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La insignia
21 de mayo del 2007


La gran muralla verde de China


Rafael Poch de Feliu
La Insignia*. España, mayo del 2007.


Es como un inmenso zigurat, aquellos templos-observatorio mesopotámicos que inspiraron el mito bíblico de la torre de Babel. O como una pirámide maya. Pero es una montaña. Aunque también es monumento; al trabajo, continuado y desesperado, de centenares de generaciones de campesinos chinos. En la meseta de loess del curso medio del Río Amarillo (Huanghe), apenas hay lugares que no hayan sido trabajados. Hasta donde alcanza la vista, terrazas y campos divididos por muros de tierra apisonada. La gente trabaja las laderas y los barrancos más inverosímiles y hasta vive en ellos: para unos cuarenta millones de habitantes de esta meseta, los "Yaodong", unas casas-cueva excavadas en los barrancos, son morada.

La región es algo mayor que España y comprende trozos de las provincias de Shanxi, Gansu, Shaanxi y la región autónoma de Ningxia. Durante siglos, los campesinos abonaron con sus huesos este paisaje inmenso y anciano, una de las zonas agrícolas más antiguas del planeta y matriz de la civilización china. Su secreto es el loess, una arcilla muy fina formada por polvo de roca que, transportada por los vientos se fue asentando aquí durante milenios. Del loess resulta una tierra fértil, pero frágil. Siglos de deforestación, excesiva población y pastoreo, resultaron en un ecosistema desertificado. Cualquier lluvia fuerte hace que la tierra sea violentamente arrastrada por los torrentes de esta región, que, vista desde el avión, es como un millón de pequeños cañones del Colorado. El agua fluye por sus ramblas, cruelmente secas la mayor parte del año, hasta alcanzar el gran río o sus tributarios. Hace 1500 años que el Huanghe ya se llamaba "Amarillo", como el Mar en el que desemboca, y no por capricho. Si los grandes ríos europeos llevan una media de 50 gramos de tierra por medio metro cúbico de agua, el Amarillo puede llegar a transportar hasta 300 kilos. Es un río de fango amarillo cuyas avenidas costaron la vida a millones de campesinos y hacían variar hasta mil kilómetros, el lugar de su desembocadura, bien cerca de Pekín, bien cerca de Shanghai. "Es como si el Rhin desembocara ahora en Hamburgo, y ahora en Cádiz", explica la profesora Dolors Folch en su libro, La construcción de China.

El agua es oro aquí. Las peleas sangrientas entre comunidades por el agua, a veces con aspecto de pequeñas guerras civiles locales, eran endémicas, como la miseria. En zonas de Shanxi, el saludo habitual campesino en el norte de China -que no es "¿qué tal?", sino un "¿has comido?"- se transformaba en un "¿has bebido?", pues la dieta básica solía ser una sopa de gachas de maíz, que aun hoy es el alimento básico invernal del campesino norcoreano. Y esa comida, más que comer, se bebe. Hasta el punto de que un comentario elogioso sobre alguien, se refiere a que se alimenta de algo más que gachas en remojo y puede sonar así de rústico; "es un buen tipo, come alimento seco y caga sólido".

La tierra de loess es dura como el cemento. Los primeros emperadores chinos construyeron con ella el sector de la gran muralla que transcurre por el norte de esta región, marcando la frontera histórica entre tierra cultivable (China) y la gran pradera de los pueblos de la estepa de tradición nómada pastoril. Pero esa tierra dura se convierte en liviana cuando por ella ha pasado el arado del campesino en primavera. Es entonces cuando los vientos de la estación se encargan de levantarla en nubes amarillas y llevársela hasta Pekín, Corea o Japón en forma de devastadoras tormentas de arena.

