Colabora | ![]() |
Portada | ![]() |
Directorio | ![]() |
Buscador | ![]() |
Redacción | ![]() |
Correo |
![]() |
![]() |
1 de septiembre del 2003 |
Urariano Mota
«¿Por qué no echan de aquí a esa gente?», preguntaba la amada de Baudelaire.
Fue en la mañana del último domingo. Todo el barrio había pasado por un riguroso racionamiento de agua. Vale decir, en buen portugués de consumidor, que de los grifos, hasta la víspera, no salía ni una sola gota de agua. El domingo, cuando descubrí a las siete de la mañana que el grifo volvía a chorrear, saludé al vecino. -Buenos días. ¡Ha vuelto el agua! Y él, mientras regaba las flores de su jardín: -Buenos días. Por fin, ¿eh? -Por fin... Supongo que esta falta de agua tiende a empeorar. -Es el despilfarro, ¿no? Desperdician el agua sin ninguna medida. -Es cierto. La gente usa el agua como si fuese un bien inagotable. -Y ese pueblo pobre. Hacen conexiones clandestinas y se enorgullecen.. No pagan, ¿eh? Entonces la tiran. Y así con todo, con el agua, con la comida, con la basura. ¡Ese pueblo pobre! El vecino es un hombre de clase media, un señor acomodado, con una pensión digna, según todo indica. Al referirse a «ese pueblo pobre», me toma evidentemente por un igual, y los indicios residen en la semejanza de nuestras casas, en la semejanza y amplitud de nuestros jardines, cuyas flores, amapolas, se hermanan en los muros, en la fraternidad de los coches en nuestros garajes. ¡Esa gente pobre...! Perplejo, me callo y entro. El embarazo no proviene de la falsedad de las semejanzas exteriores, que no exigen ninguna comprobación de rentas. El embarazo que siento no es ni siquiera por el absurdo que atribuye el despilfarro de consumo a los que ganan menos. Ni tampoco viene de una solidaridad con ese pueblo pobre, tan diferente a nosotros mismos, ese pueblo pobre ante el cual nos inclinamos en prueba de amor cristiano, o de una generosidad humanista. No. «¿Por qué no echan de aquí a esa gente?», preguntaba la amada de Baudelaire. La tristeza, el embarazo que me quedó no fue como en Los ojos de los pobres, cuando el poeta se decía enternecido, a causa del vino y la música, que lo avergonzaban de la buena mesa y de las botellas, más grandes que su sed, mientras ahí fuera, en la acera del café, unos artistas ambulantes temblaban de frío. «¡Qué gente insoportable!», exclamaba ante su enamorada. «¿No le podrías pedir al dueño del bar que los eche de aquí?». No. El embarazo no venía de una empatía. Fue durante una mañana así, de pleno sol y vigor, cuando un niño y su madre no tenían dinero ni comida para la principal refección del día. Comer, para todo el mundo, pero principalmente para los pobres, es la razón fundamental para vivir. Y ese día les faltaba la razón. En consecuencia, les faltaba todo. La casa donde vivían era pequeña, un remedo de casa, la superficie del cuarto de una casa decente, que había sido dividida en tres: salón, dormitorio, cocina, tres cubículos. Hacía dos días que el padre del niño no volvía a casa, porque se había entregado a una nueva pasión. Estaba con su nuevo amor. Tal vez, quien sabe, porque Doña María, la madre del niño, se había convertido en una señora gorda que concursaba en un programa de radio por el premio a la que pudiese alcanzar el peso de una cantante más gorda aún. Y, de verdad, tantas veces consiguió alcanzar el peso de la estrella que acabó recibiendo el premio consuelo, un corte de tela para hacerse un vestido, que nunca se hizo, porque lo vendió. ¿Para qué un vestido si comer era más importante? Fue durante una mañana como ese domingo. De repente, así como el agua que llega sin aviso, un mensajero trajo para Doña María, como prueba de que su marido no rehuía los deberes conyugales, cuando todo era aflicción... un ángel le trajo un billete de doscientos cruceros. Sí, recuerda el niño, un billete que llevaba en el reverso el Grito de Ipiranga. Y de lo que más se acuerda: apenas el mensajero se fue, Doña María empujó al niño hacia el cuartito-cubículo. Y de lo que más se acuerda, fundamentalmente, como su más íntima y recóndita piel: Doña María saltaba, rodaba por la cama, y su alegría era tan grande que lloraba de felicidad. En los ojos enrojecidos, en las mejillas súbitamente sonrosadas, su alegría no se contenía, presta para gritar, para anunciar a la calle: ¡Hoy tenemos almuerzo! ¡Hoy tenemos gallina! Cosas así son las que ningún ser humano olvida. Por más barbas y cabellos bancos que el niño reciba de la vida. Por más que crezca, y obtenga un empleo en bancos, y garabatee unas líneas, y compre casas cuya superficie sea 20, 30 veces más grande que la del cuartito donde vio a aquella señora gorda saltar. Una vez lloraron de felicidad, lo sabe. Quien vivió esa alegría jamás dejará de ser un niño descalzo, sin camisa, con el pantalón suelto. Agarrado a su madre y a un billete de 200 cruceros. Brasil, 9 de septiembre de 2002 |
|