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La insignia
26 de octubre del 2004


Entre los diques y la vida virtuosa*


Óscar Carpintero
La Insignia. España, octubre del 2004.


Gente que no quiere viajar a Marte es el tercer volumen con el que Jorge Riechmann cierra su "trilogía de la autocontención". Trilogía iniciada en 2000 con Un mundo vulnerable, continuada más tarde con Todos los animales somos hermanos, y que ahora se remata solventemente con esta nueva entrega. Cabe apuntar que no es tarea fácil reflexionar con valentía y solidez sobre las cuestiones más acuciantes que tienen planteadas ahora mismo nuestras sociedades, sea en términos de destrucción ecológica, desigualdad o descontrol del complejo tecnocientífico que rodea nuestras vidas, pero más difícil aún es hacerlo de manera continuada en tres libros, sin perder en ningún momento la calidad en la reflexión y la exposición. Riechmann es aquí fiel a la máxima de Einstein al reclamar que "las cosas deberían explicarse de modo tan sencillo como fuera posible, pero no más".

No esta de sobra recordar que, ya en Un mundo vulnerable, y ante la dimensión alcanzada por los problemas y conflictos socioecológicos en el planeta, el filósofo madrileño se mostrara reacio a "la avidez de novedades", a la tentación de adoptar "nuevas éticas" para hacer frente intelectualmente a las "nuevas cuestiones"; siendo más bien partidario de utilizar "nuestra vieja razón de siempre pero aplicada con coraje a las nuevas circunstancias". Como esa vieja razón tenía un eslabón importante en la herencia ilustrada, se hacía necesario volver con nuevos bríos sobre "los puntos ciegos de la Ilustración y sus promesas incumplidas". Es decir: "exigir una ilustración de la Ilustración que se haga cargo de los problemas ecológicos con la radicalidad necesaria". A ello ha dedicado Riechmann su labor filosófico-moral durante este tiempo. En Todos los animales somos hermanos une sus fuerzas a las de otros importantes filósofos y razona, de manera convincente, sobre la necesidad de cubrir el "déficit moral ilustrado" ampliando la comunidad moral de derechos más allá de la propia especie humana, esto es, considerando moralmente a otros animales no humanos en virtud, entre otras cosas, de su cercanía biológica a nosotros y de su capacidad para sentir dolor. Ahora, con Gente que no quiere viajar a Marte aporta otro elemento fundamental con el que adaptar la tradición ilustrada a la altura de los tiempos: la idea de limitación consciente, de autolimitación -bien fundamentada en el conocimiento científico al que la propia Ilustración apela-, necesaria para ayudar a atemperar la idea tradicional de "progreso" y sus consecuencias, en un pensamiento ilustrado excesivamente eufórico "por el dominio ilimitado de la naturaleza". El "proyecto ilustrado" debe, entonces, transformarse en un "proyecto de autolimitación" si quiere seguir manteniendo la voluntad racionalista y emancipatoria con la que nació: "Quien no quiera tomar nota de que la noción de 'progreso' necesita una reformulación profunda después de Auschwitz, Hiroshima, Chernobil, Bhopal, la fractura Norte-Sur y la crisis ecológica mundial, quizá sea algo peor que tonto" (p. 62) .

Sin embargo, tal y como se documenta en el libro, los derroteros seguidos por la civilización industrial han ido por otro camino, invocando la noción de progreso científico-técnico precisamente como argumento para apoyar un "proyecto de extralimitación" cuyas manifestaciones más importantes son dos: el desbordamiento de los límites impuestos por la naturaleza humana (analizados en los capítulos 1 y 2), y el intento de "superación" de las restricciones de vivir en un planeta finito como es la Tierra (capítulos 3 y 4). El "proyecto de autolimitación" propuesto por Riechmann tiene otro cariz y otros acentos. Pasaría por interpretar el conocimiento científico no tanto como posibilidades que se le abren al homo faber, sino como enunciados de imposibilidad a lo que se puede hacer (pues eso son, en el fondo, muchas leyes científicas), de límites a nuestras capacidades tecnológicas, de acción y de conocimiento, para evitar las peores consecuencias ecológicas y sociales de proyectos que no tengan en cuenta estos rasgos de la humanidad y la naturaleza. En definitiva, de apoyar la autocontención precisamente sobre las enseñanzas científicas y la responsabilidad moral.

