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La insignia
24 de abril del 2007


Reflexiones peruanas

Recuerdos de una tarde de abril


Wilfredo Ardito Vega
La Insignia. Perú, abril del 2007.


Cuando se produjo la toma de la residencia del embajador japonés yo trabajaba en Guatemala, o más bien, estaba volando hacia Lima para las vacaciones de Navidad. Había hecho escala en Panamá donde, súbitamente, al pasar frente a una tienda de artículos eléctricos, encontré en todos los televisores el rostro de Humberto Martínez Morosini y las imágenes de otros noticieros peruanos que difundían los hechos.

Al día siguiente de mi llegada, participé en una marcha para pedir la liberación de los rehenes. Caminamos desde Miraflores hasta la residencia, pero ni rehenes ni captores se enteraron de nuestro esfuerzo: no tenían fluido eléctrico para que nos pudieran ver por televisión.

De regreso a Cobán, la ciudad donde vivía, me molestaba que muchas personas progresistas, tanto guatemaltecos como cooperantes extranjeros, se expresaran con simpatía respecto al MRTA, porque pensaban que era una agrupación similar a la guerrilla guatemalteca, que había evitado atentar contra civiles, mientras los gobiernos militares eran responsables de la masacre de casi 200.000 personas. Precisamente yo formaba parte de la Misión de las Naciones Unidas para verificar los acuerdos de paz entre el gobierno y la guerrilla.

Entre muchas, una muestra de la brutalidad del conflicto guatemalteco se había producido en 1980 cuando un grupo de campesinos ocupó pacíficamente la embajada de España y la respuesta del Ejército fue incendiar el edificio, pereciendo calcinados todos los campesinos y tres funcionarios españoles. Con estos antecedentes, cuando yo contaba los delitos del MRTA, incluyendo que en algunas ciudades amazónicas se habían dedicado a ejecutar adúlteros y drogadictos, nadie me creía. Ni siquiera admitían que usara la palabra "terrorista" porque era la que usaban los militares guatemaltecos para referirse a los guerrilleros.

Una tarde de abril había llegado desde Cobán a un hotel de la capital, tan tranquilo que ni había televisión, y en el mostrador encontré La Hora, un diario vespertino, que anunciaba en su primera plana el inicio de la intervención militar en la residencia.

-¿Sabe algo más sobre esto? -pregunté al viejo recepcionista - Yo soy peruano y...
-¿Ah, sí? ¡Cuántos irán a morir! -me respondió él, con esa complacencia guatemalteca hacia las tragedias, que en ese momento me pareció más irritante que nunca.

Como entonces en Ciudad de Guatemala eran casi inexistentes tanto las cabinas de internet como los teléfonos públicos, la única forma de tener más información era salir a buscar una tienda de televisores. Esta vez encontré en todos los monitores la imagen de Fujimori a quién se le quebraba la voz mientras hablaba con un grupo de periodistas.

-¿Por qué llora? -pregunté desconcertado a un empleado de la tienda.
-Porque conocía a uno de los militares que murió en el rescate.
-¿Y los terroristas... digo los del MRTA?
-Los han matado a todos -me respondió y añadió que uno de los rehenes también había fallecido.

Salí y me dirigí a una pequeña iglesia donde intenté rezar, presa de emociones encontradas. Una parte mía sentía alivio por la liberación de los rehenes, pero mi sentimiento más intenso era de tristeza por todas las muertes producidas. Era doloroso también saber que en ese momento en el Perú, muchas personas sentían lo sucedido como una victoria frente al terrorismo. Si los integrantes del MRTA habían sido asesinados a sangre fría o no, le parecía irrelevante a quienes pensaban que merecían morir. Después de todo, ésta había sido la actitud generalizada cada vez que los periódicos daban cuenta de la muerte de terroristas.

Esa noche, un grupo de indignados universitarios fueron a apedrear y pintarrajear la embajada peruana. Una custodia policial especial continuaba días después, cuando fui a visitar al embajador y lo encontré abrumado por la extraña situación de ser considerado representante de un régimen diabólico, porque nadie, ni los militares, dudaba en Guatemala que los emerretistas habían sido ejecutados después que se habían rendido.

Han pasado diez años. En el Perú, la euforia y el triunfalismo se han ido disipando, el embajador del Japón vive en un horrendo búnker que arruinó toda una manzana de la avenida Salaverry, paradójicamente frente al lugar donde funcionaba la Comisión de la Verdad, y la autopsia ha confirmado las ejecuciones extrajudiciales. Quienes se disputaban la autoría del Operativo Chavín de Huántar se encuentran ahora presos, prófugos o procesados, pero por acusaciones de corrupción, que en nuestro país avanzan más rápido que las relacionadas a violaciones de derechos humanos.

En cuanto al espacio que ocupaba la antigua residencia, algunas voces sostienen que sería adecuado edificar una plaza conmemorativa como la que existe ahora donde estuvo el incendiado Banco de la Nación. Pero, como en aquella iglesita guatemalteca cuyo nombre jamás supe, sigo pensando que los peruanos no estamos de acuerdo los peruanos sobre a cuántos muertos queremos recordar. ¿A uno, a dos, a tres, a catorce, a diecisiete... o hay quienes desearían olvidarlos a todos? Acaso, como en la plaza del Banco de la Nación, la mejor solución sería colocar una placa simplemente con la frase "Nunca más".



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