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La insignia
14 de enero del 2004


La izquierda

Breve intermedio a balonazos


Jesús Gómez
La Insignia. España, enero del 2004.


Tres o cuatro minutos después de empezado el partido, un chaval grueso y bastante alto para su edad corrió hacia el balón, alzó la mirada y golpeó la pelota. Si la portería hubiera sido ancha como el ancho mundo, no habría fallado; pero los palos eran dos piedras separadas por quince pasos, y el larguero, las ramas inferiores de una acacia.

La inevitable parábola que trazó la pelota mereció un desprecio rotundo; no estaba en ella la vocación ralentizada de Sergio Leone, aunque el patadón levantó bastante polvo. Pasó por encima de un edificio y desapareció. No era la primera vez que sucedía, pero fue la última en una larga temporada: pocos tenían balón, y sus propietarios no se arriesgaban a perderlo en lanzamientos y aterrizajes propios de la ESA (un poco de yeso por aquí, un programa británico por allá, las ruedas del cochecito de tu sobrino y seguro que aterriza en Marte), así que casi siempre jugábamos con una bolsa de plástico rellena de bolsas de plástico y reforzada con alguna bolsa de plástico. Sorprendentemente, aguantaba tres patadas seguidas y tenía una ventaja: con un material tan frágil, hasta el mayor tuercebotas parecía un artista.

Si hubiéramos tenido más balones, si no existieran los zapatazos, si no hubiéramos querido recuperar lo irrecuperable, habríamos seguido jugando al fútbol o a cualquier otra cosa. Pero tantos condicionales exigen de un milagro, y no lo hubo; como la pelota había ascendido lo indecible, tendría que recorrer lo innombrable y acabar dónde, eso es lo de menos, tal vez en la boca del Metro y de allí a la papelera después de que algún policía le pegara dos tiros.

Tres décadas y una propina temporal más tarde, los que salimos a buscarla aún no hemos vuelto. Se sabe quién disparó, se sabe cuándo, hemos calculado trayectorias y realizado complicados cálculos gravitacionales y no estamos más cerca de encontrarla. Pero somos menos, más bien menos y, para empeorar la situación, no quedan pipas ni chicles y ahora te meten en la cárcel por fumar.

Es lo que hay, me dice una amiga mientras se sube los calcetines. Pues vale, observo, y no sé si estoy silbando la Internacional o El puente sobre el río Kwai.



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