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La insignia
17 de enero del 2004


Globalización, mercado del libro y editoriales*


Rosalba Oxandabarat
La Insignia. Uruguay, enero del 2004.


Es prácticamente un accidente que yo esté aquí, en una instancia donde, supongo, valen las informaciones precisas, los datos ciertos y aún la proyección de tendencias a partir de esas informaciones y esos datos.

No vendo libros ni tengo editorial y ni siquiera publico libros. Mis relaciones con la publicación tienen que ver con unas cuantas páginas, semana a semana, que se ocupan de la cultura nacional y, en cuanto sea posible, también de la que no lo es. Todo lo que puedo decir aquí, entonces, partirá de esa otra manera de recibir y percibir, es decir, desde el trabajo cotidiano por tratar los temas referentes a la cultura de la manera lo menos prejuiciada y lo más amplia posible, los asuntos que vienen de lo que el título de esta reunión avisa.

Y por supuesto, como ávida lectora que soy, también entra en ésto mi hambre de lectura, y cómo puede este apetito -que por definición, no sólo es inextinguible sino que tiene la particularidad de que crece cuanto más se lo satisface- estar medianamente surtido a partir de lo que aquí se publica o de lo que acá se vende.

El mercado del libro, entre todos los demás, me resulta asaz misterioso, como todos los que tienen que ver con la satisfacción de necesidades no necesariamente cuantificables ni medibles con herramientas que tanto le sirven a otro tipo de productos. Por ejemplo, en plena abundancia de quejas sobre el poco interés de los menores por la lectura, en pleno imperio de la televisión, las computadoras, los videojuegos y toda la parafernalia tecnológica puesta al servicio del entretenimiento, ¿quién hubiera apostado, hace algunos años, a que los niños y adolescentes volverían a leer libros "gordos" seducidos por las andanzas, no de un precoz hacker ni de un pequeño astronauta ni de una estrella del rock, sino de un niño huérfano internado en un colegio inglés, y para más señas, brujo? Harry Potter no es la única prueba de que en este terreno, la última palabra nunca está dicha. Es verdad que ahora este asunto está apoyado por el más complejo marketing, cine incluído, y que los fenómenos masivos suelen ser, por diferentes vías, contagiosos, para así volverse más masivos. Pero tuvo que empezar. Y le costó empezar, como saben todos a partir de la abundante información que sobre la autora ahora hay en todos lados.

Es difícil saber por qué se venden algunos libros y otros no, más allá de las consabidas fronteras entre lo fácil y lo que no lo es, entre lo que gratifica rápidamente y lo que no, entre lo que cumple con ciertas reglas de laboratorio precisamente dosificadas para obtener un producto "atrayente" -casi toda la industria de los llamados best sellers lo cumple a la perfección- y lo que nace del ejercicio, doloroso o placentero o las dos cosas a la vez, de la verdadera creación. Nunca me meto con las personas que leen eso que los más críticos y cultos consideran "basura", pasar el tiempo, etcétera. No puedo ni debo olvidarme los mazazos que me autoinfligí, en la infancia y la adolescencia y un poco más adelante también, reptando por novelas y novelones de amor, de misterio, de intrigas y desvelos; no pasé de Andersen a Kafka o de Monteiro Lobato a Proust, como seguramente algunos sí lo hicieron. Tuve que transitar esforzadamente por esos tortuosos caminos de mundos inverosímiles armados con letra escrita para poder salir de ellos con las herramientos que allí mismo estaban. Uno sale de un autor o un tipo de libros sólo cuando empieza a corregirlos. Cuando empieza a decirse, sin que nadie de afuera se lo diga: pero qué absurdo es ésto. Y además, a esta altura de mi vida, después de haber pasado con mis propios hijos y su propio entorno la desesperación de hacerlos leer -¿es que se puede hacer leer?-, me acuerdo siempre de un importante crítico de cine brasileño al que entrevisté una vez, José Carlos Avelar, que me dijo: "Prefiero una mala película a ninguna película". Bueno, yo también prefiero un libro malo o mediocre a ningún libro. Y, quizás puedan ustedes desementirme, no creo que en el asunto de la lectura algo le reste a los demás; que por leer a Stephen King o a Morris West se lea menos a Borges. Son carriles diferentes, solamente. Y quizá alguien que lee a Stephen King pueda, después, leer a Borges.

Todo esto hace, a mi juicio, que el mercado del libro sea siempre algo misterioso.

Misterioso pero no inocente. No del todo, al menos. El misterio -que lo acabo de reconocer, y lo refrendo- no me termina de explicar, de todas maneras, algunas cosas. Para que un libro sea leído, en primer lugar, tiene que llegar. Tiene que estar en librerías. Tiene que leerlo un crítico y reseñarlo. Tiene, alguien, que hablar de él. Yo no puedo leer ni reseñar aquello que no me llegó. Que para mí no existe. Siempre me pregunto, ¿quién decide lo que llega aquí a las librerías? ¿Por qué se elige ésto y no lo otro? Tengo todo el tiempo la sensación de estar perdiéndome cosas. Si se escribe en Uruguay, y bastante, ¿acaso no se escribe en China, en Australia, en Japón, en Colombia, en Perú, en Bolivia? Si hay aquí algún periodista, sabrá de los apurones en las redacciones cuando sale algún premio Nobel que aquí nadie o casi nadie leyó. Es verdad que ahora con el internet uno busca inmediatamente datos y datos. Pero, como se sabe, eso no suple jamás el conocimiento directo, el lentamente saboreado, la familiaridad con una escritura que se va asentando a lo largo de los años y de los libros. Si hay Nobel los libros aparecerán, sin duda. Y ahí andamos, los críticos, como unos bobetas, descubriendo a un chino de más de 60 años llamado Gao Xinjian como si se tratara de alguien que publicó su primer novelita.

