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La insignia
28 de enero del 2004


Acto tercero, escenas VI y VII

Ricardo III


William Shakespeare
Transcripción para La Insignia: C.B.


Acto tercero
Escena Vi

(Londres. Una calle)

Entra escribano.

Escribano: Aquí está el documento de acusación del buen lord Hastings; lindamente extendido con letra procesal, para que se pueda leer hoy en San Pablo. Y fijaos qué bien ha ido lo uno tras lo otro: once horas he pasado copiándolo, pues anoche me lo mandó Catesby; el borrador se tardó otro tanto en hacer; y sin embargo, hace cinco horas que Hatsings vivía sin sospecha, sin averiguación, libre y suelto. ¡Éste sí que es mundo que vale la pena! ¿Quién es tan tonto que no puede ver este artificio palpable! Pero ¿quiés es tan valiente que diga que lo ve? Malo es el mundo, y todo se hará nada si tales malas acciones se deben ver sólo en pensamiento.


Acto tercero
Escena VII

(Patio del Castillo de Baynard)

Entran Gloucester y Buckingham, encontrándose.

Gloucester: ¿Qué hay, qué hay? ¿Qué dicen los ciudadanos?

Buckingham: Pues, por la Santa Madre de Nuestro Señor, los ciudadanos cierran el pico y no dicen ni palabra.

Gloucester: ¿Hablaste de la bastardía de los hijos de Eduardo?

Buckingham: Sí, y de su promesa de matrimonio a lady Lucy, y su promesa por procura en Francia; de la insaciable avidez de sus deseos, y su modo de violentar a las esposas de la ciudad; de su tiranía por insignificancias; de su propia bastardía, al haber sido engendrado cuando vuestro padre estaba en Francia, y de su rostro, nada parecido al del Duque: al mismo tiempo, me referí a vuestras facciones, como la idea cabal de vuestro padre, tanto en vuestra forma como en vuestra nobleza de ánimo; expuse todas vuestras victorias en Escocia, vuestra disciplina en la guerra, vuestra sabiduría en la paz, vuestra generosidad, virtud, clara humildad; en fin, no dejé nada apropiado para el propósito sin tocar o tratado a la ligera, en el discurso: y cuando mi oratoria tocaba su fin, rogué a los que amasen el bien de su patria, que gritaran: "¡Dios salve a Ricardo, rey de Inglaterra!"

Gloucester: ¿Y lo hicieron así?

Buckingham: No, así Dios me salve: no dijeron ni palabra, sino que, como estatuas mudas o piedras con aliento, se miraron pasmados, mortalmente pálidos. Al verlo, les reprendí, y pregunté al Alcalde qué significaba ese obstinado silencio: su respuesta fue que la gente sólo estaba acostumbrada a que les hablara el informador. Entonces se le pidió que volviera a contar mi cuento: "Esto dijo el Duque, esto manifestó el Duque" pero no dijo nada por su cuenta. Al terminar, algunos seguidores míos, al fondo de la sala, tiraron a lo alto los gorros y unas diez voces gritaron: "¡Dios salve al rey Ricardo!". Yo aproveché la ventaja de esos pocos: "Gracias, amables ciudadanos y amigos -dije-: este aplauso general y esos gritos alegres muestran vuestro buen juicio y vuestro cariño a Ricardo"; y corté ahí por lo sano y me marché.

Gloucester: ¡Qué leños sin lengua han sido! ¿No quisieron hablar?

Buckingham: No, a fe mía, señor.

Gloucester: ¿No vendrá entonces el Alcalde con sus concejales?

Buckingham: El Alcalde está aquí cerca. Haced ver algún miedo; no es dejéis dirigir la palabra sino tras de mucho ruego; y mirad de buscaros un libro de oraciones en la mano y poneos entre dos eclesiásticos, mi buen señor; pues con ese motivo yo haré unas variaciones sagradas sobre el tema: y no os dejéis ganar fácilmente por nuestra petición; haced la doncella; contestad siempre que no, pero aceptad.

Gloucester: Ya voy, y si arguyes por ellos tan bien como yo sabré decirte que no por mí, no hay duda de que lo llevaremos a un fin feliz.

Buckingham: Id, subid a la terraza: llama al lord Alcalde.

(Se va Gloucester y entran el Lord Alcalde, Concejales y Ciudadanos)

Buckingham: Bienvenido, señor: quí estoy haciendo antesala: creo que el Duque no quiere que se hable de ningún modo.
(Entra Catesby, viene desde dentro del castillo) Ea, Catesby, ¿qué dice vuestro señor a mi petición?

Catesby: Ruega a vuestra señoría, noble señor, que le visite mañana o pasado: está dentro, con dos reverendísimos padres, entregado a la divina meditación: y no quiere dejarse apartar de su sagrado ejercicio por ninguna cuestión mundana.

