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La insignia
23 de agosto del 2005


Brasil en agosto


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, agosto del 2005.


Antes, mucho antes de que el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva se viera sometido a la actual campaña de acoso (no añado y derribo porque las cosas llevan su tiempo), el submundo «alternativo» ya había juzgado y sentenciado al gobierno brasileño por ser, según sus finos análisis de la realidad, exponente de un nuevo imperialismo y el más neoliberal desde Margaret Thatcher. Hacían lo mejor que saben hacer los de esa cuerda: minar procesos. No con sus argumentos, que causan vergüenza ajena, sino con otra ronda del habitual brebaje de nacionalismo crudo y planteamientos aeconómicos preparado por las oligarquías latinoamericanas.

Lo único que en América Latina parece tener alguna importancia son las fronteras. Las externas, por supuesto, porque las internas, las que hacen de la zona -no me cansaré de repetirlo- la más injusta en términos desigualdad de todo el planeta, no suelen tener más valor que la suma de las monsergas de los moralistas y de su posterior olvido cuando se debería pasar, necesariamente, a los actos. Por eso, cualquier país latinoamericano que levante un poco la cabeza recibe automáticamente una lluvia de acusaciones de imperialismo, y lo mismo sucede con cualquier proyecto, propuesta o movimiento (desde acuerdos comerciales a planteamientos políticos) que contradiga el discurso de la patria vilipendiada. Pero no todo es tan esencialmente casero, tan propio del lugar. También tenemos el analfabetismo histórico de sectores de la izquierda que creen que la economía es un aspecto menor de la política y que todavía hoy, a pesar del rotundo fracaso del capitalismo de estado soviético, siguen confiando en soluciones preciosas sobre el papel pero absolutamente inútiles, cuando no desastrosas, en la práctica. Me refiero a la experiencia soviética porque sólo hemos planteado dos propuestas serias: la protagonizada por la III Internacional (que algunos intentamos desligar, con poco éxito, de la palabra comunismo) y la razonablemente triunfante, aunque dañada hoy, de los sectores más avanzados de la socialdemocracia. El resto es basura: la cháchara anarca, la moralina cristiana, el liberalismo bienpensante, todas las versiones derivadas del mito grupal -incluida la autogestión como solución mágica- y, por supuesto, las excrecencias del nacionalismo.

El propio concepto «izquierda» deja bastante que desear en América Latina. Pocos países han tenido algo parecido a una revolución burguesa; menos aún, a movimientos obreros fuertes; y casi ninguno, a organizaciones socialdemócratas, socialistas y comunistas dignas. En América Latina se entiende que ser marxista (de cualquiera de los marxismos) consiste en dar vivas a caudillos como Fidel Castro, y que cualquiera que reconozca la existencia de hechos como los impuestos, los mercados internos y un marco supranacional es, naturalmente, neoliberal. Hace unos días, alguien (mil gracias) me envió una fotografía que viene de perlas para el caso: una caravana electoral con los dirigentes argentinos Busti, Duhalde, Ortega, Ruckauf y Kirchner. En el centro, Duhalde sostiene una tela con la imagen del Che Guevara y la leyenda: «Al pasado no regresaremos jamás». Parece ser que se tomó en 1999 y que fue recibida con espanto por sectores hiperultramontanos del ultramontano peronismo, más adictos a la hagiografía de Evita; pero al margen de la intrahistoria naif, sugiero que cada cual sustituya a los mentados por referentes ideológicos equivalentes del país donde viva: si alguno lo encuentra normal y no sonríe, necesita una reeducación política urgente; si no distingue la estafa y la distorsión, presente hasta en el rincón más alejado del continente americano, que se pase al alzacuellos. Y a vivir, que son dos días.

Ahora bien, la verdad no basta. Hay quien se pregunta de qué sirve insistir en que el río es una cloaca cuando no hay más narices que cruzarlo; a veces es pura justificación de los desmanes del poder, y a veces es un importante recordatorio de dos cosas: que se trata de generar respuestas, no desánimo, y que la acción implica error y tragar, no pocas veces, sapos y culebras. En efecto, la mejor manera de evitar grandes errores es no hacer nada grande; de eso sabe bastante el izquierdismo, que no ha hecho nada en su larga historia salvo decir memeces o jugar con bombas y con política (Brigadas Rojas, ETA), con bombas, política y religión (IRA) y con bombas, política, religión, etnia y superstición (Sendero). ¿Cuántos troskistas hacen falta para poner una bombilla? Tantos como anarcas y «nacionalistas de izquierda»: ciento uno; uno para sujetar la bombilla y cien para dar vueltas a la casa. Pero aquí debo hacer una puntualización necesaria por el creciente empobrecimiento del lenguaje periodístico, que a su vez empobrece el lenguaje político: «izquierdista» no es sinónimo de «persona de izquierdas», sino integrante de un sector que mereció un interesante librito firmado por el señor Lenin en tiempos de Maricastaña, La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo. Por eso, quito el polvo al volumen y rescato este párrafo: «La actitud de un partido político ante sus errores es uno de los criterios más importantes y seguros para juzgar la seriedad de dicho partido y del cumplimiento real de sus deberes hacia su clase y hacia las masas trabajadoras. Reconocer abiertamente los errores, poner al descubierto sus causas, analizar la situación que los ha engendrado y discutir atentamente los medios de corregirlos: eso es lo que caracteriza a un partido serio».