Estas anécdotas que no son aisladas, me hacen pensar que hay muchas cosas raras, en el mercado del libro. Me tocó, por mi generación, descubrir desde comienzos de la adolescencia que había otros países en la América Latina, además del Uruguay y la Argentina, con una excelsa literatura, y que el español tenía otros ecos, además del rioplatense y el de España (España entonces nos parecía congelada en el franquismo, pero nos acunó dulcemente con Antonio Machado, García Lorca, Miguel Hernández, Valle Inclán: esa era nuestra España literaria, esperando quizá otra, abierta y libertaria, que llegaría algún día).

No soy muy afin a la nostalgia ni al todo tiempo pasado fue mejor, pero es cierto que algunas cosas supieron funcionar mejor en otros tiempos. Me tocó, en los años sesenta, leer a tantos mejicanos, peruanos, cubanos, brasileños, guatemaltecos, como a uruguayos. Es más, creo que leía más cosas de ellos que uruguayas, porque era "lo otro", otros mundos, otra vida, otras plumas...y en mi propio idioma. Como ver tu hogar, tu patria, felizmente ensanchada, abierta de par en par. El placer por la lectura que empezó en la infancia, en mi caso, se prolongó con mucha más felicidad con García Márquez, Carpentier, Asturias, Arguedas, Rulfo, Vargas Llosa, Amado, que con nuestros propios escritores. Así que por generación, por casualidad o por lo que sea, creo que fui una "lectora latinoamericana" antes, y más, que lectora uruguaya. Y ustedes saben, los vicios adquiridos a edad temprana son muy difíciles de erradicar.

Ahora, ese vicio, en este país, se ha vuelto bastante difícil de satisfacer. No sé quien tiene la culpa; quizá alguien en este panel pueda aclarármelo. No sé por qué llegan tantas novelas olvidables al rato, y por qué no llegan otras. He vivido casi 11 años en el Perú, y vuelvo cada vez que puedo, y cada vez aparezco con libros que me regalan mis amigos, y en muchos de ellos hay maravillas, plumas finísimas, sensibilidades que logran expandir tu mundo...y siempre pienso ¿por qué no los conocen aquí? Por el mismo motivo que en Perú no conocen a Tomás de Mattos ni a Alicia Migdal ni a Carlos Liscano, y por lo mismo que yo no conozco nada de literatura boliviana ni ecuatoriana ni colombiana (sacando a García Márquez, claro), y a duras penas me entero algo de Méjico. El motivo. ¿Lo conocen las grandes editoriales españolas que traen a Marcela Serrano y no a Carlos Franz, a Jaime Baylly y no a Miguel Gutiérrez (pueden seguir nombres, pero no los conozco)? ¿O es culpa nuestra, de nuestra insuficiente capacidad de convocatoria y encuentro, que nadie se arriesga aquí a publicar a otro latinoamericano, a intercambiar figuritas -como hacíamos desde chicos-, yo te publico y tú me publicas?

Creo que la literatura, más aún que el cine -y eso que me dedico, por fatalidad, más al cine- es capaz de borrar las fronteras que separan arbitrariamente lo humano. No conozco ni creo que pueda inventarse otro instrumento mejor. La literatura de un país, aún insuficientemente conocida, te lleva hacia ese interior de los otros, que te aclara inmediatamente que no son "otros", sino tú mismo, en otras vidas y lugares. Algo que ni el periodismo, ni la televisión, ni siquiera el cine -a menos que se trate de obras de arte, que no abundan en este continente- puede conseguir. La música sí, quizá, pero sospecho que sus problemas en cuanto al mutuo conocimiento no son menores que los de la literatura.

Esto es apenas un testimonio de quien creyó en su juventud que podía beber, es decir, leer, el mundo, y descubrió, tardíamente, en plena vigencia democrática y todo, que tenía permiso pero no posibilidades. Como ven, para mí el misterio sigue en pie.

Pero si algo puede surgir de encuentros como éste, espero, que sea un encuentro mayor en el tiempo, a través de los libros. Las conferencias están bien, pero el milagro sólo se produce cuando un lector y una página se encuentran. Allí terminan las declaraciones y empieza la verdad. Allí se empieza a navegar por continentes maravillosos que nunca se terminan de descubrir. Quizá porque no terminamos de aprender a imponernos nuestras propias reglas en lo que tiene que ver con una cultura que tendría que ser, como el continente y la lengua que compartimos, enorme, complejo, entrecruzado y con conciencia del resto (y ni hablar de otras reglas en otros terrenos, que no son asunto de esta mesa pero que mucho tienen que ver, por supuesto, con lo que aquí se trata, aunque a primera vista no se note).

La globalización, que de tan mentada empieza a ponerse fastidiosa, debería servirnos para algo. Para globalizarnos también, para salir y dejar entrar: eso siempre le hizo bien al mundo de la cultura, que por definición se lleva mal, se asfixia y se oscurece, cuando las puertas se cierran y queda sólo la automirada, el ombligo, la aldeana autosuficiencia. Pero salir, y dejar entrar, sin que nos dirijan, nos protejan, velen por nosotros: somos grandes para que decidan no sólo cuánto pagan y cuánto debemos pagarles -que siempre es mucho más- sino también qué debemos leer, qué debemos editar, a quién queremos conocer.


(*) Ponencia para un encuentro de literatura uruguayo-boliviano llevado a cabo en septiembre en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.



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