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La insignia
29 de junio del 2003


Ed Wood


Lidia Fernández Fortes
La Insignia. España, junio del 2003.


Una vieja y querida canción de Bauhaus me llevó a ver de nuevo Ed Wood y, finalmente, a escribir estas palabras. «Bela Lugosi is dead»... Que se lo digan a Martin Landau, que parece enteramente poseído por su alma, si se me permite utilizar un término tan fatuo. Claro que, tratándose del universo del cine (y tal vez de todo lo que apasiona), uno puede permitirse el lujo de adentrarse por unos momentos, dejando aparte los escrúpulos intelectuales, en conceptos fatuos. Y hasta en fantasías de eternidad.

Cuando Ed Wood conoce a Bela Lugosi en una tienda de ataúdes, y luego se ofrece a llevarlo a su casa en coche, la amistad que surge entre ellos parece casi inevitable: Ed es un joven fetichista, lleno de energía, que idolatra todo lo que el anciano representa (aparte de la angora y la lencería femenina), y Bela está cansado y desencantado, y necesita justo lo que el excéntrico joven derrocha de manera casi permanente.

Y es que el entusiasmo de Ed Wood es incombustible, como el de un niño. Y es con ojos de niño como lo mira todo, como si lo viera por primera vez, con una más que envidiable capacidad de asombro y de ilusionarse e ilusionar a todo un grupo de locos que le sigue incondicionalmente, hechizado por su personalidad, como las ratas que seguían al flautista de Hamelin. Pero también son incombustibles el amor y el apoyo que ofrece a sus amigos, a pesar de la ambigüedad que manifiesta cuando la lealtad y la necesidad entran en un conflicto sin salida (no duda, por ejemplo, en dar el papel protagonista de La novia del átomo a Loretta King a cambio de financiación, a pesar de habérselo prometido a su chica). Porque el idealista Ed, cuando es preciso, y siempre dentro de su extravagancia, también sabe hacer gala de un pragmatismo rastrero para conseguir realizar sus proyectos, que hace recordar la frase de Groucho Marx «Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros». Por supuesto, su ingenuidad de perdedor iluminado le traiciona a la hora de emplear su capacidad persuasiva, y rara vez sabe dirigirse a las personas adecuadas; como Loretta King, que sólo poseía trescientos dólares en lugar de sesenta mil como él había supuesto, basándose para ello únicamente en una conversación absurda que tuvo con la extraña muchacha que no tomaba líquidos y que estaba aún más ida que él. O el millonario palurdo que le exige un papel relevante para su hijo «buen chico, aunque algo lento», y una gran explosión como final de la película... requisitos que Ed acepta sin apenas rechistar.

Mención aparte merecen los baptistas, que logran que consienta en bautizarse en una piscina (y de paso todo su equipo), y que le proporcionan el dinero para Los asaltatumbas, con el propósito de que los beneficios recaudados por la película sirvan para rodar otras doce sobre las vidas de los apóstoles. Lo primero que hacen es sugerirle que cambie el título blasfemo y ofensivo por el de Plan Nueve. Ed, con su habitual entusiasmo y probada elasticidad, soporta las continuas intromisiones en el rodaje y cede parcelas y más parcelas de su tarea creativa, hasta que un día explota, y para relajarse huye del rodaje vestido de mujer, y se dirige en taxi al bar de costumbre, donde conoce al mito al que siempre quiso parecerse: Orson Welles. Este encuentro nunca se produjo en la realidad, pero quizá Tim Burton lo introduce para decir a través de la voz de un Welles imaginario lo que esta especie de gemelo caricaturesco y desastroso del genio necesita escuchar en su único momento de verdadera crisis, cuando siente que ha perdido toda su fuerza: «Vale la pena luchar por los propios sueños. ¿Para qué luchar por el sueño de otro?».

Pero volvamos a Bela Lugosi. El viejo actor navega entre la locura y la cordura, sin que se sepa con claridad en ningún momento cuál de las dos se debe a su drogodependencia. Una de las escenas más entrañables para mí es precisamente la que, a mi modo de ver, resume esta dualidad: Ed y Bela están viendo a Vampira en el televisor. Ed le comenta «No soporto que interrumpa las películas; no las trata con el debido respeto». A lo que Bela contesta, como lo haría cualquier hombre corriente y sano en una conversación de amigos: «A mí me parece una monada. Fíjate qué melones». Pero a continuación se transmuta en el personaje de Drácula y, moviendo las manos como para hipnotizar a la exuberante presentadora, dice con voz solemne: «Vampira, vas a caer bajo mi hechizo. Serás mi esclava del amor». Y en su mirada puede verse que no se trata de una broma.

Bela se refugia patológicamente en el personaje que lo hizo famoso. ¿Tal vez porque le recuerda tiempos mejores? ¿O porque tiene miedo a dejar de existir? Puede que por las dos cosas o, simplemente, porque el terror que le produce la realidad es el que le deja fuera de combate, sin recursos para enfrentarse a él. El conde es fuerte, poderoso, inmune al paso del tiempo. A Bela, en cambio, se le agota.

Lo cierto es que la situación real de Lugosi, y los gritos que da en el hospital cuando pasa el mono atado a la cama, son mucho más escalofriantes que sus películas. Los pinchazos que recubren sus brazos resultan mucho más inquietantes que los mordiscos que da a sus víctimas de la pantalla. Y el agua helada en la que tiene que sumergirse para rodar la escena de la lucha con el pulpo de goma, ayudado por la morfina y el güisqui, es bastante más insana que el siniestro y glamouroso castillo.

En mi opinión, el terror de ficción exorciza fantasmas y alivia del peso de los terrores reales que experimentan, muy en especial, aquellos que se sienten desarraigados porque han perdido -o no encuentran- su lugar en el mundo, ya sea física, social, artística, laboral o emocionalmente.

Incluso a los chiquillos que llaman a la puerta de Bela la noche de Halloween, son los dientes postizos de Ed (perdió los suyos durante la guerra), y no la capa del falso vampiro, los que les aterrorizan. Bela, en la decepción que siente al no ser capaz ni de asustar a unos críos, no deja de recordarme profundamente (y es así en más de un aspecto) al fantasma de Canterville, de Oscar Wilde. Cuando mira perplejo a Ed y le pregunta «¿cómo has hecho eso?» pienso en las palabras que el fantasma le dijo a la joven Virginia: «Debo hacer sonar mis cadenas y lanzar gemidos por las cerraduras. Debo continuar mis paseos nocturnos. Si no hago esto, ya no tengo razón de existir».

Bela se aferra a Ed, tal vez porque éste sabe comprenderlo íntima y respetuosamente, con lo que se puede mostrar tal y como es, incluso en los peores momentos. Hasta tal punto llega el grado de compenetración entre ellos que, cuando el anciano llama una noche a Ed y éste se lo encuentra con una pistola, invitándolo a suicidarse con él porque el gobierno le ha retirado la última fuente de ingresos con la que contaba, se produce un diálogo que yo calificaría como demencialmente lúcido: «Te preparo una copa», le dice Ed, tratando de mantener la calma. «¿Qué estabas bebiendo?». «Aldehído fórmico», contesta Bela. «¿Sólo o con hielo?».

Ficción y realidad... Aunque la segunda supera casi siempre a la primera, a veces coinciden, como en el discurso que pronuncia el personaje del científico centroeuropeo expulsado de su país, a través de la voz estremecida de Lugosi, que se hace extensible a la situación de muchos (demasiados): «Hogar... Yo no tengo hogar. Perseguido, menospreciado, viviendo como un animal. La jungla es mi hogar».



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