuatro siglos) con mucho azumbre y guitarras. Y Ganzúa, como quien era, estuvo jugando a las cartas todo el rato con muchos argamandijos (o redaños) y con mucha flema, hasta el alba (seis granos juego, matantes tengo, voy con la puta de oros, alce vuacé por la mano, envido, malilla y demás lances de la baraja, o catecismo). Y además decía entre naipe y naipe que verse enjaulado no era injuria, pues enjaulados se tenía a los leones. Y en cuanto a la enfermedad de esparto de la que en la siguiente clarea (al día siguiente) iba a verse con la Cierta (la muerte, también llamada la Descarnada o la Chata), a él, a fin de cuentas, quien lo llevaba al finibusterre era la justicia real, o sea, el mismo rey; y a eso, dijo, nada tenía que objetar, pues entruchaba (entendía) que quien lo sacaba del mundo era el rey en persona, como quien dice, y no un calcirroto cualquiera. Que, en tal ilustre marrajo como él, fuera deshonra verse despachado por un don nadie, y que a otro no se lo hubiera consentido en absoluto. Y con ese talante subió al día siguiente al patíbulo, o sea, al cabo de Palos; y mientras le añudaban la calle del trago, aún tuvo alforjas para decirle al bederre (al verdugo) que hiciera su oficio bochándolo con presteza y decoro, porque él no era de los bravos de contaduría que blasonan del arnés y nunca lo visten, sino de los que dicen: tenga yo fama y háganme pedazos. Que en vida nadie se la hizo que no la pagase; de manera que, si no lo despachaba por la posta y como a un hidalgo, el día de la resurrección de la carne iban a verse las caras. Y entonces, voto al coime de las Clareas, o sea, a Dios y a quien lo engendró, daríale tierra hasta el ánima.

Tratan luego de un negocio en curso. Ya saben vuacedes, dice nuestro bravo, que en España no hay más Justicia que la que uno compra. Que, como decía Lope en La noche toledana:

El médico está mirando
cuándo el de a ocho le encajas;
el letrado, cuándo bajas
la mano al párrafo, dando;
el jüez, cuándo le toca
la parte del denunciado;
el procurador no ha dado
paso hasta que el plus le toca;
el que escribe, sólo atiende
cuándo sacas el doblón.
Cualquiera negociación
de sólo el dinero pende.

Y resulta, prosigue, que un amparo (es decir, un abogado) de la plaza de la Providencia, que defiende un pleito complicado y costoso de los llamados sanguijuelas, paga bien si a un testigo molesto le abren una buena boca de tarasca para impedir que declare ante el juez y el escribano (o, para entendernos, ante el Noli me tangere y el lima sorda). Así que una de estas noches, apunta el valentón, cuando todo esté oscuro a boca de sorna, tendremos danza de blancas, con la ventaja casual de que somos tres a uno (que hasta para acuchillar a un manco hay que precaverse), y de que al mayoral de alacranes, el alguacil que estos días vigila este cuartel, se le ha ensebado la palma y no hemos de temer que nos inquiete la Justicia. Pero si algo sale torcido, a ledras, y durante el negocio asoma la zarza (la ronda), cerca tenemos la altana de San Andrés, para trasponernos y amadrigarse en sagrado, hasta que escampe.

Se levanta nuestro jayán y hace tintinear un Juan Platero sobre la mesa: un real de a ocho, también llamado Juan Redondo. Pero los dos amigos le dicen que se guarde el cumquibus, que hoy pechardinan de manga. O sea, que pagan tomando la penchicarda. Dicho y hecho. Alzan la voz los tres y echan verbos como si discutieran, en tono propio de aquella jácara quevedesca:

¿Tú te apitonas conmigo?
¿Hiédete el alma, pobrete?
Salgamos a berrear,
veremos a quién le hiede.

