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La insignia
9 de enero del 2004


Lady Di y un cuento políticamente incorrecto


Rocío Silva Santisteban
La Insignia. EEUU, enero del 2004.


Inventada por la prensa, destruida por la prensa. Llevada hasta las cumbres del estrellato, arrojada al abismo de la soledad y la depresión. Desde la primera vez que Lady Di fue fotografiada por los paparazzi -cuando todo el mundo se fijó en sus sólidas piernas en aquella memorable fotografía como niñera de un jardín de infantes- una luz de tristeza se escapó por sus ojos azules: el mapa del destino ya estaba trazado y la marca de la muerte destilaba su presencia. Darma y karma. Padecer permite llegar a ciertas formas de gracia. Sin duda alguna la muerte de la princesa Diana, quien padeció al mundo globalizado que la convirtió en una de sus mártires, fue la cereza de ese cóctel de mitología y santidad. ¿Son los juegos de la poderosa vara del destino o simplemente el azar los que juntaron a pocos días, una de la otra, la muerte de Teresa de Calcuta y la de Diana? Nunca lo sabremos. Así como nunca sabremos tampoco a quién intentó llamar Marilyn Monroe, a quién perseguía James Dean, a quién buscaba Jim Morrison.

El mito no aparece, se construye; el mito es una forma de comunicarse con los demás. ¿Porqué la princesa Diana, incluso en vida, pudo conjugar en su persona y su imagen, todos los elementos para convertirse en uno de los mitos de la posmodernidad? Quizás porque Diana, calcada por un pincel nervioso de las novelas de Barbara Cartland, su abuelastra, conjugó en su cuerpo todas las representaciones que nos perturban y nos seducen: era rubia y bella y lady y se casó con el príncipe azul por antonomasia -a pesar de las orejas y la nariz sanguínea- pero también era triste, insegura, bulímica, frágil y tenía pocas reservas de autoestima. Gastó cientos de miles de libras esterlinas en las futilidades que toda mujer quisiera tener, pero se arrepintió a tiempo y subastó todos los vestidos que compró durante su matrimonio y, de paso, le dijo adiós a la nostalgia. Adiós, vete, y no vuelvas nunca más. Porque ella se casó con el príncipe Carlos por amor, por la utopía del amor, por el sentimiento desenfrenado y honesto, por enamoramiento; por eso los intentos de suicidio y las noches de reales vómitos. Intentando matar esa parte que detestaba casi termina destruyéndose a sí misma. Pero supo levantarse del abandono y la tragedia y decir no cuando una mujer debe decirlo.

¡Déjenme en paz!

Es por todo esto que Diana Spencer se convirtió en el hueco negro del deseo de los demás: absorbía con envidiable densidad los anhelos de los otros. La mujer más fotografiada del mundo no sólo se transformó en el centro de los rebotes de los flashes sino en el icono que la gente, el pueblo, los nadies de este mundo, habían ungido como representante de sus frustraciones, derrotas y anhelos. Ella y su mágica mirada proyectaban uno de los sentimientos más denostados de estos días: la pureza. "La verdadera bondad es una amenaza para quienes están al otro lado del espectro moral..." dijo el conde Charles Spencer en el discurso, al parecer perfectamente hipócrita, de despedida durante las exequias de Lady Diana en la Abadía de Westminster refiriéndose a los periodistas sensacionalistas y a los paparazzi. Sensacionalismo es igual a dinero. Y el dinero huele a podrido en Dinamarca, en Inglaterra o en América Latina. Los fotógrafos que no se acercaron a auxiliarla pensaban en ese millón de dólares que los saque de sus mediocres vidas de miserables sanguijuelas del jet set. Ese millón de dólares flotaba sobre la sombra de uno de los demonios mayores de esta época: Rupert Murdoch, dueño de los asquerosos The Sun y News of the World, pero no tan asquerosos como el diario alemán Bild que compró y publicó los primeros planos de la princesa muerta.

Santa Diana

Diana era el punto donde se concentraron los sentimientos más disímiles pero sobre todo las ganas de que el mundo sea tan limpio como un cuento de hadas. Porque sobre toda la cultura occidental se mantiene, como un sustrato de cierto probable inconsciente colectivo, la añoranza de la realeza. Ese es el motivo principal por el cual se consumen cientos de hojas de chismografía real -princesas de Mónaco, príncipes de Asturias- mientras se espera a la peluquera o al dentista. Condesas y reyes envueltos en tules y arrullados por bondadosas hadas madrinas, princesitas encantadas que terminaran comiendo perdices por los siglos de los siglos hasta empacharse de felicidad, eso es lo que el imaginario oprimido de los oprimidos reclama como punto de fuga de esta realidad densa, pobre, desmesura y exigente del día a día.

Pero los cuentos de hadas no son siempre políticamente correctos. El lobo puede ser manso, la bella durmiente una mediocre, las brujas mujeres sabias satanizadas por el temor de los hombres, las princesas entre sus oros y tules pueden ser prisioneras en la jaula de mármol del palacio real que vigilan los guardas, que custodian cien negros con sus cien alabardas, un lebrel que no duerme, un dragón colosal. En fin... toda la sonatina de Rubén Darío, el único capaz de profetizar desde estas tierras, lo que pasaría más tarde con esa princesa cuando se enamorase de un plebeyo de Oriente, además musulmán.

Pero ahora la princesa muerta cobra nuevo protagonismo con la decisión del juez francés de reabrir el caso e investigar a la casa real británica por indicios sobre un complot de asesinato. En nuestros días, aterrorizados y anfibios, las princesas mueren por intrigas de las cortes en franco proceso de deterioro. Las presiones del "rey de Harrods", el padre de Dodi Al Fayed, lograron finalmente su cometido. ¿Es posible seguirle un juicio justo a la casa real británica en la propia Inglaterra? Algunos entendidos sostienen que si, otros que la idea es perfectamente absurda. No obstante la noticia, por lo pronto, vuelve a poner sobre el tapete la incapacidad del príncipe Carlos como rey, situación que probablemente jamás llegará, y que deberá solucionar la reina Isabel II antes de su propia muerte abdicando a favor de Guillermo, el hijo de la princesa Diana.

Una tumba de oro se alza sobre el lago de Althorp en la finca de la familia Spencer; en marzo de cada año este lugar se convierte en centro de peregrinación. Dentro de poco los habitantes de la comarca, esos aristócratas ingleses tan perfectamente estirados y farsantes, o incluso los mismos campesinos o sirvientes de las inmensas casas solariegas, empezaran a contar la historia de un fantasma que pasea sobre las aguas del lago y cuya bruma destila unas hilachas doradas. Quizás esperen que de parte de la princesa muerta emerja Excalibur a poner orden o a desbaratar la inútil monarquía para siempre.



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