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La insignia
23 de junio del 2007


Chile

La ciudad del caos


Miguel de Loyola
La Insignia. Chile, junio del 2007.


A juicio de cualquiera que tenga esos tres dedos de frente indispensables para medir o afrentar de vez en cuando la realidad, el problema del Transantiago es un disparate por donde lo pinten. Si un día pasan cinco recorridos por una avenida recogiendo pasajeros y al día siguiente no pasa ninguno, la realidad se convierte en una escena típica del llamado teatro del absurdo. Si los pasajeros se pueden quedar esperando para siempre, como los personajes de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, y se pretende encontrar a los responsables de tamaña desproporción, me temo que hay que buscarlos entre quienes estuvieron a cargo de la planificación del proyecto.

Nadie está contra el intento de mejorar el endémico problema de la locomoción colectiva que afecta a la ciudad de Santiago de Chile. Todo lo contrario; todos creemos que las cosas se hacen tratando de mejorarlo. No obstante, hay que admitir que aquí influyó un error de apreciación grave que hoy resulta imposible remediar de la manera como se está haciendo, parcheando por aquí y por allá como si se tratara de un juguete roto que no se puede perder por temor al llanto del niño. Hay que asumir de una vez que el proyecto no mejora, por más parches y vendas que se le pongan. Está mal concebido y se requiere de uno nuevo, ajustado a la realidad del santiaguino que transita a diario por la ciudad.

Se puede aceptar que quienes concibieron el plan actual no hayan viajado en toda su vida en locomoción colectiva, pero resulta inadmisible que una vez avocados a tamaño proyecto no se hayan tomado la molestia de subirse a una micro para cruzar la ciudad desde la periferia a los centros de trabajo respectivos. Una sola vuelta los habría sacado de la estratósfera donde gravitan sus vidas de seres pensantes y los habría puesto con los pies en la tierra. Las personas que no usan locomoción colectiva para trasladarse en la ciudad, mal pueden hacerse cargo de resolver un mal que Santiago arrastra desde tantos años. Hay que ser usuario del sistema para comprender la envergadura del mismo. Hay que ser peatón para sentir la vejación y la vergüenza que significa ser arreado como un animal por el Transantiago.

El despliegue de fuerzas gubernamentales para paliar el caos no puede ser más impresionante. Hemos visto salir de los más increíbles agujeros a cientos de seres de amarillo, azul, rojo, con el inútil propósito de arriar el ganado humano al Metro y luego a los corrales ayer llamados paraderos. Y a pesar de sus buenos modales, altoparlantes, bocinas e incluso semáforos para detener a la gente también como si fuéramos autos, nadie ha podido detener y ordenar la estampida humana que sale por la mañana en dirección a sus trabajos y regresa por la noche a sus hogares.

Parece un chiste, hay que oír a la gente, dicen siempre los parlamentarios, hay que oír al pueblo, pontifican desde sus cómodas butacas en el senado. Pero aquí, frente a este caos, no se oye a nadie, y doña Eugenia que vive en la comuna de Maipú y trabaja en Las Condes, tiene que levantarse ahora antes de las cinco de la mañana para llegar a las 7.30 a su trabajo. Para qué vamos a hablar de la hora del regreso, y del cansancio, y del estrés provocado. ¿Lo pagará también el Estado?

¿Qué va a pasar mañana cuando se acaben los pastores de amarillo y las muchedumbres queden sueltas por las calles? ¿Seguirá el Estado chileno financiando este desastre?

Una última pregunta: ¿sabe alguien quién se está llevando la plata?



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