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La insignia
3 de enero del 2004


Qué cosa fuera*


Jesús Gómez
La Insignia. España, enero del 2004.


Racismo. No es fácil encontrar una palabra que se repita tanto y que signifique tan poco. A pesar de las locuras de ciertos antropólogos precursores del nazismo, las razas no existen: desaparecieron tras el mestizaje de una especie que apenas se distingue por el lenguaje que utiliza. Nadie puede odiar a otro ser humano por pertenecer a otra raza biológica, como no se puede odiar a otro ser humano por tener una floristería en la frente o pies con retrovisores. Es, sencillamente, un absurdo; pero un absurdo muy extendido por nuestra incapacidad para aprender a nombrar las cosas.

Una buena amiga cuenta que, hace muchos años, tuvo que responder a un cuestionario «racial» para conseguir trabajo en Gran Bretaña. Las supuestas divisiones raciales eran cojonudas, pura bufonada pijoprogre: Comunidad Europea, Otros caucasianos, Sudamérica, Afroamericanos, Afrocaribeños, etcétera, beeecétera, beee. Mi amiga, una españolita blanca de ojos azules, decidió reventar la estupidez con aquello de si quieres arroz toma dos tazas y se definió como afrocaribeña. El funcionario no se inmutó; tomó nota, certificó lo incertificable y ella consiguió un permiso de trabajo y varios empleos reservados a las minorías.

Lo primero que hay que hacer para solventar cualquier problema es localizarlo, y antes aún, nombrarlo. Por lo que sabemos, no hay motivo que no pueda generar odio. Se puede odiar por colorismo, por naricismo, por idiomismo o por liguismo, es un ejemplo, según disguste el color, las narices, el idioma o la capacidad de ligoteo de otro. Pero la historia no deja de gritarnos al oído: eso que llamamos racismo, por afán de buscar atajos conceptuales, no es racismo.

Más de uno cree haber encontrado la solución definitiva en una acepción cultural y no biológica de «raza». No es mala forma de salvar el término, y no habría nada que objetar si no fuera porque el mestizaje de la cultura es aún menos abarcable que los resultados estéticos del mestizaje biológico. ¿A qué cultura se pertenece? Nadie pertenece a ninguna cultura en sentido estricto, porque nada de lo que entendemos por cultura es un compartimento estanco. Tenemos rasgos que nos definen dentro de un grupo, y rasgos que nos separan de ese mismo grupo y nos acercan a otro. Todo eso y más es cultura, y por todo eso y más se puede odiar, o amar, o permanecer en vespertina indiferencia de tarde de agosto.

Llegados a este punto, llueven las palabras mayores. Sucede que la cultura es el ámbito más importante de nuestras vidas, y el único que se rige por un sencillo, imparable y absolutamente necesario comunismo. Todo es de todos: la música, la literatura, la ciencia, la arquitectura, pero también la gastronomía, la forma de vestir o de tocar, la creación, la vanguardia y la costumbre. Sólo hay que estirar una mano, o abrir la mirada a una forma distinta de equilibrar formas y colores en un cuadro, para hacerlo nuestro y conseguir que nos constituya.

Como nos acercamos al carnaval, saquemos al contrario del baúl. No será difícil: lleva mucho tiempo recorriendo las calles y ha perdido la timidez. Primero nos convenció de la futilidad de intentar cambiar las cosas. Después, nos vendió la competitividad y los contratos basura. Acto seguido, sacó al capitalismo de las relaciones económicas para llevarlo, también, a la cultura. Y ahora se desmarca por la banda derecha y habla de culturas propias e impropias, de señas de identidad imperecederas y perfectamente diferenciables, de idiomas buenos y malos, de derechos históricos sobre la tierra, las naciones y los retretes. Como actuación no tiene precio, y merecería un aplauso si esta obra no se representara en el mundo real, todos los días.

Empezaba con las palabras y vuelvo a ellas. Es inevitable que establezcamos categorías; no se trata de sacar punta al lapicero y seguir con las uñas: el lenguaje es una aproximación a la realidad, un instrumento inexacto. Pero explicar sucesos como los vividos hace años en El Ejido con el argumento del problema racial, cultural o social, es no decir nada. Sin una explicación posterior, los magníficos intelectuales, periodistas y políticos que utilizan los conceptos en crudo y sin matices harían mejor tomando sus discursos, enrollándolos con mucho cuidado e introduciéndoselos donde más gracia les haga. Son una jauría que se espanta ante la visión de jaurías socialmente inferiores. No les agrada la contemplación de un mundo que nunca encontrarán en sus zonas residenciales, y están dispuestos a creer y a hacernos creer a todos que el fascismo sólo es un movimiento «político».

Ojalá fuera tan fácil. Sería maravilloso que detrás de cada grito hubiera una confabulación. Sería maravilloso que existiera Dios, les falta decir, porque en tal caso los seres humanos seríamos totalmente irresponsables: llegaría un Haider y ya tendrían a su Anticristo, su desastre natural, su contingencia imprevisible. No es así. No hay ningún Haider en España. Pero llegará. Aprovechará el descontento, hablará de los bancos que nos explotan, de los corruptos partidos políticos, de la hipocresía de la izquierda y finalmente de los emigrantes que supuestamente nos roban los puestos de trabajo. Un juego de niños, para niños.

Viví veinte años en un barrio de gentes de aquí y de allá, del norte y del sur. Últimamente me sorprendo recordando sus paredes blancas, las partidas de cartas en la calle y hasta una biblioteca popular que montamos con superpoblación de poetas españoles, novelistas latinoamericanos e insoportables volúmenes de revolucionarios rusos, muy útiles como posavasos. ¿Crisis existencial? No, Wilde tenía razón al decir que lo más profundo de los seres humanos es la piel. Es mucho más sencillo, y al mismo tiempo, menos prosaico: Hay que volver a la calle. Hay que volver al barrio, a las asociaciones de vecinos, a los institutos, a la acción. Hay que ocupar bancos, recitar poemas en las esquinas, organizar conciertos, exigir lo imposible. Si confiamos los sueños a una izquierda que se aferra a instituciones y dictaduras, seguiremos la deriva hacia la derrota final. Y en lo tocante a los Haider de este mundo, igual daría que tejiéramos alfombras rojas: Nuestro silencio son sus balas.


(*) Publicado originalmente en febrero del 2000.



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