La aridez de la meseta es extrema. Ni un solo árbol. Pero no siempre fue así. El eminente geógrafo e historiador chino Shi Nianhai, ya fallecido, demostró que esta región, hoy rugosa y accidentada, era llana hace dos mil años y que sus gargantas y barrancos fueron resultado de la acción del hombre, especialmente después de la introducción de cultivos del nuevo mundo que incrementaron la erosión. Las crónicas antiguas apoyan esa hipótesis al explicar que el primer emperador chino, Shihuangdi, hizo construir una amplia carretera de 600 kilómetros de longitud y cien metros de ancho, a través de esta meseta, una labor que habría sido imposible con la técnica de entonces y el actual relieve.

Para que la meseta amarilla se convierta en verde no hay más que dejar de cultivarla, explican en Yulin, centro comarcal del norte de Shaanxi, los profesores Yoko Fukao y Ayumi Yasutomi, de la Universidad de Tokio. La pluviometría del lugar, unos 400mm anuales (Barcelona, entre 500 y 600mm) permite sostener una recuperación natural y espontánea de la capa vegetal. Los dos profesores animan aquí un proyecto muy particular contra la desertificación. Cuando el pasado octubre lo expusieron en un congreso realizado en la Universidad de Hong Kong, Yasutomi rompió más de un esquema. Dijo, por ejemplo, que China es un país mucho mas libre que Japón, su país, que el anarquismo y la indisciplina de los chinos tiene un gran potencial frente a la rigidez social japonesa, y que uno de los problemas del presidente Mao fue que "quiso convertir en japoneses a los chinos", lo que provocó un estallido de carcajadas.

Fukao creó en Yulin el "Centro para la recuperación de la ecología y la cultura en la meseta de loes" (CREC), una iniciativa con ciertos momentos mágicos. El primero fue cómo se consiguieron los fondos, de la empresa de automóviles "Toyota"; "no hubo que escribir nada, el ejecutivo responsable lo decidió todo en una entrevista personal, casi mirándome a los ojos", explica Yasutomi. El segundo fue descubrir, en Yulin, al Señor Zhu Xubi, un carismático septuagenario ex funcionario del departamento de forestación, pobre y que apenas sabe hablar el dialecto de Pekín, la lengua china estándar. El "viejo Zhu", como le llama la gente respetuosamente, ha dedicado su vida a plantar árboles. Sus bolsillos siempre están vacíos, porque en cuanto tiene unos yuanes, se los gasta en semillas, pero es un millonario si uno cuenta el capital de afecto y respeto que le rodea. Tras haber vivido de todo, incluido las talas de árboles del Gran Salto Adelante y los desórdenes de la revolución cultural, Zhu hizo un descubrimiento mayor: que las creencias populares en dioses y espíritus son en esta región la mejor base para la reforestación.

Zhu, que se declara completamente ateo, observó que los campesinos, que lo arrasaban todo, no cortaban los árboles en determinados lugares, por ejemplo junto a las tumbas y en las zonas de templos, para no ofender a los espíritus. En esta región de la meseta del Río Amarillo cada pueblo tiene por lo menos unos o dos templos ("Miao hui"), sostenidos por la comunidad. Como suele ocurrir en China, los templos campesinos son una mezcla de budismo, taoísmo confucionismo y creencias locales. La gente acude a pedir favores a una amplia panoplia de dioses y espíritus protectores. En el de Huashiyan, cerca de Yulin, se rinde culto a Guanyu, un personaje de la saga de los "Tres reinos" (San guo, del Siglo III), junto a estatuas de Buda. En otros, hasta el presidente Mao y Zhu Enlai, tienen sus propios altares… Fue así como, montado en la tradición, Zhu organizó una red de reforestación, autónoma y civil, basada en su propio prestigio y relaciones personales ("guanxi"), y mucho más dinámica y eficaz que la política oficial de reforestación, que los campesinos observan muchas veces por meras razones económicas y sin entender muy bien lo que está en juego.

