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La insignia
23 de julio del 2004


La última noche del tigre*


Cristina Pacheco
La Insignia. México, julio del 2004.


I

La última noche del tigre

La vieja ya se frunció. Dice que si no hay chelines no hay cheves. Sacrifícate, carnal; cotorréala y le sacas un cartón. ¡Qué pasó, doña! ¿Ya no nos tiene confianza?

II

Dale, dale: no pierdas el tino. Pero luego que comiencen a pasar le subes más al mecate, porque si no van a romper la piñata en un momentito y a la pobre de Tere le salió carísima. Ay Dios Santo, qué griterío. Váyanse para afuera. Bueno, o se aplacan o le digo a Tere que no haga nada de piñata. Bájenle al radio porque no oigo lo que me dice aquélla. No: Rina no está aquí. ¿No te acuerdas que la mandaste a la tienda de doña Jose por unas cervezas?

III

Fue por mi culpa. Si no se me hubiera ocurrido hacer la piñata no hubiese pasado lo que sucedió. Todo por darle gusto a mi Rina. Hija, pero si ya se acabaron las posadas. Me gasté cuanto tenía en la famosa piñata, pero valió la pena: andaba bien contenta la chamaca. A lo mejor es el último gusto que le doy porque, con lo carísimo que está todo, el año que entra ni piñata ni nada. Fue por mi culpa. Si al menos no hubiera mandado a la niña a traer las cervezas.

IV

Mira qué chula güerita. Ay, ustedes de veras son unos viciosos. ¿Qué no ven que es una niña? No se ponga celosa, doña Jose, para usté también tenemos. Por eso no me gusta que vengan aquí, porque toman y luego se vuelven locos. ¿Cuántas cervezas, Rina?

V

Agarra los centavos de mi bolsa. Nomás cuatro caguamas porque si no al rato va a ser una borrachera. Y no te dilates ni te pongas a platicar. Ya está oscuro y, además, te necesito aquí para que ayudes. ¿Adónde llevas esa lima? Déjala. Si comienzas a sacarle relleno a la piñata al rato va a estar vacía.

VI

Güerita chula, ¿no quieres que te ayude con la bolsa? No te asustes, no te voy a hacer nada malo. No corras, canija, no te espantes... Y aquel güey, ¿qué tanto grita? ¿Qué quiere o qué?

VII

No me di cuenta de a qué horas llegó ni la oí. Los chamacos estaban alborotando mucho en el patio y, como de costumbre, en la casa de junto seguían con la música a todo volumen. Teresa: Rina está llorando en la puerta. ¿Qué te pasó? ¿Te robaron el dinero? ¿A quién mataron, habla, no te entiendo? Del susto la niña no podía decir bien las cosas. Cuando vi su carita reconocí en ella todos los rasgos del Tigre. El corazón me avisó y corrí.

VIII

Órale, dejen en paz a esa chamaca. Me meto porque se me da mi gana y ¿qué? No seré muy macho pero al menos no abuso de las niñas. Lo que quieran, nomás de uno por uno. Ay qué bocón, qué macho. Dale, dale, dale… Déjalo allí, tráete el morral con las cervezas.

IX

No sé ni como llegué a la tienda de doña Jose. En ese momento no sentí el frío ni vi el bolón de gente. Sólo al Tigre. Estaba tirado en el suelo. Me quedé mirándolo, como tonta, hasta que abrió los ojos. Los tenía hinchadísimos, igual que la boca. Me dolió la cara, como si me hubieran golpeado también a mí. ¿Qué te pasó, Tigre, qué te sucedió? Me hinqué junto a él, le reclamé que siempre anduviera metiéndose en líos pero me callé al tocarle el pecho. Estaba húmedo de sangre. Él leyó el tamaño de su herida en mis ojos, en mis lágrimas.

X

Montoneros infelices... Ay Dios santo, que alguien pase por aquí, que nos ayude... Rina, córrele y avisa que aquí están matando a un hombre. No te detengas. Déjenlo malditos, infelices, déjenlo...

XI

¿Y tú que dijiste? Ese desgraciado del Tigre salió de la cárcel y no se acuerda de venir a verme. ¿Cómo crees? Ya me andaba por verte. Lo que pasa es que no quería llegar nada más así, por eso se me pasó un día y otro hasta que hoy me animé. Iba a tu casa. Me detuve para comprar cigarros en la miscelánea de doña Jose. No alcancé a entrar. Vi a la chamaca y a los tipos esos detrás de ella... Teresa, ¿por qué no volviste a visitarme en la cárcel? Los jueves y los domingos me daba mis vueltas pensando que te iba a ver en el patio. A veces hasta se me figuraba verte con ese vestido morado que te queda tan bien. ¿Todavía lo tienes? Híjole, yo que nunca pude decir nada, ahorita estoy hablando demasiado. A buena hora, dirás... Voy a callarme tantito. Mientras, platícame algo, lo que sea, pero tú no te quedes callada. Teresa, dame la mano...

XII

Me senté junto a él, como si no pasara nada, como si platicáramos así nada más. Le conté muchas cosas. Mi madre murió hace un año pero gracias a Dios no tuvo dolores. No quise regresar al taller de costura: me dio miedo. Después del temblor. Ahora plancho y lavo ajeno. Me va bien; bueno, más o menos, pero no me quejo...

XIII

Cálmese, doña Jose, cálmese. Pero ¿cómo voy a calmarme? Fue horrible. Vi cómo lo golpeaban. Al principio no lo reconocí. Hacía mucho tiempo que no venía por estos rumbos. Me di cuenta de que era el Tigre cuando lo dejaron tirado en el suelo y me le acerqué. No, no fue culpa suya. No los provocó. Si peleó fue por defender a la Rina. Creo que ni siquiera se dio cuenta de que era su hija a la que estaba protegiendo.

XIV

Quedito, me pidió que le hablara de su hija, que le dijera qué tan grande estaba, cómo iba en la escuela, si se le parecía, si guardaba un retrato suyo... Le contesté como pude, sin pensar. Únicamente lo miraba. Nunca antes había visto tan quieto al Tigre. Así, tirado en el suelo, me pareció inmenso, más delgado. A él nunca le gustó que estuviera de encimosa pero esa vez sí le dio gusto que lo acariciara: le toque los hombros, le cerré bien el cuello de la camisa. Me le eché encima para atajarle el frío. Cuando le besé la cara me dijo: "Nunca he hecho nada por mi hija, nunca...". Quise explicarle que por defenderla lo habían apuñalado. No me escuchó. Estaba muerto. Ésa fue la última noche del Tigre.


(*) Texto tomado del libro de la autora La última noche del Tigre. México, Océano, 2003. Reproducido con permiso de la editorial.



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