En los cinco primeros capítulos se desgranan y critican con acierto los principales argumentos que los "tecnoentusiastas" han venido defendiendo para justificar su "proyecto de extralimitación". Así, en lo referente a los movimientos de huida de los límites impuestos por la condición humana, se polemiza tanto con aquellos que diseñan un futuro en el que la tecnología dará a luz nuevos seres humanos, "perfectos" como máquinas, como con los que, por el contrario, pretenden una huída a un pasado demasiado remoto. Por ejemplo, John Zerzan, que reivindica una nostalgia de un mundo natural dominado por lo pre-humano, de una naturaleza previa a los diferentes estadíos de hominización, donde el lenguaje y la técnica no habrían corrompido al hombre, y en los que, como mucho, dominarían las actividades de caza y recolección. Lejos de ser este un mensaje transgresor, Riechmann ve clara su naturaleza reaccionaria: "...esa nostalgia de la vida animal -la vida no mediada-, para quienes no podemos volver a ser pre-sapiens ni aunque nos lo propongamos, ¿adónde conduce? Situar la Edad de Oro en un pasado inalcanzable por definición me parece reaccionario. Se trata de un ejemplo más -me temo- de la loca idealización de lo que nos queda lejos, lo más lejos posible, de manera que nuestro pensamiento desiderativo no tiene por qué arriesgarse en el contraste con la realidad -que suele ser doloroso-" (p. 40). Pero también se relativizan los intentos de superar los límites de la naturaleza humana creando "nuevas razas post-humanas" a través de la ingeniería genética, cambiando su metabolismo, creando condiciones para que puedan vivir debajo del agua, o diseñando humanos que puedan habitar en el espacio duplicando sus pulmones o estómagos, o creando auténticos "soldados para la guerra" como máquinas de combate,... Aspiraciones que denotan tanto el deseo de poder como el miedo a la libertad, a no tener que vivir con el peso de la elección moral (p. 52). Todas estas propuestas se caracterizan por no aceptar tampoco el carácter fronterizo del humanismo tal y como lo plantea Riechmann, es decir: de asumir que somos seres mortales, finitos, imperfectos, con limitaciones, "...ni animal, ni dios, ni máquina, sino criatura de frontera". Y no le falta razón al apuntar que muchas de estas especulaciones esconden una "...huída ante los verdaderos problemas y responsabilidades de nuestra época. Pues no cabe ignorar que mientras nuestros pensadores y científicos se entregan a líneas de investigación alocadas y masturbaciones mentales varias, ¡nuestra biosfera está seriamente dañada, y nuestra propia especie corre peligro de extinción a corto plazo" (p. 46).

Pero Riechmann complementa lo anterior narrando y polemizando con el otro movimiento de fuga que constituye el "proyecto de extralimitación": la huida del planeta Tierra, la superación de su carácter finito. Como es sabido, la idea de los límites, de las restricciones a la expansión de la especie humana y su sistema económico dentro de la biosfera logró un importante espaldarazo científico en 1972 con la publicación del informe al Club de Roma "Los límites al crecimiento", realizado por los esposos Meadows. En el capítulo 3 se recogen acertadamente las principales razones esgrimidas en este trabajo sobre la imposibilidad de mantener una estrategia de crecimiento económico y poblacional como la actual en un planeta de recursos finitos, con el probable resultado que se producirá en los próximos cien años si no se modifican las tendencias. La degradación ambiental producida en dos décadas hizo que la revisión de este trabajo veinte años después, en 1992, confirmara e incluso rebasara algunas de las tendencias apuntadas por los autores en 1972. Ahora bien, ante el jarro de agua fría que este texto supuso sobre la noción tradicional de progreso y la confianza generalizada en que el crecimiento económico iba a resolver todos los problemas sociales importantes, la reacción tuvo dos momentos casi simultáneos. En primer lugar, se adoptó una línea de crítica a la que se apuntaron precisamente los científicos sociales más interpelados por el Informe: los economistas. Casi todos negaron la existencia de límites al crecimiento económico acusando a los Meadows de haber olvidado dos factores muy relevantes: el mecanismo de los precios que avisaría de la escasez de recursos naturales fomentando los procesos de sustitución, y la acción del progreso tecnológico que alejaría a largo plazo el fantasma de las escasez. Lamentablemente, esos mismos economistas olvidaban por su parte dos argumentos científicos mucho más determinantes (las leyes de la termodinámica y, en especial, la segunda de ellas, la ley de la entropía) que ejercían como potentes restricciones a la expansión de un sistema económico que devora energía y materiales no renovables y que impone límites a la eficiencia. La economía ecológica está familiarizada con estos argumentos y los viene utilizando desde hace décadas contra el optimismo tecnológico de la economía convencional. Riechmann conoce bien estas razones y las expone con sencillez y fundamento en las páginas de este libro (pp. 132-139).