Buckingham: Volved, buen Catesby, junto al generoso Duque, y decidle que yo, el Alcalde y concejales, con graves designios y cuestiones de gran importancia, que implican nada menos que el bien de todos, han venido a conversar con su Alteza.

Catesby: Le haré presente todo eso enseguida.

(Se va)

Buckingham: ¡Ah, ah, señor, este Príncipe no es ningún Eduardo! No está jugueteando en una lasciva cama en pleno día, sino arrodillado en meditación; no se divierte con un montón de cortesanas, sino que medita con dos graves religiosos; no duerme para embotar su cuerpo ocioso, sino que reza para enriquecer su alma vigilante: feliz sería Inglaterra, si este virtuoso Príncipe asumiera sobre sí su soberanía; pero me temo tristemente que no le convenceremos de ello.

Alcalde: ¡Pardiez, no quiera Dios que Su Alteza nos diga que no!

Buckingham: Temo que lo hará. Aquí vuelve Catesby otra vez.
(Vuelve a entrar Catesby) Ea, Catesby, ¿qué dice Su Alteza?

Catesby: Se pregunta con qué fin habéis reunido tales tropeles de ciudadanos para venir a verle, puesto que Su Alteza no estaba avisado de antemano: teme, señor, que no traigáis buenas intenciones para con él.

Buckingham: Lamento mucho que mi noble primo sospeche de mí, que no traigo buenas intenciones para con él: por los cielos, venimos a verle con completo afecto: así que volved otra vez y decídselo a Su Alteza.
(Se va Catesby) Cuando los hombres santos y religiosos están pasando sus cuentas, es difícil sacarles de ahí: tan dulce es la ardiente contemplación.

(Aparece Gloucester en lo alto, entre dos Obispos. Vuelve Catesby)

Alcalde: ¡Ved dónde está Su Alteza entre dos sacerdotes! Buckingham: Dos sostenes de virtud para un Príncipe cristiano, que le apoyen para no caer en la vanidad: y mirad, un libro de oraciones en la mano, verdadero ornamento para conocer a un santo. Famoso Plantagenet, generosísimo Príncipe, concede oídos favorables a nuestra petición, y perdona que te interrumpamos en tu devoción y tu justo celo cristiano.

Gloucester: Señor mío, no hacen falta tales excusas: más bien soy yo quien os ruega que me perdonéis a mí, que, afanoso en el servicio de mi Dios, descuido la visita de mis amigos. Pero, dejando esto, ¿qué desea vuestra señoría?

Buckingham: Algo, precisamente, que espero que plazca a Dios en lo alto, y a todos los hombres de esta isla desgobernada.

Gloucester: Sospecho que he cometido alguna culpa que parece deshonrosa a los ojos de la ciudad, y que venís a reprender mi ignorancia.

Buckingham: Eso es, señor: ¡y ojalá pareciera bien a Vuestra Alteza enmendar su falta a nuestros ruegos!

Gloucester: ¿Para qué otra cosa respiro yo en un país cristiano?

Buckingham: Sabed, entonces, que vuestra culpa es haber abandonado la suprema sede, el trono de la majestad, el cargo y cetro de vuestros antepasados, vuestra situación de privilegio y vuestros derechos de nacimiento, la gloria del linaje de vuestra casa real, entregándolo a la corrupción de una progenie corrompida; mientras, en la benevolencia de vuestro soñoliento pensar, que ahora despertamos para bien de nuestro país, esta noble isla carece de sus miembros adecuados; su rostro está desfigurado por cicatrices de infamia, su trono real injertado de plantas innobles, y casi empujado al devorador abismo del tenebroso y profundo olvido. Para curarlo, solicitamos de corazón que vuestra ilustre persona acepte sobre sí la carga y el gobierno real de vuestro país: no como protector, intendente, sustituto, o humilde factor para provecho de otro: sino como por sucesión, de sangre en sangre, como derecho vuestro de nacimiento, como vuestro imperio, como lo vuestro. Para eso, de acuerdo con los ciudadanos, vuestros afectuosos y respetuosos amigos, y por vehemente incitación suya, vengo con esta justa pretensión a mover a Vuestra Alteza.

Gloucester: No sé qué decir si es más propio de mi rango o de vuestra condición que me marche en silencio o que hable para reprocharos agriamente: si no es para contestar, podríais quizá pensar que la ambición de lengua atada, al no responder, cedía a llevar el dorado yugo de la soberanía, que cariñosamente me queráis imponer ahora; si es para reprocharos por esta pretensión, tan de acuerdo con vuestro fiel cariño hacia mí, entonces, por otra parte, iría contra mis amigos. Así pues, para contestar y evitar lo primero, y entonces, al hablar, no incurrir en lo último, os respondo así definitivamente: vuestro afecto merece mi agradecimiento, pero mis méritos sin mérito eluden vuestra alta solicitud. Ante todo, aunque se eliminaran todos los obstáculos y se allanara mi sendero hacia la corona, como producto maduro y deuda de nacimiento, es tanta, sin embargo, mi pobreza de espíritu, y tan grandes engrandecimientos, siendo barquichuela que no puede soportar la mar gruesa, antes que ansiar esconderme en mi grandeza y ahogarme en los vapores de mi gloria. Pero ¡gracias a Dios!, no hay necesidad de mí, y mucho necesitaría yo para ayudaros, si hubiera necesidad: el árbol real nos ha dejado fruto real, que, madurado por las furtivas horas del tiempo, llegará a ser apropiado para la sede de la majestad, y, sin duda, nos hará felices con su reinado. Cargad sobre él lo que queréis cargar sobre mí, el derecho y fortuna de sus dichosas estrellas; que no consienta Dios que yo se lo arrebate.

