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1 de diciembre del 2003 |
Ricardo III
William Shakespeare
Acto segundo
Escena II (Palacio) Entra la anciana duquesa de York, con Eduardo y Margaret Plantagenet, hijo e hija de Clarence. Hijo: Abuelita, dinos, ¿ha muerto nuestro padre? Duquesa: no, niño. Hija: ¿Por qué lloras tantas veces y te golpeas el pecho, y gritas "Ah, Clarence, mi desdichado hijo"? Hijo: ¡Por qué nos miras tanto, moviendo la cabeza, y nos llamas huérfanos, desgraciados, proscritos, si está vivo nuestro noble padre? Duquesa: Mis lindos nietos, me entendéis mal los dos: lamento la enfermedad del Rey, porque me duele perderle, no la muerte de vuestro padre: sería tristeza perdida gemir por quien está perdido. Hijo: Entonces, abuela, afirmas que ha muerto. Mi tío el Rey es quien tiene la culpa: Dios le vengará, y yo lo importunaré con afanosas oraciones para que lo haga. Hija: Y yo también. Duquesa: ¡Callad, hijos, callad! El Rey os quiere mucho. Inocentes. Ignorantes y sencillos, no podéis adivinar quién causó la muerte de vuestro padre. Hijo: Abuela, sí que podemos, pues mi buen tío Gloucester me dijo que el Rey, incitado a ello por la Reina, urdió acusaciones para aprisionarle: y mi tío lloró al decírmelo, y me compadeció, y me besó con bondad las mejillas: me pidió que confiara en él como en mi padre, y me dijo que me querría tanto como a su hijo. Duquesa: ¡Ah, que el engaño se apropie de tan amables aspectos, y oculte el profundo vicio con máscara de virtud! Es mi hijo, sí, y ahí está mi vergüenza; pero él no mamó esa falsía de mis pechos. Hijo: ¿Crees que mi tío fingía, abuela? Duquesa: Sí, niño. Hijo: No puedo imaginarlo. ¡Oís! ¿qué ruido es eso? Entra la Reina Isabel, con el pelo en desorden; Rivers y Dorset la siguen. Isabel: ¡Ah! ¿Quién me impedirá que gima y llore para imprecar contra mi suerte y atormentarme? Me uniré con la negra desesperación contra mi alma, y me haré enemiga de mi misma. Duquesa: ¿Qué significa esa escena de violenta agitación? Isabel: Es para señalar una violencia trágica: ¡Eduardo, mi señor, tu hijo, nuestro Rey, ha muerto! ¿Por qué crecen las ramas cuando no hay raíz? ¿Por qué no se marchitan las hojas si les falta savia? Si queréis vivir, lamentaos; si queréis morir, acabad pronto, para que vuestras almas, con veloces alas, alcancen la del Rey; o, como súbditos obedientes, le sigáis a su nuevo reino de perpetuo descanso. Duquesa: ¡Ah, tengo tanta parte en tu tristeza como si tuviera derechos en tu noble marido! He llorado la muerte de un digno marido, y he vivido mirando sus imágenes: pero ahora dos espejos de su egregio aspecto están quebrados en trozos por la maligna muerte, y yo, para consolarme, sólo rengo un espejo falso, que me aflige cuando veo en él mi vergüenza. Tú eres viuda, pero tú eres madre, y te ha quedado el consuelo de tus hijos: mientras que la muerte me ha arrebatado de mis brazos a mi marido y me ha quitado dos muletas de mis débiles manos: Clarence y Eduardo. ¡Ah! ¡Cuánta razón tengo -si tu dolor no es ni la mitad que el mío- para superar tus quejas y ahogar tus clamores! Hijo: ¡Ah tía! Tú no lloras por la muerte de nuestro padre: ¿cómo podemos ayudarte con nuestras lágrimas de parientes? Hija: Nuestra angustia sin padre quedó sin llorar: ¡quede igualmente sin llorar tu dolor de viuda! Isabel: No me deis ayuda en el lamento; no soy estéril para dar a luz quejas: ¡todas las fuentes llevan corrientes a mis ojos, para que yo, gobernada por la acuática luna, dé abundantes lágrimas que inunden el mundo! ¡Ay mi marido, mi querido señor, Eduardo! Hijos: ¡Ay nuestro padre, nuestro querido señor, Clarence! Duquesa: ¡Ay por los dos, míos los dos, Eduardo y Clarence! Isabel: ¿Qué apoyo tenía yo si no Eduardo? Y ya no está. Hijos: ¿Qué apoyo teníamos si no Clarence? Y ya no está. Duquesa: ¿Qué apoyo tenía yo si no ellos? Y ya no están. Isabel: ¿Hubo jamás una viuda que tuviera tan querida