Y en efecto, los tres hampones salen afuera muy atropellados y sin pagar, como dispuestos a reñir acuchillándose las asaduras; y una vez en la calle se despiden y se van cada uno por su lado. Que, como dice el refrán, hombre apercibido, medio combatido. Una vez solo, camina el bravo por la calle como si fuera suya, contoneando el navío (el cuerpo), el aire feroz, una mano en el pomo de la temeraria y la otra retorciéndose los bigotes. Busca a su coima, que anda en corso tres esquinas más allá. En este punto conviene recordar que la hembra de nuestro bravo es murciélago de moneda, de ésas que saben de coro la cartilla del buscar:

Piensa que somos de aquellas
que infaman este lugar,
que salen a negociar
con la luz de las estrellas.
Que salen, aventureras,
a esta Vega y al Cambrón
a dar público pregón
de sus hermosuras fieras.

Y exactamente así encuentra nuestro bravo a su marca: en tratos con un cliente a la puerta de la manflota, la mancebía (también llamada aduana porque nadie pasa adentro que no pague), y decide quedarse por allí, esperando que el palomo se decida a alojar el caballo en el broquel de la hurgamandera y alcabale los nipos, o dineros. Porque no será nuestro bravote quien impida a su pencuria ganarse la vida, y de paso la de él. Sin embargo, el cliente no se decide a abrochar. Quizá le parecen caricios los dineros que pide la rabiza por que le troten el anca. El caso es que nuestro rufián se impacienta; de manera que se acerca, arroldanado y bravoso, añusgando (mirando furioso) al mandria muy fijo y muy zaino, con las piernas abiertas al caminar, andando a lo columpio sin apartar la cerra, la mano, de la amenazadora bayosa que carga al costado. El otro parece hombre de paz y poco amigo de reñir. Así que, temiéndose un araño, se acatalina y bate talones tomando calzas de Villadiego. O, dicho de otro modo, peñas de longares. Murmurando tal vez entre dientes aquello que decía Juan Rana:

-¿Y /el /atajo /que os dije?
-En mi trabajo,
no salir a reñir es el atajo.

O, filosofando, con versos rufianescos cervantinos:

Muerte y vida me dan pena;
no sé qué remedio escoja,
que si la vida me enoja,
tampoco la muerte es buena.

El caso es que allí queda nuestro rufo dueño del campo, y le dice a su gananciosa que palme el cairo de la jornada, que tiene necesidad de socorro. Le entrega la otra el rescate, que no es mucho, lamentándose de la poca paja que últimamente mete en el establo; pero es que, señala en su descargo, estos días está con la camisa, o sea, con la costumbre.

Dices que te contribuya,
y es mi desventura tal,
que si no te doy consejos,
yo no tengo qué te dar.

Pese a las excusas, al engibador le parece poco dinero; se arrufa, y para demostrarlo hace ademán de asentarle la mano. Déjate de tretas y alicantinas, dice, y no le hagas cagar el bazo a este león. Que ya me conoces: hay cosas que no sufro ni en Argel, y cuando se me alborota el bodegón igual atrueno a dos que a doscientos, y soy capaz, pardiez a caballo, de borrajarte el mundo, o sea, cruzarte con un signum crucis, un tajo, esa bonita cara. Así que alonga luengo y gánate tu jornal y el mío. Todo eso se lo dice con la mano levantada, como si fuera a jugar de abejón sacudiéndole el balandrán a la pecatriz, que se amilana y llora (acebolla los columbres) vertiendo abundante clariosa de los lagrimales porque teme una turronada. Pero el jaque amaga y no da. Pese a sus fieros, en el fondo le tiene ley a su cisne. Cuando se pone tierno, cosa que ocurre sólo muy de vez en cuando, le recita junto al asiento de las arracadas, u orejas, aquella vieja jácara:

¡Ay coima la más godeña
de toda la germanía,
reina de todas las coimas
y flor de todas las izas!

La iza es, con perdón, más puta que la Caba Rumía; pero eso sí: cumplidora, limpia, ambladora y muy buena (muy godeña) en el oficio trotón. No como esas calloncos y grofas de todo trance a las que, por decirlo en germán culto, o casi, les aceitan de almendras el alhorce por cuatro maravedís. No. La de nuestro bravo es doctora del arte aviesa; y de tan buen aspecto, en opinión de su hombre, que podría pasar por tusona de categoría, de las que frecuentan condes y marqueses. Y tan dispuesta a lo suyo, además, que de quedarse preñada (cosa que evita una vieja cobertera de la vecindad), podría decirse lo del romance aquel de don Francisco de Quevedo:

Fuimos sobre vos, señora,
al engendrar el nacido,
más gente que sobre Roma
con Borbón por Carlos Quinto.

