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La insignia
3 de septiembre del 2004


El precio de la libertad


Jesús Gómez
La Insignia. España, septiembre del 2004.


La reacción del diario guatemalteco Siglo Veintiuno ante el artículo de Mario Roberto Morales del pasado 21 de agosto no pasará a la historia de la información como modelo para canallas: la torpeza y la manipulación combinan peor de lo que se piensa. Que un medio de comunicación dirija un editorial contra uno de sus propios colaboradores, resulta indigno como método, injusto por desproporcionado y cobarde por la elección del anonimato, del texto sin firmar que representa -en teoría- a toda una redacción. Que además lo haga tergiversando conceptos tan necesarios en la edición como el código deontológico y los libros de estilo, demuestra que hasta el mejor de los instrumentos se convierte en basura si cae en manos de especialistas en la materia.

Supongo que el primer aspecto habrá llamado la atención de quienes están acostumbrados a actos más sutiles, o para ser más exactos, fuera de escena y entre bastidores; pero exceptuado el detalle de las formas, todo lo demás es parte de un proceso desafortunada y sustancialmente idéntico a ambos lados del Atlántico, que debería provocar una respuesta contundente desde el periodismo. No digo con ello que la espere, por supuesto: no la espero. Hablamos de uno de los gremios más individualistas, desorganizados y proclives por tanto a doblar la cerviz ante el patrono, que conozco; hablamos de un ámbito laboral dominado por el miedo, desde factores tan comunes como la posibilidad de perder el puesto de trabajo hasta otros menos habituales para la mayoría de la gente como la pérdida del espacio de poder público, de la cuota de fama o del simple y gran sueño, igualmente excepcional, de hacer lo que nos gusta hacer.

Hace unos días, un escritor y periodista, que no suele malgastar sus columnas -como tantos- en hacerse el listo ante los lectores, repetir lo escrito mil veces por plumas más capaces y mantenerse estrictamente fiel a los principios políticamente correctos de su ámbito (social, político, cultural, económico), se hizo eco de una denuncia sobre supuestas censuras en medios de comunicación guatemaltecos. No afirmaba a título personal: informaba sobre un anómimo que había tenido amplia difusión en las redacciones del país y que, por lo demás, ya había llegado a la opinión pública a través de una agencia de noticias. No emitía juicios de valor: pedía explicaciones o un simple desmentido ante acusaciones que en ningún caso se debían obviar con la conocida artimaña del silencio. Lo sucedido después, ya lo conocen. Sólo cabría añadir el tono insultante del editorial, equivalente a un despido encubierto, y el transfondo de la "alianza" de Siglo Veintiuno con el derechista La Nación, de Costa Rica.

Ésa es la historia. O casi.

Conozco a Mario Roberto Morales desde hace años. Como lector y compañero de profesión lo considero un ejemplo a seguir, uno de los mejores columnistas iberoamericanos y un autor excepcionalmente sólido, digno y valiente en un ámbito donde ninguno de esos calificativos cotiza demasiado. Como editor, mi opinión es igualmente categórica: si esto merece la pena es por personas como él. No me refiero a su grado de compromiso, muy superior al común, ni a la seriedad con la que afronta cualquier aspecto del trabajo de un medio; eso es fundamental, pero poco en comparación con el valor de su obra: suma, crea y alza la voz donde otros restan, imitan y callan, y con independencia de acuerdos y divergencias, es un permanente recordatorio de que el compromiso con la verdad debe ser un elemento central de la palabra escrita. Incluso en la ficción.

Cuando se debate sobre el problema de los medios de comunicación, se habla, con razón, sobre los peligros de la concentración empresarial, de la falta de pluralidad (en cierta igualdad de condiciones), de las imposibilidades económicas que destruyen en la práctica el concepto de libertad de prensa, del papel del propio Estado, de los modelos de relaciones laborales que se han impuesto, etc. A todo ello se añaden casos flagrantes de censura, tergiversación, un habitual desequilibrio del conjunto del sistema informativo o el total desprecio de sus principios, aunque suelan ser papel mojado, allá donde ni siquiera se respetan los derechos formales. Y eso está bien, muy bien, tanto que ya podemos quedarnos contentos y darnos palmaditas en la espalda. En efecto, por ahí van los tiros si se trata de corregir la involución que semejante estado de cosas produce en el sistema democrático.

Ahora bien, ni esos son los únicos problemas de los medios de comunicación ni todos los problemas están relacionados con esas cuestiones, que empiezan a ser obvias para un porcentaje creciente -pero muy insuficiente todavía- de personas. Echen un vistazo al panorama. Elijan el campo que quieran: periodismo, literatura, música. Las empresas que los dominan comparten una concentración muy parecida de la producción y una pretensión de someter cualquier expresión a un peculiar concepto de la propiedad que, entre otras muchas cosas, incluye la definición misma de lo que entendemos (al menos como consumidores) por periodismo, literatura, música. Inevitablemente, ese sistema produce una pérdida general de calidad que termina en dictadura de mediocres. A grandes rasgos, si el talento no encaja en determinados objetivos estadísticos (típico de música y literatura), el talento se castiga; si además implica el riesgo de que alguien piense por su cuenta (típico del periodismo), se castiga doblemente. En todos los sectores hay cauces alternativos, pero ocupan un aspecto marginal del conjunto del sistema. Y en todos los casos propuestos se buscan profesionales acomodaticios, poco conflictivos, gente estándar que piense y cree de forma estándar hasta en la diferencia.

Mario Roberto Morales no pertenece a ese extensísimo club. Sus palabras son un ejercicio de libertad dirigido a lectores con inteligencia, detalle tan inconveniente en periodismo que suele costar muy caro. Hoy ha sido un despido encubierto; en otros casos, es la exclusión profesional. No voy a decir que cuenta con la admiración, el respeto y la solidaridad de unos cuantos que compartimos su apuesta porque ya lo sabe y porque supongo que opina lo mismo que yo, que ni la admiración ni el respeto ni la solidaridad sirven para pagar facturas. Pero debo decir que cuando un chaval escribe sus primeras líneas y no se le ocurre mejor cosa que ser escritor o periodista, no es habitual que se diga: voy a ser un tonto útil, una nadería, un funcionario del lenguaje escrito, otra cara en el mercado de los suplementos culturales, otro tuercebotas. Que la realidad pueda aplastar después los sueños, no varía ese hecho. E imagino innecesario extenderme en el porqué.

El periodismo y la literatura existían antes de que surgiera la primera macroeditorial y el primer grupo mediático. Existen con independencia del modelo de mercado en el que se desarrollen: alguien se siente en la necesidad de contar una historia, y todos, en la necesidad de saber o simplemente de entretenernos. Somos la información que recibimos. Somos lo que leemos. Así que les toca elegir entre ser lectores clónicos de autores clónicos o seres libres. En cierta forma, el mundo no es más que eso.



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