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La insignia
9 de enero del 2007


Reflexiones peruanas

Retrocediendo en el tiempo


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, enero del 2007.


Cinco soles era lo que podían ganar al día los hermanos Yaranga Farfán como jornaleros en la comunidad de Chacas. Cuando se enteraron de que Américo Ludeña, el actual alcalde de Luricocha (Huanta), pagaba el doble por trabajar en su chacra, no lo pensaron dos veces y se trasladaron para allá con cinco amigos suyos.

El 18 de diciembre, desde el rústico cobertizo donde almorzaban, los ocho jornaleros vieron que patrulla militar perseguía a un grupo de desconocidos. Sin radio ni otro medio de comunicación, no podían saber de la emboscada en que habían sido asesinados cinco policías y tres campesinos en Vizcatán.

Lo que ocurrió luego en la chacra de Ludeña puede dejar perplejo a cualquiera que desconozca la historia reciente del Perú: al no haber logrado capturar a los fugitivos, los militares regresaron, entraron en el cobertizo y capturaron a los jornaleros. A gritos, los obligaron a firmar un documento en blanco. A las pocas horas, el Ministro de Defensa Allan Wagner anunciaba el éxito en la lucha contra la subversión y el traslado a Lima de ocho avezados terroristas.

Los interrogatorios (realizados con la ayuda de una intérprete enviada desde el Congreso de la República), las pruebas de absorción atómica y las declaraciones de la DINCOTE coinciden en demostrar que los campesinos de Chacas no tienen ninguna vinculación con el atentado, con ningún grupo terrorista ni con ningún tipo de actividad política. ¿Cómo es posible entonces que sigan presos?

Bueno, se trata de campesinos ayacuchanos, muy pobres, que se expresan en quechua y desconocen las leyes. Usted ya se ha dado cuenta: su perfil coincide con el de las víctimas de la violencia política de los años ochenta, asesinados por militares y senderistas sin mayor preocupación, como si fueran seres prescindibles.

Se repite así una de las tantas historias de abuso, prepotencia y racismo que describió el Informe de la Comisión de la Verdad. La percepción que se tiene sobre los campesinos andinos ha cambiado muy poco: su misma vulnerabilidad hace que las autoridades no sientan ningún remordimiento al cometer una injusticia. En esa misma línea, terminado el conflicto armado, el gobierno de Fujimori esterilizó sin su consentimiento a millares de campesinas; y durante el régimen de Toledo, quedó impune la muerte de doce campesinos a manos de la policía.

Sin embargo, la prolongada detención de los hermanos Yaranga y los demás jornaleros coincide, además, con la brutal irrupción en las viviendas de Omar Pereda y Guillermo Bermejo en Lima, a quienes el mismo Alan García acusó de conformar un grupo terrorista que pretendía asesinarlo. Este operativo psicosocial era tan burdo, que los avezados magnicidas fueron liberados en doce horas (también en los años ochenta, un limeño tenía más posibilidades de salir en libertad que un ayacuchano) pero refleja la intención de generar temor en la población. Ahora, cualquiera que proteste contra una empresa minera, contra la pena de muerte o el TLC puede abrigar el fundado temor de ser detenido bajo la acusación de ser un temible terrorista.

Paralelamente, la arremetida de los medios de comunicación vinculados al fujimorismo y a los sectores militares y empresariales más conservadores es tan fuerte que pretenden eliminar toda legitimidad a la Comisión de la Verdad y a la lucha por los derechos humanos, planteando la destrucción del monumento El Ojo que Llora, considerándolo un "monumento a los terroristas".

Resulta especialmente chocante, porque se trata del único testimonio que nos recuerda que los años de violencia fueron también tiempos de heroísmo, abnegación y compromiso. Dirigentes sindicales, autoridades de todas las tendencias políticas (la mayoría de ellos apristas), líderes comunales, sacerdotes, podían haber renunciado y salvar sus vidas, pero prefirieron permanecer al lado de su pueblo, aunque ello implicase ser asesinados. Llamar terroristas a estas personas, como a las víctimas de la calle Tarata, Lucanamarca, Accomarca, Cayara, Huancapi, Soccos y tantos otros lugares demuestra un total desapego frente a la vida y la verdad.

El año 2007 comienza entonces de manera bastante preocupante: detenciones arbitrarias, voluntad política de restablecer la pena de muerte y de retirar al Perú de la Convención Interamericana de Derechos Humanos. A quienes hace más de veinte años trabajábamos promoviendo los derechos humanos, nos parece a veces haber retrocedido en el tiempo.

Algunos mecanismos son nuevos, claro, como el hackeo de la página web de Paz y Esperanza, la institución involucrada en la defensa de los campesinos de Chacas o las amenazas mediante mensajes de texto a quienes pretenden monitorear la contaminación de las aguas por una empresa minera liberteña.

Quienes pensaban, con optimismo, en plantear las reformas políticas que aseguraran una sociedad más democrática, encuentran que inclusive derechos fundamentales como la vida y la libertad están ahora en discusión.

Por ello, movilizarse contra la injusta detención de los campesinos de Chacas es un imperativo para todos los que no desean retroceder a los peores momentos de nuestra historia.



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