Mapa del sitio Portada Redacción Colabora Enlaces Buscador Correo
La insignia
27 de enero del 2007


España

Ajuste de cuentas (II)


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, enero del 2007.


En uno de sus escritos, Jonathan Edwards (1703-1758) nos cuenta su vida desde la incredulidad y la debilidad del puritano tibio hasta el momento glorioso en que brilla y reina la verdad revelada de dios. Es una de tantas historias que cuentan el camino que ha de seguir el alma de todo pecador en su peregrinar por el mundo. Nada hay en ella que no sea la fuerza y la convicción que Edwdards emplea en mover a sus lectores, todo lo demás lo toma de una tradición bien codificada desde los inicios de las colonias estadounidenses. En los sermones, en las biografías o en las autobiografías, el lector se encuentra con unas vidas, propias o ajenas, que tienen ante sí mismas un sentido final. Qué duda cabe que la psicomaquia debió de servirles en los momentos más arduos de una existencia en un lugar inhóspito y desconocido, muy lejos de la metrópoli, en la que, por otro lado, tampoco tenían cabida. La reducción de las vidas particulares a un sistema simbólico les permitía averiguar las señales que dios iba mostrándoles. En una cultura que se caracteriza por la ausencia de la historia, rechazo comprensible desde un punto de vista religioso, la narración de las biografías tiene bastante de histórico, y ni siquiera el recurso a ciertos símbolos, logra desprenderle de todo su componente temporal. Resulta extraño, sin embargo, que dicho rasgo no se mantuviera, y por el contrario, se prefiriera la exclusión de la historia en narraciones tan centrales, por otro lado, como "La letra escarlata" o "Moby-Dick". Tampoco debería extrañar que la historia, personal y limitada, se mantuviera en las vidas que los esclavos escribieron, según un esquema no muy alejado del puritano.

Todo esto viene a cuento de ciertas narraciones -ni por la extensión ni por la ambición que las motiva pueden calificarse de biografías- surgidas entre antiguos militantes de extrema izquierda que han sufrido un desengaño y han abandonado las antiguas ideas para pertrecharse con las ideas de un liberalismo conservador que más tiene de lo último que de lo primero. Tampoco tiene nada de extraordinario el movimiento, y haciendo un pequeño recuento nos encontramos con una buen cantidad de casos parecidos.

Los caracteriza, sin embargo, un impulso religioso, paulino habría que precisar, pues el individuo en cuestión recibe la iluminación de la verdad en determinado momento y se atreve a abandonar su vida anterior y con ella no solo los ideales de la juventud, sino los amigos e incluso la familia. A partir de ese momento preciso, además, serán cruzados de la nueva causa y dirigirán sus ataques contra sus antiguos compañeros. Tampoco esto tendría nada de extraordinario si no olvidamos que la iluminación y caída del caballo se configura como un rechazo a integrar el pasado en el presente. La vida se divide en dos de manera tajante y no hay conciliación ni comunicación posible entre las dos mitades. El individuo es otro distinto, tal y como Spinoza lo entendía, pues tanto ha cambiado que ya no podemos hablar del mismo; es como si hubiera muerto y nacido en otra persona.

Algo similar le ocurre a la sociedad española. Tengo la sensación de que nacemos y morimos cada tantos años sin ser capaz de admitir lo que hemos sido. No es infrecuente encontrarme con alguien que no hace suya la historia de España. Nos podrá gustar más o menos nuestra historia, pero no podemos negarla y hacer como si no hubiera existido. Hay una continuidad histórica entre quienes expulsaron a judíos y musulmanes, quienes trajeron aquí las débiles luces de la Razón, o instituyeron las dos repúblicas, o trajeron las dictaduras de los siglos XIX y XX. No tiene por qué gustarnos todo, en algunos casos lo más sano es que algunas cosas nos repugnen pero no podemos hacer como que eso no va con nosotros. Somos el resultado de la historia hecha por hombres que en algunos casos actuaron de buena fe y en otros con una maldad atroz, pero marcaron, en cualquier caso, el futuro y con él, nuestras vidas. No podemos elegir pertenecer a unos cuantos momentos y hacer como que otros no van con nosotros. Podemos juzgarlos y decir que unos ayudaron a la liberación de las personas y otros los ahogaron en una sumisión aún mayor de la que ya existía. No podemos comportarnos como seres angelicales, ajenos a la historia, o mejor aún, como internautas que eligen la historia virtual que más les place.