Ahora bien, al mismo tiempo que la economía convencional y los "tecnoentusiastas" se revolvían en sus asientos negando los límites al crecimiento dentro del Planeta, se elaboró un "contrainforme" ("Los próximos diez mil años") a las tesis de los Meadows. Su autor, Adrian Berry, sí que aceptaba que la Tierra no podía abastecer a largo plazo el progreso material de la humanidad, pero no había problema porque fuera, el espacio sideral es ilimitado, y está esperando ser conquistado. De modo que, ¡problema resuelto! Sin embargo, la crítica de Riechmann a esta pretensión de "viajar a Marte" es doble: moral y científico-económica. En el primer caso, se toma buena nota de las razones que ya en los años setenta esgrimía Manuel Sacristán contra las tesis de Berry y el futuro "opresivo, jerarquizado y explotador" que requeriría la colonización de otros planetas, que empezaría por la Luna, seguiría por Júpiter,... Como recordaba Sacristán: "lo primero que se le ocurre a uno críticamente es que si tan fácil es hacer habitable la Luna y Júpiter, por qué no mantener habitable la Tierra. Con toda seguridad sería más fácil".

Para la segunda crítica, para demostrar la irracionalidad del intento de fuga hacia el resto del Universo, se puede acudir a las palabras de J.M. Naredo en el prólogo que encabeza el libro y que el propio Riechmann suscribe: "Se llama 'carrera espacial' a algo que difícilmente logra separarse de la Tierra. Tras los empeños de elevarse unos pocos de miles de metros para salir de la atmósfera y girar en torno a la Tierra, esta 'carrera' apenas ha conseguido acercarse a los planetas más próximos al sistema solar, situados a menos de cien millones de kilómetros. Esta visión tan miope del espacio cierra los ojos al hecho de que la cosmología mide las distancias en años luz, mientras que la física nos indica que para poner un cuerpo con masa a la velocidad de la luz habría que aplicarle una energía infinita: la famosa fórmula de Einstein viene a denotar, de hecho, la imposibilidad de que tal cosa ocurra o de que si ocurre sería a costa de desintegrar dicho cuerpo, negando el objetivo mismo del empeño. Cuando la posibilidad de encontrar un planeta habitable se sitúa como poco a una distancia de cientos de años luz (es decir, a muchos millones de veces la distancia que nos separa del sol), la idea de la colonización espacial se revela una quimera no ya sin viabilidad física, sino sobre todo sin base económica" (p. 16). Riechmann insiste también, con datos en la mano, en el despilfarro que supone alimentar una industria aeroespacial animada por una -podríamos llamarla así- "ciencia descarriada" que se dedica a simular experimentos de ingeniería genética de plantas en condiciones de ingravidez, gastándose en estos y otros menesteres similares 95.000 millones de dólares, mientras 800 millones de personas padecen desnutrición crónica (p. 113). Y ello sin contar el cinismo que supone "vender socialmente" la carrera espacial en aras de los beneficios científicos y médicos (curación de enfermedades, nuevos materiales, ...) que procurarían dichos vuelos espaciales en condiciones de microgravedad. Sin embargo, Riechmann también nos recuerda algo que desde hace tiempo se conoce: que los verdaderos objetivos de la carrera espacial tienen sobre todo que ver con el control militar del espacio, las telecomunicaciones, la publicidad política, el alimento de lobbies, etc,. Además, el año pasado, el historiador de la ciencia J.M. Sánchez Ron nos informaba que, ni los propios científicos serios se creen las bondades científicas de los vuelos espaciales, lo que corroboraba con las declaraciones del físico Robert Park (de la American Physical Society) ante el Comité de Ciencia y el Subcomité de Espacio y Aeronáutica del Congreso de Estados Unidos: "años de investigación en el transbordador espacial y la Mir no han producido en absoluto evidencia de que un medio de microgravedad ofrezca alguna ventaja para procesar o manufacturar. De hecho existen fundadas razones científicas para dudar de que lo ofrezca". A la vista de lo dicho, se comprenden los motivos del filósofo madrileño para negarse a viajar a Marte, y aprovechar el tiempo y los recursos para ser "jardineros en la Tierra en vez de mineros en Júpiter": "Los ecologistas -apunta Riechmann- somos personas que no sentimos la imperiosa necesidad de construir hoteles en la Luna; gente que no queremos viajar a Marte. No porque no apreciemos los aspectos atractivos de la propuesta (confieso que fui un ávido lector de ciencia-ficción durante mi adolescencia), sino por ser bien conscientes de todo lo que necesariamente perderíamos en ese proceso de expansión cósmica (suponiéndose que finalmente pudiese llevarse a cabo sin desembocar antes en un colapso civilizatorio)" (p. 114).

