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La insignia
20 de marzo del 2007


Reflexiones peruanas

Libre mercado o libertad de los más fuertes


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, marzo del 2007.


En un supermercado, usted encuentra un frasco de 300 gramos de miel a 7,90 soles y otro de 500 gramos a 14,90. ¿Cuál es el más económico? Si estuviera en Colombia o Inglaterra le sería muy fácil comparar, porque debajo de cada precio aparece el costo de 100 gramos del producto. En el Perú, en cambio, solamente quien tiene el privilegio de ser muy bueno en matemáticas puede tomar la decisión más conveniente, lo cual es una muestra cotidiana de las distorsiones que tiene el libre mercado en nuestro país.

Quince años después de que Alberto Fujimori y Carlos Boloña sostuvieran que sus reformas económicas llevarían grandes beneficios a los peruanos, Saga Falabella está por inaugurar sus tiendas de Ica y Cajamarca y las ventas de Hugo Boss no dejan de aumentar. Sin embargo, esta prosperidad no ha implicado el cumplimiento de varias premisas fundamentales de una economía de mercado, como que, para evitar que el afán de lucro de los actores económicos más poderosos vulnere los derechos de los ciudadanos, es necesaria la intervención del Estado.

Durante todo este período, las autoridades han sido mas bien renuentes a cumplir este papel, aunque su pasividad ponga en riesgo la vida y la seguridad de los ciudadanos. Los ejemplos son numerosos, desde la suspensión de las revisiones técnicas del parque automotor hasta la condescendencia frente a la contaminación ambiental.

En el caso de la seguridad de los establecimientos públicos, ni siquiera las tragedias de la Feria del Hogar o la discoteca de Santa Anita generaron una reacción estatal. Ésta se produjo solamente con el incendio de la exclusiva discoteca Utopía. El Perú ha sido también uno de los últimos países latinoamericanos en disponer que las etiquetas de bebidas alcohólicas incluyan una advertencia sobre los peligros de excederse en su consumo.

Aunque puede ser cierto que ante la falta de control algunas empresas buscan "autorregularse", lo más frecuente es que afloren comportamientos inescrupulosos como el hecho que las empresas petroleras venden combustible prohibido en el resto de América Latina por sus elevados niveles de azufre y plomo o el caso de Clear Channel y Punto Visual, que llenan pistas y carreteras de avisos que afectan la visibilidad de automovilistas y transeúntes. Un Estado benevolente termina generando el abuso de los más fuertes.

Es difícil también que una economía de mercado se consolide si los consumidores no pueden tomar decisiones informadas, como en el ejemplo del frasco de miel. En realidad, para muchas empresas no es prioritario informar adecuadamente a sus clientes. Por ejemplo, sólo desde el año pasado la intervención estatal ha logrado que los bancos entreguen contratos legibles.

En las pocas ocasiones en que el propio Estado ha dado la información al público, los resultados han sido positivos: desde hace pocas semanas, la decisión de la Superintendencia de Banca y Seguros de difundir los costos, portes e intereses que cobran las diversas instituciones financieras ha permitido a los clientes comparar entre éstas... y ha provocado una reducción de los intereses.

Finalmente, será muy débil una economía de libre mercado si las empresas que incumplen sus obligaciones no son sancionadas. Este verano, la empresa Backus ha instalado numerosos avisos en las playas sin incorporar la advertencia sobre los peligros del alcohol y ha contado con el respaldo de las diversas municipalidades involucradas.

Con frecuencia, la mejor protección frente a la posibilidad de una sanción es el cómodo manto de la informalidad: desde Polvos Azules hasta los hoteles de Máncora, recibir una boleta es un acontecimiento excepcional.

Sin embargo, aún quien pretenda denunciar a una empresa infractora formal puede sentir mucha frustración. Hace unos años, después que los hijos de varios amigos desarrollaran una grave alergia al consumir un refresco dirigido al público infantil, decidí informar al Indecopi. Una funcionaria, con la mayor displicencia, me indicó que sólo intervendría si los padres acudían llevando las boletas que acreditaban la compra del refresco y los análisis médicos de los niños. Debían ellos, además, pagar la tasa establecida por el derecho a reclamar. Me fue más fácil dirigirme a la empresa embotelladora para pedir que descontinuara el producto, apelando a su buena imagen. Debe además señalarse que la atención de Indecopi está restringida a algunas ciudades del Perú y a consumidores con DNI vigente.

La semana pasada, la Comisión de Defensa del Consumidor del Congreso aprobó un proyecto de ley para que Indecopi no cobre a quienes denuncian casos de discriminación. Es un paso adelante, pero, en general, nadie debería pagar por ejercer un derecho.

Mientras continúe la pasividad de las autoridades estatales, los consumidores sigan desinformados y existan tantas trabas para que se sancione a una empresa infractora, la proclamada libertad económica continuará pareciendo mas bien libertad para abusar.



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