Eso no solo viene a cuento de la asignatura de historia en las enseñanzas primaria y secundaria. La historia sirve para crear una conciencia nacional, de ahí que los nacionalistas busquen escribirla a su manera poniendo el acento en la opresión étnica y lingüística y olvidando la económica. Al fin, el nacionalismo se desentiende de todas aquellas reivindicaciones que no tengan a la colectividad étnica como sujeto. Para los nacionalistas no hay diferencias entre pobres y ricos o burgueses y proletarios sino entre los nuestros y los otros. La asunción de la historia, de toda la historia, tiene un alcance mucho mayor. Solo cuando aceptemos que hemos hecho cosas buenas al lado de otras horrendas estaremos en condiciones de avanzar con cierta cordura y seguridad hacia delante. Hacer como si el franquismo no hubiera existido, como si la Segunda República no hubiera tenido lugar, como si Fernando VII no se hubiera cargado la Constitución de 1812, sólo nos conduce a engañarnos a nosotros mismos y demuestra la ausencia de madurez que preside nuestra sociedad, y esto viene a entroncar con lo que expuse en el primer ajuste de cuentas: la ausencia de una crítica seria de nuestros mitos juveniles, crítica que ha de ser muy distinta a las revelaciones de las que he hablado al comienzo de este ensayo.

Hay días que pienso que la insistencia en la ley de la Memoria Histórica tiene menos que ver con la justa restitución de la memoria y de la dignidad a aquellos que no se plegaron al fascismo, y sí con un jueguecito de reconstrucción virtual de la historia en la cual se nos escamotearían momentos decisivos, algunos de ellos muy penosos. El énfasis puesto en la Segunda República y en la Guerra Civil parecen apuntar al deseo de mantener la atención de la sociedad en dos puntos concretos y distraerla de otros asuntos más importantes, sin por ello despojar a aquellos de la suya propia, que la tienen.

Sin contar con el hecho de que mantener la atención fijada únicamente en el pasado impide construir una sociedad del futuro. Más allá de la restitución de la dignidad, de la conciliación, de la recuperación de parcelas negadas, que son en sí necesarias, es preciso lanzar la mirada hacia el futuro y hacia proyectos que nos permitan la creación de una sociedad más justa y más libre. Alguien dijo que cuando los españoles nos encerramos en nosotros mismos, sacamos a relucir nuestros fantasmas, y acabamos matándonos. En los años ochenta conseguimos evitarlo mirando hacia Europa, y hacia Londres o Nueva York con el propósito inocente de imitarlos y crear nuestros propios movimientos de vanguardia posmoderna. Hoy Europa ha muerto como cantaba cierto grupo, y las vanguardias interesan más bien poco, no por descrédito sino por nuestra carpetovetónica tendencia a centrarnos en nuestra mismidad y pensar que lo que de verdad vale son ese cúmulo de tradiciones que los tiempos han amojamado y mantenido incólumes para nosotros, así que para disfrutar de ellas, dejemos que inventen ellos.

Todo lo cual me lleva a pensar que el nacionalismo, y ahora me refiero sobre todo al cultural, no es solo responsabilidad de los nacionalistas vascos, catalanes, gallegos o de la derecha española. El Gobierno, con su insistencia en ocuparse solo del cercano pasado y su despreocupación por el futuro, está fomentándolo también.



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad Ciencia y tecnología | Diálogos | Especiales | Álbum | Cartas | Directorio | Redacción | Proyecto