La red del viejo Zhu implica a unos 200 voluntarios y sesenta templos. En Huashiyan se han plantado 120 hectáreas en siete años. En el de Heilongtan, no muy lejos del anterior, otras 80 hectáreas. Algunos pueblos de la región han entrado en la red. Uno de ellos es Gaoxigou, una aldea de 522 habitantes muy forestada y cuidada. Su jefe, Gao Jinren, afirma con orgullo que, "cuando cae un chaparrón, el agua de nuestras rieras no baja turbia y marrón, sino clara", porque la vegetación mantiene el suelo y evita la erosión. Gao, que me canta el himno del pueblo, en el que se habla de "construir un nuevo mundo siguiendo al Partido", está orgulloso del sistema de su comunidad. Los campos de cultivo son responsabilidad familiar, es decir semiprivados, pero los bosques reforestados, por los que se recibe una subvención, son comunales ("comunistas"), igual que el cuidado de carreteras, la administración del agua y el seguro médico, basado en una cotización de diez yuanes al año que cubre la mitad de los costes. En 2001, el pueblo estableció que cada hogar debe plantar anualmente entre 300 y 500 árboles al año y si no lo cumple tiene que pagar una multa de dos a cinco yuan por árbol. El ganado cabrío y ovino se mantiene estabulado para preservar la capa vegetal. A mi comentario de que el pueblo ha hecho una síntesis entre Mao y Deng Xiaoping, Gao niega rotundamente; "yo sigo a Mao", dice. "Sólo la prosperidad general de todos los vecinos, es verdadera", afirma enérgicamente cuando se le sondea sobre la desigualdad y las ventajas de las formulas cooperativistas.

Gaoxigou es un pueblo bonito y cuidado, que incluso atrae a gente de la ciudad para descansar, algo muy excepcional en un país en el que el paisaje rural pintoresco es casi una rareza. Pregunto al viejo Zhu cual es el principal orgullo de sus cincuenta años de labor reforestadora: "trabajar para el pueblo", responde. En este rincón de la meseta, restablecer el entorno, convertir el amarillo en verde, también es una cuestión de valores. Pero la situación está bien lejos de ser un cuento de hadas.

Cada año por estas fechas, centenares de miles, mejor dicho, millones, de chinos, plantan árboles. Ocurre desde hace 26 años, desde que una resolución de la Asamblea Nacional estableciera, en 1981, que, "todos los chinos de mas de 11 años, excepto los ancianos y enfermos, los débiles e inválidos, deben plantar voluntariamente de tres a cinco árboles, o realizar un trabajo de cuidado de árboles y planteles equivalente". Se trata de un proyecto de 70 años que debe extenderse hasta el 2050: crear un "muro de contención" verde a lo largo de 4480 kilómetros alrededor del desierto de Gobi en el noroeste de China; la "Gran Muralla Verde de China". Alrededor del 27% del territorio de China es desierto, más de 2,6 millones de kilómetros cuadrados. Al avance de la desertificación se le opone la mayor campaña de reforestación de la historia.

Oficialmente los "bosques" cubren el 18% de la superficie del país, casi dos puntos más que hace dos años, y el objetivo para el 2010 es alcanzar el 20%. Según cifras que se encuentran en la red, anualmente se dedican a ésta labor en el conjunto del país 540 millones de personas, el 46% de la población china útil, y se plantan 2200 millones de árboles. Si esas cifras fueran correctas- algo bastante discutible- se habrían plantado ya 55.700 millones de árboles desde 1981 en una superficie similar a la mitad de España. No hay duda de que el esfuerzo y la voluntad aplicada son meritorios, pero, ¿cuál es la realidad?. Como tantas veces ocurre en China, los resultados están lejos de ser satisfactorios.