Después de pasar revista y criticar los rasgos principales del "proyecto de extralimitación", el resto del libro se dedica a construir, desde el punto de vista moral, el "proyecto de autocontención". Un proyecto que se aquilata con el buen conocimiento que proporcionan tanto los saberes más vinculados al "mundo natural" de la termodinámica y la ecología, como a las ciencias sociales que observan atentamente el comportamiento real y no idealizado de los humanos. Seis son las autolimitaciones que plantea Riechmann a tener en cuenta, a saber: sobre la exploración imprudente e incontrolada de las posibilidades tecnocientíficas (biotecnología, nanotecnología,...); sobre el uso de energía exosomática y los recursos naturales; sobre el transporte a larga distancia; sobre el comercio y la producción, sobre la ocupación territorial de ecosistemas, y sobre el crecimiento de la población. El autor ya ha dedicado otros trabajos a proponer los cambios económico-ecológicos y técnicos necesarios para avanzar hacia una sociedad más sustentable socioecológicamente. De lo que ahora se trata es de encontrar los valores y actitudes que deben guiar ese "proyecto de autocontención". En esa búsqueda de valores y actitudes Riechmann bucea también en las tradiciones literarias y religiosas y nos regala un bello catálogo de "figuras de la autolimitación" que complementan con su ejemplo las enseñanzas proporcionadas por los saberes científicos. Trece figuras que incorporan reflexiones de gentes como Juan Ramón Jiménez, Manuel Sacristán, Martha Nussbaum, Cornelius Castoriadis, Herman Daly, Hans Jonas, Pietro Barcellona, el Tsitsum hebreo, el jasidismo o el budismo zen, por citar sólo algunas (capítulo 7). En todas ellas se destaca el carácter limitativo de la condición humana, su "ser fronterizo" como requisito para la vida de uno mismo pero también para la de los otros: "Sólo la autolimitación hace posible la alteridad, al dejar espacio para el otro" sugiere el autor inspirándose en una interpretación del cabalista Isaac Luria (p.154).