Buckingham: Señor mío, eso demuestra conciencia en Vuestra Alteza, pero tales consideraciones son nimias y triviales, bien atendidas todas las circunstancias. Decís que Eduardo es hijo de vuestro hermano: eso decimos todos también, pero no de la esposa de Eduardo, pues él primero se desposó con lady Lucy -vive vuestra madre, que es testigo de ese voto- y, después, se comprometió por procura con Bona, hermana del rey de Francia. Rechazadas estas dos, una pobre solicitante, una madre de muchos hijos, enloquecida por las preocupaciones, una viuda trastornada y de ajada belleza, ya en el atardecer de sus mejores días, conquistó y ganó sus lujuriosos ojos, seduciendo la elevación y altura de su rango a una baja caída en odiosa bigamia. De ella, en su ilegítimo lecho, tuvo a este Eduardo, a quien nuestras cortesías llaman Príncipe. Más agriamente podría, argüir, salvo que, por reverencia a alguien que vive, pongo límite estricto a mi lengua. Así, buen señor, aceptad para vuestra real persona este ofrecido beneficio de la dignidad; si no para bendecirnos a nosotros y al país, al menos para sacar vuestro noble linaje de la corrupción del tiempo pernicioso, volviendo a llevarlo a un rumbo legítimamente derivado en línea.

Alcalde: Hacedlo así, mi buen señor: los ciudadanos os suplican.

Buckingham: No rehuséis, poderoso señor, el afecto que se os ofrece.

Catesby: ¡Ah, hacedles felices, otorgad su legítima pretensión!

Gloucester: ¡Ay! ¿Por qué queréis acumular sobre mí esos cuidados? Soy indigno de rango y majestad; os suplico que no me lo toméis a mal: no puedo ni quiero ceder ante vosotros.

Buckingham: Si lo rehusáis porque sois reacio, en cariño y afecto, a deponer a ese niño, el hijo de vuestro hermano -ya que conocemos muy bien vuestra ternura de corazón, y vuestro escrúpulo amable, bondadoso, delicado, que hemos notado que tenéis con vuestra parentela, y, desde luego, igualmente con todos los rangos -sin embargo, aceptéis o no nuestra pretensión, el hijo de vuestro hermano jamás reinará como Rey nuestro, sino que pondremos a algún otro en el trono, para deshonra y caída de vuestra casa: y con esta decisión, os dejamos. Vamos ciudadanos: ¡demonios!, no quiero rogar más.

Gloucester: Oh, no juréis, lord Buckingham.

(Se van Buckingham, el Alcalde y los Concejales)

Catesby: Llamadles otra vez, dulce Príncipe, aceptad su pretensión: si os negáis, todo el país lo lamentará.

Gloucester: ¿Me queréis obligar a un mundo de preocupaciones? Bueno, vuelve a llamarles. No estoy hecho de piedra, sino accesible a vuestras amables súplicas, aunque contra mi conciencia y mi alma.
(Vuelven a entrar Buckingham y los demás)
Primo Buckingham; hombres graves y prudentes: puesto que me queréis sujetar la fortuna a la espalda para que soporte su carga, quiera o no quiera, debo tener paciencia para aguantar el peso: pero si el negro escándalo o el reproche de turbio rostro van unidos a las consecuencias de vuestra imposición, el hecho de qye me hayáis obligado me absolverá de todas las manchas impuras y suciedades: pues bien sabe Dios, y vosotros podéis verlo en parte, qué lejos estoy de desearlo.

Alcalde: ¡Dios bendiga a Vuestra Alteza! Lo vemos, y lo diremos.

Gloucester: Al decirlo así, no diréis más que la verdad.

Buckingham: Entonces os saludo con este título real: ¡Viva el rey Ricardo, ilustre soberano de Inglaterra!

Todos: ¡Viva!

Buckingham: ¿Os parece bien ser coronado mañana?

Gloucester: Cuando os parezca bien, puesto que queréis que sea así.

Buckingham: Mañana, entonces, acompañaremos a Vuestra Majestad: y así, con el mayor gozo, nos despedimos.

Gloucester: Vamos, volvamos otra vez a nuestra santa labor. Adiós, buen primo; adiós, amables amigos.

(Se van)



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