pérdida? Hijos: ¿Hubo jamás huérfanos que tuviera tan querida pérdida? Duquesa: ¿Hubo nunca madre viuda que tuviera tan querida pérdida? ¡Ah, yo soy la madre de estos dolores! Sus penas son parciales, la mía es total. Ella llora por un Eduardo, y yo también; yo lloro por un Clarence, y ella no; estos niños lloran por Clarence, y yo también; yo lloro por un Eduardo, y ellos no; ¡ay, vosotros tres triplemente afligidos, vertéis todas vuestras lágrimas sobre mí! Yo soy la nodriza de vuestras penas, y las saciaré de lamentos. Dorset: Consuélate, querida madre; a Dios le disgusta mucho que tomes con desagradecimiento sus acciones: en las cosas corrientes del mundo se llama ingratitud corresponder con desganado malhumor al pagar una deuda que se prestó benignamente con mano generosa; mucho más el oponerse así al cielo, pues él ha pedido la deuda real que se te prestó. Rivers: Señora, acordaos, como madre cuidadosa, del joven Príncipe, vuestro hijo: mandad directamente por él, para que sea coronado; en él vive vuestro consuelo; ahogad la pena desesperada en la tumba de Eduardo, y plantad vuestras alegrías en el trono de Eduardo vivo. Entran Gloucester, Buckingham, Stanley, Hastings, Ratcliff y otros. Gloucester: Hermana, consolaos: todos nosotros tenemos motivos para gemir el ocaso de nuestra estrella refulgente; pero nadie puede curar sus daños a fuerza de gemirlos. Señora, madre mía, te pido perdón: no había visto a Vuestra Alteza: solicito tu bendición humildemente de rodillas. Duquesa: ¡Dios te bendiga e infunda en tu pecho, mansedumbre, amor, caridad, obediencia y leal devoción! Gloucester: ¡Amén! (aparte) ¡Y me haga morir como un buen viejo! Ése es el remate de la bendición de una madre: me asombra que Su Alteza se lo dejara! Buckingham: ¡Nublados príncipes y Pares de triste corazón, que os lleváis mutuamente esta pesada carga de aflicción! Animaos unos a otros en el amor de cada cual: aunque hemos consumido nuestra cosecha de este Rey, vamos a recoger la cosecha de su hijo. El rencor estallado de vuestros hinchados corazones, recién entablillados, cosidos y unidos juntos, debe conservarse amablemente, abrigado y mantenido: ,e parece bien que, con una pequeña escolta, el joven Príncipe sea traído de Ludlow a Londres, para ser coronado como Rey nuestro. Rivers: ¿Por qué con una pequeña escolta, lord Buckingham? Buckingham: Pardiez, señor mío, para que la recién curada herida de la malicia no se vuelva a abrir con una multitud; lo cual sería mucho más peligroso por cómo está el reino de verde y aún sin gobernar. Donde cada caballo lleva su propia brida que le gobierna y puede dirigir su rumbo adonde le place, debería evitarse, en mi opinión, tanto el temor del daño cuanto el daño evidente. Gloucester: Espero que el Rey haya hecho la paz entre todos nosotros, y la unión, en mí, es firme y leal. Rivers: Y en mí, también, y así, me parece, en todos: pero, como aún está verde, no debería exponerse a ningún peligro visible de rotura, que quizá podría provocarse con mucho acompañamiento: por consiguiente digo, con el noble Buckingham, que conviene que sean pocos los que traigan al Príncipe. Hastings: Eso digo también. Gloucester: Entonces, sea así: y vamos a decidir quiénes serán os que vayan enseguida a Ludlow. Vos, señora, y vos, madre, ¿queréis venir a dar vuestras opiniones en este asunto? (Se van todos, menos Buckingham y Gloucester) Buckingham: Mi señor, quienquiera que vaya a buscar al Príncipe, no nos quedemos en casa nosotros dos, por Dios: pues, por el camino, ya buscaré ocasión, como prólogo a la historia que hablamos hace poco, de separar del Príncipe los parientes de la orgullosa madre. Gloucester: ¡Tú, mi otro yo mismo, consistorio de mis consejos, mi oráculo, mi profeta! Mi querido primo; yo iré bajo tu dirección como un niño. A Ludlow, pues, porque no hemos de quedarnos atrás. (Se van) |
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