De estos y otros ejemplos se arrancan razones para alimentar ese "proyecto de autolimitación" sustentado sobre tres pilares, mutuamente relacionados: una ética de la imperfección, (capítulo 8), el fomento de la sencillez (capítulo 6), y el cultivo de la lentitud (capítulo 9). En el primer caso, y dada la presencia abrumadora de la normalidad de los accidentes, del azar, de los errores, fallos, incertidumbre, e imprecisión en predecir el futuro que conlleva la vida de los humanos, no estaría de más partir, en nuestros análisis, de una "antropología de la chapuza" en vez de acudir a una "antropología de la perfección". La consecuencia sería, según Riechmann, optar y favorecer siempre las estrategias de prevención en vez de las estrategias de control: "La enorme capacidad del ser humano para generar peligro y daño no guarda ninguna proporción con su limitado poder de gestionar ese peligro y daño: esta es la justificación del principio de precaución" (p. 189). Además, en muchos casos, los "accidentes normales" y los daños están muy relacionados con el nivel de complejidad técnica y organizativa, y casi siempre los problemas derivados de esa complejidad crecen más deprisa que los medios para su solución (generando una especie de "efecto hidra"). Tiene razón el autor cuando nos anima a resistir ante "...la actitud fatalista que conduce a aceptar resignadamente, sin análisis ni decisión democrática, sistemas tecnológicos de alto riesgo que son presentados como destinos ineluctables (...) Allí donde percibamos riesgos sistémicos inaceptables, la opción por tecnologías alternativas que generen menos riesgo estructural resulta obligada. Por sensatez, por responsabilidad, en definitiva: por precaución" (p.138.). Se puede suscribir, por tanto, el mensaje "intermedio" que nos sugiere Riechmann: "lo sencillo es hermoso", como lema para "reducir controladamente ( y de forma democrática) la complejidad excesiva de las modernas sociedades industriales" (p. 143). Y si el nivel de complejidad aumenta generalmente los riesgos, también el deterioro ecológico y social se incrementa cuando el veloz ritmo con el que se gestiona la producción y el consumo, "choca brutalmente contra los tiempos de la biosfera". En el capitulo 9 Riechmann desgrana las consecuencias de ese encontronazo y aboga con sólidas razones por acompasar lo máximo posible el ritmo de nuestras sociedades industriales y nuestras vidas al que marcan los ciclos de funcionamiento de la biosfera. Sobre todo por la asimetría entre los pocos días o semanas en que agotamos y utilizamos los recursos minerales de la corteza terrestre o hacemos desaparecer las especies (biodiversidad), y el tiempo que requieren los procesos de regeneración natural de esas mismas sustancias o seres vivos que a veces medimos en millones de años. Ayudar a poner en marcha una "cultura ecológica de la lentitud" frente a la cultura capitalista de la rapidez (p. 213), que nos permita emular el modo de producción cíclico y renovable de la biosfera, con la brújula del principio de precaución guiando nuestros pasos.

En resumidas cuentas, que para lograr este deseable "proyecto de autolimitación" y perpetuar una vida saludable en nuestra Tierra, no es necesario (ni deseable) viajar a Marte. Los riesgos de la "extralimitación", y del desarrollo desbocado de nuestro potencial científico-técnico así lo atestiguan. Riechmann ha demostrado con testimonios variados y buenas razones, que estas no son preocupaciones sólo de mentes anticientíficas o discursos antirracionalistas. Seguramente los argumentos expuestos a lo largo de este libro se puedan complementar con las palabras de un físico excepcional, Werner Heisenberg, cuando, ya en 1955, apelaba a la conciencia de ese riesgo y a la necesidad de enfrentarse a los límites: "La esperanza de que la expansión del poderío material y espiritual del hombre haya de constituir siempre un progreso se ve constreñida por limitaciones ciertas, por más que resulte difícil dibujarlas con nitidez; y los riesgos crecen en la medida en que la ola de optimismo, impulsada por la fe en el progreso, se obstina en batir contra aquellos límites (...) La expansión, ilimitada en apariencia, de su poderío material, ha colocado a la humanidad en la tesitura de un capitán cuyo buque está construido con tanta abundancia de acero y hierro que la aguja de su compás sólo apunta a la masa férrea del propio buque, y no al norte. Con un barco semejante no hay modo de poner proa hacia ninguna meta; navegará en circulo, entregado a vientos y mareas (...) la conciencia de que la esperanza escondida tras la fe en el progreso ha hallado sus límites, implica ya el deseo de no dar vueltas en círculo, sino de alcanzar una meta". Bien pudiera ser esa meta la "vida buena en un planeta habitable", siendo conscientes de los límites, y haciendo caso al consejo de Bertrand Russell, recogido por Jorge Riechmann: "que la vida virtuosa (no por completo en el sentido tradicional) es tan necesaria para la supervivencia como los diques".


(*) Jorge Riechmann, Gente que no quiere viajar a Marte. Madrid, Ed. Los Libros de la Catarata, 2004. Prólogo de José Manuel Naredo.



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