El caso es que, que, asentada su autoridad, el jaque se guarda la pecunia, le palmea el buz (o retaguardia) a la daifa y la deja seguir ruando, no sin que antes ésta lo llame cherinol de mi corazón, flor de la altana, cosario de mis columbres, abrigo de mis criojas y (en plan más íntimo) ballestazo de mi broquel, califique su boca de arcaduz de mi dicha, y sus ojos de quemantes de mis asaduras. Que, en la España del siglo de Oro, las bachilleras del abrocho no necesitan leer a don Luis de Góngora para enjaezarles las escarpias, o sea, halagarles las orejas, a los gallos (a los caporales) de sus entretelas.

Que, por Dios, así me goce,
que le vi reñir con doce.

Se encamina nuestro bravo a la casa de conversación, es decir al garito, no sin hacer antes viacrucis por las tabernas, o sea, por las alegrías y consolatorias que le pillan de camino, haciendo suyo aquel higiénico y casi filosófico principio de la jácara Las postrimerías de un rufián:

¿Cuándo se vio que muriese
hombre que sin asco sorba?

Seguro de eso, el bravonel escurre el barro, o el estaño, que en todo puede ir el vino, con algunos conocidos piadores que por allí pastan, haciendo la razón, o brindis, o dominus vobiscum. Y al fin, bien remojada la palabra, lo vemos llegar a la casa de tablaje, y:

Entrar de capa caída,
como los valientes andan,
azumbrada la cabeza
y bebida la palabra.

El garito, todo hay que decirlo, no es coima de minoribus, o de poquito, sino coima de maioribus donde se juega a lo grande, y lo mismo ruedan brechas, o dados (también llamados albaneses, hormigas, astas, peste o cuadros), que se ara con bueyes; nombre éste que los germanes dan al libro real: la baraja, también llamada desencuadernada, o catecismo. En el garito se juegan lo mismo quínolas, polla y cientos, que son juegos de sangría lenta, donde un palomo sangra el argento poco a poco, que el siete, el reparólo y otros juegos de los llamados de estocada, por la rapidez con que te dejan sin dinero, sin habla y sin aliento. La comparación no es ociosa, pues ya lo dijo Lope:

Como el sacar los aceros
con quien tuviere ocasión,
así el jugar es razón
con quien trajere dineros.

Sólo que en este lugar, para evitar males mayores, las armas se dejan al portero, pues en gente poco sufrida como la española, y más si es del hampa, los dimes y diretes suelen terminar a cuchilladas. Así, dejando chapeo y capa, y aliviado de hierro, pasea el valentón entre rumor de conversaciones, tahúres, jugadores y mirones que dan coba a los que ganan, en busca de propina, o barato. En las mesas, alrededor de las cartas y de los dados que ruedan, se oyen suspiros, jaculatorias y pardieces. Sobre todo esto último: juramentos de los que alijan el navío. O sea, los que palman; o más bien de aquellos a quienes, en versos lopescos, despalman:

Veinte escudos que tenía
de mi amo le he jugado
con un fullero taimado,
pensando que no sabía.
Por la compuesta le alcé,
y tanto del juego ignoro,
que, de veinte escudos de oro,
con uno me levanté.

En ese ambiente de tipos gariteros (sages, vivandores, coimeros, templones, cercenadores, caballos, astilleros y dancaires), nuestro bravo encuentra a algunos conocidos prestamistas del garito, llamados tomajones, que lo abrazan. Y responde con tiento, recordando que en lugares como ése, españoles todos a fin de cuentas:

Cuando te abracen, advierte
que segadores semejan:
con una mano te abrazan,
con otra te desjarretan.