Sujichaga es un pueblo mongol del sur de la provincia de Mongolia Interior. Su nombre significa "agua buena", explica la señora Narenhua, jefa local del partido, porque en algún tiempo aquí hubo fuentes. Es un nombre bonito para un lugar tan seco y desangelado donde caen 200 milímetros de lluvia al año, una cantidad similar a la de ciertas zonas del Bajo Aragón. A solo unos 300 kilómetros al norte de la Meseta del Rió Amarillo, el paisaje es aquí bien distinto: una gran llanura desértica. Hoy, el proceso de desertificación que se vive aquí, ocasionado por el consumo de hierba del ganado, el retroceso de la pradera a costa de la agricultura y la deforestación, proporciona un segundo punto de origen a las tempestades de arena, que se suma al de la meseta del río Amarillo, y al tercero, exterior a China: las estepas del Kazajstán.

Hasta los años cincuenta y sesenta, la población local era nómada y se desplazaba en busca de pastos y agua, lo que permitía que la pradera se recuperase. El "progreso" de la política china forzó al mongol a descender del caballo y asentarse. Centenares de miles de emigrantes chinos de otras provincias pobres acudieron al lugar. La población se incrementó. Donde antes había uno o dos habitantes por kilómetro cuadrado, una densidad soportable para la pradera, se instalaron diez, y además sedentarios que practicaban tanto la ganadería como la agricultura, lo que aumentó la presión sobre el entorno y rompió un equilibrio tradicional. Como todos los habitantes del pueblo, la señora Narenhua pertenece a la primera generación de mongoles sedentarios y hoy participa en los intentos oficiales de arreglar el desaguisado.

La jefa me lleva en el todo terreno de la policía local, que conduce su hijo, a una plantación de árboles que forma parte de la "Gran Muralla Verde", una lastimosa hilera de chopos escuálidos, de débil y frágil aspecto, que echan sus raíces en la arena y es descrita como "bosque" por la estadística oficial. Es un ejemplo claro de lo que los chinos describen como "árboles pequeños y ancianos" (Xiao Laoren Shu), muy vulnerables a las plagas. En Ningxia, una provincia colindante, al sur de esta región, varios miles de millones de estos chopos han sido destruidos por una plaga de escarabajos. La señora Narenhua explica que "como máximo" los árboles duran unos veinte años. La inutilidad de la empresa parece manifiesta. La pregunta es si sirve de algo para retener la arena y recomponer el tejido vegetal. Según Jiang Gaoming, profesor del Instituto de Botánica de la Academia de Ciencias china, la respuesta es "no".

Las zonas arenosas de China pueden dividirse en dos categorías; "inutilizables" para la agricultura, como las zonas desérticas de Xinjiang, y "utilizables", como ésta zona de Mongolia Interior que abarca unos 150.000 kilómetros cuadrados, equivalente a casi una tercera parte de la superficie de España. La vegetación se compone de hierba, matorral, y, muy por detrás, árboles. Según Jiang, la actual estrategia de plantar árboles en zonas áridas y semiáridas para afrontar problemas causados por la falta de hierba es errónea, y, "está diseñada para ser vista por los funcionarios que aprueban las subvenciones". Lo que hay que hacer es prestar más atención al matorral y a la hierba.

Mejor hierba que árboles

La hierba es mucho más eficaz que los árboles para fijar el suelo y prevenir las tormentas de arena, y no necesita ser plantada, "simplemente basta con protegerla para que crezca sola", afirma. En las zonas húmedas, un bosque equivale a un contenedor de agua, pero en las secas los árboles actúan como bombas succionadoras de agua, dice por su parte Wang Xian, profesor de la universidad forestal de Pekín. En la zona de Yulin donde opera el viejo Zhu, algo de eso está ocurriendo: la capa freática ha descendido tres metros a causa de la masiva plantación de árboles. Casi todos los pequeños charcos y lagos que aparecían entre las dunas y muchas fuentes se han secado.

"Los árboles consumen agua subterránea, mientras que la hierba solo usa agua de lluvia", dice Jiang, según el cual, "nuestras repetidas advertencias han tenido por resultado que ahora se preste más atención al matorral y la hierba".

