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La insignia
19 de enero del 2004


Revista de prensa (*)

Otras inquisiciones


Fernando Savater
El País. España, enero del 2004.


Bajan revueltas las aguas del río de la religión en varios países de la Comunidad Europea y no quiero saber qué tipo de pescadores sacarán ganancia de ello. Las medidas del Gobierno francés contra la ostentación en las escuelas de símbolos religiosos muy llamativos alarman justificadamente a los laicos liberales y es de temer que no frenen a los integristas más militantes. En el fondo tales prohibiciones contribuyen a magnificar la importancia truculenta de las afiliaciones eclesiales en la imaginación de los jóvenes, ya de por sí propensos a desafiar las medidas autoritarias y asumir martirios provocativos. Sin duda no faltarán los adultos fanáticos que les inciten a ellos.

La verdadera pedagogía -desde luego muy difícil, ya lo sé- debería encaminarse a restar importancia en el espacio público que todos compartimos a las iglesias y los dogmas de fe, no a revestirlos con el prestigio de la proscripción mientras se intenta por otro lado satisfacer equitativamente las demandas de los diversos credos (estableciendo fiestas de guardar propias de cada uno en toda la república, etcétera). Sería mejor, creemos los impíos, intentar desdramatizar las creencias en lo inverificable y darles un cierto carácter lúdico, reconociendo en sus signos indumentarios más bien una preferencia estética que una obligación ética. Si se me disculpa la irreverencia, incluso resultaría aconsejable fomentar un cierto espíritu humorístico en lo tocante a tales demostraciones, puesto que la firmeza en la propia piedad no parece en principio incompatible con la sonrisa ante la desconcertante variedad con que manifiestan la suya otros. De ese modo podríamos llegar a superar en la práctica el hasta ahora irrefutable dictamen del pesimista Cioran, para quien "todas las religiones son cruzadas contra el sentido del humor"...

En cuanto a las celebraciones ya establecidas en nuestro calendario laboral, su mantenimiento parece preferible desde un punto de vista laico no por su origen profundamente cristiano, sino precisamente porque esa procedencia religiosa se ha atenuado en general hasta casi lo imperceptible gracias a la erosión causada por el profano afán de jolgorio (o al menos de descanso) y el consumismo. Respecto a esta "desvirtuación" de las fechas navideñas, por ejemplo, publicaba el otro día en este periódico una excelente e irónica columna Eduardo Mendoza. Por mi parte, como estuve los primeros días del año entre París y Londres, puedo atestiguar que tanto en "La Samaritaine" como en "Selfridges" los velos islámicos, las cruces doradas y los bonetes judíos se cruzaban en las escaleras mecánicas entre las diversas plantas de los almacenes con perfecta y afanosa hermandad. La única santidad que pone a todos los fieles europeos de acuerdo es la de las rebajas, pedestre constatación que sin embargo no deja de señalar un camino practicable de convivencia.

Por lo demás, no creo que ninguna creencia religiosa en cuanto tal sea permanentemente incompatible con la democracia: a todas las iglesias hay que domarlas para que renuncien a sus pujos teocráticos y ya está. Lo que difícilmente casa con las sociedades liberales son las concesiones de algunos dirigentes políticos a ese teocratismo que todos los cleros añoran: por ejemplo, la formación catequística como parte del currículum escolar, costeada por el Estado pero administrada por los obispos, los imames o los rabinos. Según afirma sensatamente Paul Bremen, "una gran religión es como una orquesta sinfónica: puede tocar cualquier partitura". Es el Estado democrático el que tiene que escribir la partitura legal a la que deberán atenerse los creyentes sean cuales fueren sus opiniones personales sobre los asuntos del más allá: y desde luego deberán mostrarse intransigentes con quienes violen cualquiera de los derechos civiles reconocidos, sin entrar a discutir mínimamente cuántos y cuáles textos sagrados sirven de pretexto a tales delitos. Por el contrario, quienes no pretendan convertir su derecho subjetivo a practicar la religión que les apetezca en deber de otros -aunque sean de su familia- a compartirla, merecen plena tolerancia. En una sociedad democrática lo único sagrado (también para los laicos) es la prohibición a disponer del prójimo sin su consentimiento informado.

Claro que esta sana tolerancia debería extenderse también a otros campos no estrictamente religiosos pero en los que aún están vigentes dogmatismos con ambiguos y sumamente controvertidos apoyos científicos. Por ejemplo, la obsesión persecutoria contra sustancias como el cannabis, que por lo visto nuestro Ministerio de Interior pretende extender incluso a quienes venden semillas de la planta (en una especie de inquisición agrícola) o a las publicaciones que explican sin tremendismos las condiciones positivas de su utilización. Ya sabemos que en materia de drogas y de brujas, haberlas haylas, pero siempre fabricadas con azufre por la mirada punitiva del inquisidor. Si de veras queremos purgar nuestras democracias de integrismos oscurantistas y antiliberales, más perentorio que arrebatar los velos de algunas cabezas infantiles es privar del birrete de Torquemada a las testas encanecidas de muchos de nuestros más empecinados prebostes.


(*) Artículo aparecido en El País, de España. La redacción de este diario recuerda a sus lectores que en nuestras páginas sólo tienen cabida los textos externos que cuenten con los debidos permisos de reproducción de autores y/o publicaciones. Cualquier excepción, como la actual, se hace siempre en virtud del carácter no lucrativo de La Insignia, ante situaciones de evidente interés informativo o social y a condición de no provocar perjuicio alguno a la fuente de origen.



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