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22 de noviembre del 2004 |
Snow Crash
Rodolfo Martínez
Snow Crash (Snow Crash), de Neal Stephenson
Si Snow Crash fuera una película tendría que ser rodada al alimón por Quentin Tarantino y los Hermanos Wachowski. Sólo el autor de Pulp Fiction o Reservoir Dogs podría escribir unos diálogos equiparables en fuerza, rapidez, y esa mezcla de erudición y habla barriobajera que caracteriza algunos de sus mejores momentos en la pantalla. Y sólo los creadores de Matrix serían capaces de estar a la altura de la descabellada y brillante imaginería visual que Stephenson invoca en su libro. Todo ello fielmente reproducido (algo que no siempre pasa, y menos en un libro de difícil traducción como este) por Juanma Barranquero; es de destacar, entre otras muchas cosas, el cuidado con el que ha vertido la enormidad de neologismos difícilmente traducibles al castellano que pueblan la novela. Y es que estamos ante lo que posiblemente sea la más desenfrenada, divertida e incontrolada novela de ciencia ficción de la década de los noventa. Y eso viniendo de manos de quien, en el momento de la publicación de esta novela, era prácticamente un desconocido para el público español. Ahora las cosas han cambiado tras el éxito editorial de Criptonomicón y el lanzamiento en nuestro país de Azogue, la primera novela de las tres que conforman lo que su autor ha llamado El ciclo barroco. Pero en el momento en que Gigamesh publicó Snow Crash, salvo La era del diamante: manual ilustrado para jovencitas, publicada tres años antes por ediciones B y Zodiac, editada ya hace más de una década por Seix Barral, Neal Stephenson, el chico malo del cíberpunk, estaba prácticamente inédito en nuestro idioma, algo que, como ya he comentado, enseguida encontró solución. En un género como la ciencia ficción, donde una corriente no ha tenido tiempo de nacer y ya se ha devorado a sí misma antes de que aparezca la siguiente para agonizar en medio de lugares comunes que no hace mucho eran imágenes novedosas, obras como Snow Crash son un auténtico soplo de aire fresco, al mismo tiempo que tienen mucho de revulsivo para autores que se limitan a repetir una y otra vez el mismo cómodo esquema, brillante en apariencia, pero hueco a poco que lo miremos con atención. Cuando Stephenson publicó esta novela en 1991 el cíberpunk parecía ya muerto para siempre, convertido como mucho en fuente de imaginería visual para juegos de ordenador, manuales de rol y alguna franquicia literaria que otra. Un cadáver ya cómodamente amortajado, listo por fin para que Hollywood pudiera rebuscar entre sus restos y lanzar la próxima generación de efectos especiales infográficos. Es cierto que (como dice Juanma Barranquero en su introducción a Snow Crash) la muerte del cíberpunk dejó a su paso hermosos cadáveres, como la obra de Pat Cadigan, Bruce Sterling o Walter John Williams, pero parecía condenado a una repetición rutinaria de realidades virtuales, implantes craneales y mafias adolescentes embutidas en cuero negro y con brillantes gafas de espejo hackeando por la libertad del mundo contra todopoderosas corporaciones. Y entonces llega Stephenson y barre con todo eso de un plumazo, y encima sin tomárselo demasiado en serio, sin que parezca importarle mucho lo que está haciendo. Desde la primera frase de la novela, vemos que está no es la enésima vuelta de tuerca de los jinetes del ciberespacio. Acabado el primer párrafo tenemos la sensación de que el autor nos está tomando el pelo. Terminada la primera página comenzamos a darnos cuenta de que vamos a disfrutar como pocas veces. Y casi antes de que nos demos cuenta hemos llegado a la última y estamos cerrando el libro. El mundo que nos describe Stephenson en su novela es tan desenfrenadamente imposible que a ratos nos parece el nuestro, quizá porque en cierto modo lo es, pasado por el tamiz de un espejo deformante: un mundo donde la Mafia se ha hecho con el negocio de las pizzas a domicilio (entrega garantizada en treinta minutos, o el mismísimo capo se disculpa con el cliente y al repartidor no se le vuelve a ver), donde el antiguo gobierno de los Estados Unidos es ahora un puñado de burócratas que malviven como una de las más mediocres naciones-franquicia que pueblan el mundo, donde las empresas de reparto utilizan como correos (perdón, como korreos) a quinceañeros en monopatín, donde un hombre puede ser al mismo tiempo el mejor espadachín del mundo, el más arriesgado hacker y un mediocre repartidor de pizzas, donde naciones enteras nacen, crecen y mueren en los arrabales de las autopistas interestatales. Estamos en un mundo en el que siempre es de noche: oscuro, brillante y desenfrenado, un mundo en el que los héroes salvan a la civilización que conocemos (que conocen) antes de las doce de la noche, no vaya a ser que su madre se preocupe por lo que estarán haciendo. No es de extrañar que Timothy Leary, el gurú de la psicodelia en los sesenta, haya saludado el advenimiento de Snow Crash calificándolo como "un fantástico torbellino superrrealista, un proyectil cómicogrotesco disparado hacia un mañana que ya está ocurriendo", porque Snow Crash tiene mucho de viaje. Su estructura no puede ser más simple, y bebe directamente en las películas de aventuras de los años cuarenta. De hecho, por ritmo y por dosificación de la historia, podría ser perfectamente una película de Indiana Jones. Pero a diferencia de la clásica historia de aventuras, sus protagonistas no son héroes arquetípicos para los que el miedo no existe: sus personajes tienen un algo de parodia, pero también la suficiente profundidad como para hacérsenos reales y creíbles, con todos los terrores, miserias y meteduras de pata que eso implica. Sus secundarios parecen sacados de todas partes, como si Stephenson hubiera asimilado toda la cultura popular del siglo veinte y hubiera decidido regurgitarla en esta novela: por Snow Crash pululan niños pijos, beautiful people, quinceañeros, freakies, pistoleros a sueldo, bibliotecarios eruditos, mafiosos que parecen ejecutivos y ejecutivos que parecen mafiosos. Pero lo que distingue a Snow Crash, lo que lo hace alzarse por encima de otras obras cíberpunks es la desenfrenada avalancha de conceptos, ideas e imágenes que pueblan toda la novela. Conceptos, ideas e imágenes con el suficiente empaque como para que en manos de otro autor nos sumergieran en la enésima novela de tesis de la ciencia ficción, pero que aquí son disparadas a un ritmo que no concede pausa al lector y entrelazadas con una mirada entre irónica y distante, como si el autor hubiera decidido que hay cosas que es mejor no tomárselas en serio, y que posiblemente la literatura sea una de ellas, que no estamos ante otra cosa que una enorme broma magistralmente narrada. |
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