En China existe la creencia de que las hierbas restan agua y nutrición a los árboles, así que cuando se planta un árbol se despeja toda la zona a su alrededor. En Yulin, la red del viejo Zhu ha logrado, con grandes esfuerzos, introducir una política que respete la hierba lo que sostiene el terreno mucho mejor.

Como resultado de ese giro, desde la terrible sequía de 1999 en Sujigacha se ha establecido la norma de mantener al ganado estabulado entre marzo y junio, y sólo se permite una cabra por mu, la medida tradicional china de superficie agraria equivalente a 0,0667 hectárea (15 mues = 1 hectárea). De esta forma, se intenta evitar la destrucción de la capa vegetal que si se la deja descansar puede recuperarse en tres o cinco años, explica Bao Jinshan, jefe local del departamento forestal. Aunque se han malgastado muchos esfuerzos, la situación no es un fracaso total. China es demasiado grande y sus resultados de forestación tan diversos como sus regiones, pero la estrategia arbórea en zona áridas debe corregirse.

Según Jiang Gaoming, el énfasis de la campaña de forestación debe ponerse en las zonas montañosas y parte de las llanuras del este de China, restableciendo el bosque en las zonas tropicales y templadas, lo que aliviaría la sequía en el oeste de China. Al mismo tiempo, "debe cesar la plantación de árboles en la pradera y en los desiertos, y en su lugar permitirse que la hierba y los arbustos crezcan naturalmente".

En un país que tiene la más crítica relación entre tierra cultivable y gente que depende de ella para subsistir, ceder tierra de cultivo, para que crezca la hierba y el matorral es complicado. Desde hace años, el gobierno chino practica una política de subvenciones pagando a los campesinos por ceder esa tierra y por plantar árboles en ella. El mecanismo funciona, pero las condiciones "de mercado" y las inercias burocrático-administrativas, además de la ignorancia, lo complican todo. Muchas veces para el funcionario es más importante el cumplimiento formal del plan sobre el papel, que la realidad de su verdadero impacto en el terreno. La búsqueda del beneficio determina la elección de especies de crecimiento rápido, que alimentan a la industria papelera, pero que degradan el entorno. El resultado es muy ambiguo.

Otro grave problema se deduce del hecho de que en China el grueso del ganado se concentra en las zonas áridas y semiáridas del oeste ecológicamente muy vulnerables, como Mongolia interior, Xinjiang y Tibet. Lo ideal sería que esos animales consumieran rastrojos, que son subproducto de la acción agrícola, pero esos rastrojos se encuentran en el este del país y no en el oeste, en provincias como Henan, Hebei y Shandong, que tienen una capacidad muy superior para sostener ganado. "Pero en el este los rastrojos se queman, y en el oeste, donde podrían alimentar al ganado, se presiona al límite al medio ambiente para sostenerlo", explica el especialista.

Al final, la clave de la recuperación del tejido vegetal es convertir en yermo terreno cultivado, pero los campesinos necesitan esa zona. Cultivan hasta las pendientes más inverosímiles no por capricho, sino por estrictas razones de subsistencia. La situación demográfica no mejorará hasta dentro de cincuenta o cien años, así que de lo que se trata es de compensar la cesión de esa zona agrícola, mediante otros recursos, como las subvenciones, poner al campesino a cuidar el entorno, desarrollar cultivos biológicos que dan más ingreso, convertir pueblos degradados y sucios en entornos agradables que atraigan a gente de la ciudad. Y hacer todo eso, desarrollando el verdadero progreso rural: la educación y la sanidad, hoy muy abandonadas. Algo de todo ello se afirma en la nueva política de "construir un agro socialista", iniciada el año pasado. De esta compleja transformación depende el futuro de China, porque está claro que el país no puede meter en ciudades a sus 800 millones de campesinos sin ocasionar un desastre social y ambiental. La construcción de la "Gran Muralla Verde" de China, el seudónimo de esta reconversión rural, está llamada a ser aun más compleja que la histórica obra en la que su nombre se inspira.


Publicado originalmente en el diario La Vanguardia, de España.



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