Se juega nuestro bravo el cumquibus de su daifa, evitando las mesas donde fulleros y doctores de la valenciana expertos en ahuecar el as, el rey, el siete o la sota en forma de teja o boca de lobo, astillarlo con una marca o un raspado o hacerle la ceja para reconocerlo, despluman a chapetones incautos con barajas a las que también llaman huebras. Llevan éstas los naipes (los bueyes) preparados y llenos de trampas, o flores, que son tan infinitas como el ingenio (berrugueta, ballestón, tira, cristalina, alademosca, panderete) y que parecen directamente salidas del popular romance de Perotudo:

Diez huebras lleva de bueyes;
cada cual es con su flor,
con la raspa y cortadillo,
tira, panda y ballestón.

Prueba primero nuestro bravote con los dados, a los que él llama brechas. Ruedan en su contra, así que piensa que están cargados o tal vez amolados: Mira mal al brechador, y decide cambiar de aires antes de que lo dejen en cordobán. Se va a una de las mesas de cartas donde se aran quínolas, y cuaja conversación, que así se dice a empezar a jugar. Pero hace agua, o sea, pierde más que gana, y termina jurando a los doctrinales. O, dicho de otro modo, echa mantas y no de lana, renegando del papo de Adán y del broquel de Eva. No se fía del tahúr que lo despluma, y lo observa con mucho cuidado intentando descornarle la flor, o adivinarle la trampa, atento a si hace amarre (que es truco para que salga cierto naipe), o salvatierra reteniendo el siete de matantes, de espadas, que en germanía se conoce como setenil, ronda o cueva del becerro. Carta esa, o buey, que a nuestro bravo le permitiría cambiar su suerte. Pero no lo consigue. Sigue perdiendo, y añusga de mala manera al fullero, que con mucha desvergüenza le sostiene la mirada. Sin duda el otro es brujulero fino, de esos de los que puede decirse:

¡Vive Dios, que no hay mayor
bellaco desde aquí a Roma!
¡Qué bien unos naipes toma,
qué bien sabe cualquier flor!

Viendo su dinero más perdido que el alma de Judas, se enfada nuestro bravote, más por no poder probar la flor que porque se la hagan. Aunque empieza a olerse que se la fragua un doble del fullero, que a su espalda, dándoselas de curioso, puede estarle haciendo el espejo de Claramonte, pasándole al otro señas de los palos vacíos (el cinco de bastos), la calle del puerto (el seis de copas) y la puta de copas (la sota) que nuestro bravo tiene en las manos. Al fin se vuelve el rufo a decirle al apuntador que se quite de ahí. Echan verbos y mentís por la gola, y al cabo hace nuestro león ademán de meter mano a la temeraria que no lleva, porque se la dejó al portero. Dicen de salir a reñir afuera. Tercian los conocidos y también el dueño del garito, pidiendo que no se alborote el aula; y al fin, nuestro bravo observa que el fullero y su contrayente (hoy todavía se usa la palabra consorte para cómplice) no están solos, sino que tienen cerca una camada de cuatro o cinco campeadores de garulla, o padrinos, por si las cosas se complican y hay que darle a alguien en la calle un catorce, o un antuvión de esos que llaman conclusión o mojada de cien reales. El caso es que, como las reglas de los que profesan de braveza dicen valientes pero no tontos (crudos pero no badajos), nuestro Roldán decide que peñas y buen tiempo. De manera que se va hacia la puerta como si tuviera algo importante que hacer, tocándose el cinto cual si lamentara no ir rebozado de hierro hasta las cejas. Y allí, muy arrojado de chanfaina, se vuelve a medias y le dice al mozo de la puerta: "Cuerpo de Mahoma, juro a dix y vive Dux, juro por mis dos y por mis cuatro que si no tuviera un asunto urgente, voto al cinto, desataba la sierpe y le contaba los botones con mi temeraria a más de un bellaco. Por vida del rey de espadas (que de España iba a decir) que no hay bastantes hombres aquí para quien, como yo, ha reñido cien veces y matado a quinientos, y eso en ayunas. A fe de quien soy, y no digo más. Y quien dijese lo contrario, miente."

...Y luego, encontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.



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