Cuánto tiempo habríamos ahorrado si nuestros abuelos se hubieran aplicado el cuento. Es indudable que gran parte de los desastres posteriores del socialismo tienen su origen en el modelo de Estado y de partido de Lenin; pero lo importante para el asunto que nos ocupa es que la afirmación del autor era válida ayer, es válida hoy y será válida mañana. Sirve, por ejemplo, para juzgar la respuesta del PT brasileño a la actual crisis. Y sirve también, por extensión, para juzgar la respuesta de la familia izquierdista y de todos esos curas y monaguillos que abundan en la política latinoamericana.

Estoy por ver un país donde la financiación ilegal de partidos y otras triquiñuelas relacionadas no sea motivo de bronca; lo que nunca había visto hasta ahora, y lo digo sinceramente, es un ataque tan agudo de hipnosis colectiva como el que sufre Brasil. Exigir responsabilidades políticas -y en su caso penales- por la realización de actividades delictivas es especialmente importante cuando el delincuente se encuentra en la estructura del Estado; si además forma parte de una organización que se pretende progresista, dicha organización debería ser la primera interesada en sacar la basura. Pero la crisis brasileña ha llegado a un extremo más propio de rito religioso con trance inducido que de cualquier forma decente de hacer política. ¿Dónde está la diferencia con otras situaciones similares? No en la estructura del país, bastante mala pero no peor que otras; tampoco en la intención de la derecha, que siempre arroja dados parecidos; y definitivamente no en la lentitud y el desconcierto del PT. La diferencia se encuentra, en mi opinión, en que importantes sectores de la izquierda le han cogido gusto a avivar un fuego que no fue pensado para quemar las malas hierbas, sino el bosque.

Apelar a los que mencionaba al principio sería inútil. Están muertos; si crecen, lo hacen como el pelo de un cadáver: son los que hace unos días se montaron un congresito antiimperialista en Venezuela y se pusieron a hablar de derechos humanos con un tribunal formado por un representante del gobierno de Corea del Norte, el ministro de la juventud de Zimbabue, un jerifalte del gobierno sirio y por supuesto varios comisarios procedentes de La Habana. No sé qué pintaba allí Virginia Díaz, de Izquierda Unida de España (¿firmar la invitación al régimen marroquí para que exija las coloniales Ceuta y Melilla? Hay que joderse), pero lo de Alan Woods tuvo gracia: en España inventamos el troskobatasunismo y en América se inventa el troskoestalinismo. No, apelar a ellos no tendría sentido. En cambio, resulta preocupante que un abuso de celo moral lleve a personas indiscutiblemente más valiosas a exagerar el alcance de las responsabilidades y dañar al primer proyecto que pretende y consigue cambiar Brasil.

Por mi parte, rechazo el planteamiento organizativo de la izquierda brasileña y de cualquier otro que más o menos encaje en el viejo modelo del partido de masas único. Para la izquierda y en consecuencia para los trabajadores es mucho más interesante que se planteen propuestas diferentes y que se busquen las confluencias después, frente a problemas concretos como una movilización social determinada, la convocatoria de unas elecciones o una mayoría parlamentaria; no ganamos nada con un solo partido, como no ganamos nada (digan lo que digan las cúpulas sindicales) con un solo sindicato. Unidad y uniformidad tampoco son sinónimos. El problema de la democracia es esencialmente un problema de división de poderes y de respeto a las minorías, más que de participación, por mucho que ésta sea fundamental; y lo que es válido para un Estado también es válido para el subsistema representativo. Con frecuencia, la crítica que hacemos a la socialdemocracia desde los restos del comunismo y desde otros sectores es una crítica que debería volverse contra nosotros: antes que las mayorías políticas están las mayorías sociales: en ausencia de las segundas, ninguna organización progresista puede llevar a cabo grandes transformaciones; y no veremos grandes transformaciones -salvo las derivadas del propio sistema, que no son pocas- mientras el espacio a la izquierda de la socialdemocracia tradicional siga atrapado entre las buenas intenciones sin peso social y un desfile de muertos vivientes. Necesitamos fuerza para provocar cambios. ¿La tenemos? Entonces, qué hacen mirando: a trabajar.


Madrid, 23 de agosto.



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