Mapa del sitio Portada Redacción Colabora Enlaces Buscador Correo
La insignia
28 de septiembre del 2006


Bajo el signo de la cruz


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, septiembre del 2006.



Si alguna vez cayera en mis manos una máquina del tiempo, es posible que hiciera acopio de inventos contemporáneos y me presentara el 28 de octubre del año 312 en el puente de Milvio, sobre el Tíber. No por hacerle un favor inevitable a Majencio, sino para ofrecer a Constantino una cruz más real que la que, según cuentan, apareció en sus sueños. In hoc signo vinces: Vencerás bajo este símbolo -oyó el inventor del catolicismo. Yo soñaría con las chapas de identificación de mi perro, que tampoco están mal. Y Constantino tendría ocasión de volverse a su casita o de insistir con su guerra y terminar como uno más de los que aquel día, gracias a él, se ganaron el clásico y precioso epitafio romano: Que la tierra te sea leve.

Nada más lejos de mi carácter que las discriminaciones. Todo conversor de una religión cualquiera en religión oficial correría la suerte más acorde a sus méritos. Judaísmo, islam, budismo, sintoísmo, las grandes y las pequeñas, las estructuradas y la excrecencia holística. Obsérvese que no me refiero a los sentimientos individuales; que cada cual crea en lo que quiera. Me refiero a las situaciones que impiden, precisamente, que cada cual crea en lo que quiera. Pero no nos equivoquemos; la separación de religión y Estado sólo es un paso necesario, no el único paso. Las religiones se entrometen necesariamente en las sociedades, como las organizaciones políticas que son; no hay ninguna que se limite a establecer ritos más o menos ridículos o más o menos presentables para el turismo. Si se comete el error de confundir respeto a las creencias con asunción de la superstición, o de darles la razón como a los locos para que nos dejen en paz, no hay sociedad laica que pueda sobrevivir.

Uno de los capitales que más beneficio ha rendido a la Iglesia católica es su división interna. Contemplado en plazos históricos cortos, parece que existen diferencias entre los distintos sectores. Que el Opus Dei no es lo mismo que la teología de la liberación, que los jesuítas no son lo mismo que los dominicos, etcétera. Sus palabras se contradicen, y a veces también se contradicen sus actos. Pero si se amplía el campo de visión y no consideramos el experimento por años o décadas, sino por siglos, el resultado será exactamente igual con independencia de los cambios que haya experimentado la secta católica en conjunto. Ese juego de policía bueno y policía malo es lo que ha permitido que una de las organizaciones más delictivas de la historia siga introduciéndose en la vida política. Los Estados, los partidos, los sistemas, las ideologías, vienen y van. Ellos siempre están ahí, sin embargo, y nadie les pasa factura. Han acumulado más cadáveres que nadie, pero nadie los juzga. No hay «libro negro» de las religiones.

Frei Betto, dominico brasileño, acaba de ser protagonista de una de esas ocasiones en las que coincide el discurso de todas las familias católicas y se anula, en consecuencia, su treta general. En esencia, su última encíclica periodística («Europa, ¿primer mundo?»), muy reproducida en el mundillo alternativo, es uno de esos textos que un neonazi tendría problemas para publicar si en lugar de europeos hablara de latinoamericanos o africanos, por ejemplo. Generalizaciones negativas, injustas, falsas, al borde en todo momento del insulto y cargadas de la ignorancia y mala fe necesarias para ser útiles como propagadoras del odio. Se ha puesto de moda en sectores supuestamente progresistas, que por lo visto han conseguido dejar de pensar y de reconocer el significado y el alcance de las palabras. Pero ese descenso de nivel intelectual deja a la vista algunos objetos más interesantes que los restos de nuestro naufragio y los arrecifes de la confusión posterior.

Las gentes de la iglesia tienen motivos particulares para alimentar y extender ese tipo de discurso contra los europeos. Es muy sencillo. Su tiempo en Europa se acaba. Será más lento o más rápido, pero el camino del puente de Milvio se acaba. En bastantes países, su fuerza se limita a unas cuantas tradiciones vacías de contenido religioso para la inmensa mayoría de la población, y al miedo que todavía despierta en algún gobierno. Los cuervos están nerviosos y han decidido aprovechar el revuelo del combate a ciegas entre judíos, musulmanes y protestantes para ver si le cortan las pezuñas del satán europeo. Raro es el día en que no introducen un nuevo elemento de discordia; el Papa desde el Vaticano; los teólogos liberadores desde Brasil; el Opus Dei desde España, etcétera. Todos contra el laicismo.

Pero les queda América. Allí llevan poco tiempo, históricamente hablando. Todavía venden bien el pastiche, todavía están lejos de encontrarse en el punto que Betto define con esta profunda y terrible pregunta: «¿Por qué los templos europeos parecen acoger más turistas que fieles?». Entre los elementos necesarios para afianzar su poder, muy favorecido por la debilidad de los Estados, destaca el de reescribir la historia. Por ello, Betto critica en un par de ocasiones a su propia empresa, el cristianismo, a cuento del cuento más manipulado y manipulable de la zona: la conquista de América, ya saben, ese guión donde un puñado de bárbaros genocidas y sedientos de sangre eliminan por vicio a un sinfín de culturas pacíficas que vivían en armonía con la naturaleza, se amaban entre ellos, desconocían la esclavitud y la explotación, habían inventado la democracia y las flores y cantaban alegremente, con el vigor de la inocencia, de la noche a la mañana y de la mañana a la noche (según parece, ni siquiera les olían los sobacos). Critica al cristianismo para salvarlo de la quema, callando casi todo y diciendo sólo lo que conviene. La Iglesia católica lleva años intentando desligarse de la conquista, como si hubiera aparecido allí por obra y gracia del espíritu santo. Ahora, la consigna es negar lo positivo si no lo hicieron ellos y achacar lo negativo, oh sorpresa, a los Estados. Y así, dentro de dos o tres siglos, otros hombres como Betto podrán darse más golpes de pecho por los errores cometidos y asegurarse dos o tres siglos más de negocio redondo.

Decía que están nerviosos y lo repito. Han abandonado el bisturí de cirujano para volver a la espada, pero no la manejan bien porque no tienen costumbre de mancharse las manos en persona. El trabajo sucio se lo hacían otros. Millones, decenas de millones, cientos de millones bajo el signo de la cruz, matándose durante siglos en los campos de Europa, abriendo espacio a las sotanas en América, muriendo como perros en cualquier sitio y por su dios. La última vez que tuvieron verdadero poder aquí, en mi país, sus obispos alzaban los brazos con el saludo fascista en honor a las hordas de Hitler y de sus incompetentes amigos, Franco y Musollini. Eran sus obispos, señor Betto, no sean ustedes tan hipócritas y tan miserables como para lavarse las manos y decir, ahora, que surgieron de «la enfermedad senil de una cultura que se apartó de la realidad y, por tanto, cuyo universo está colocado por encima de la vida real». Bla, bla, bla. Eran los obispos de su secta, siempre lo han sido. Y aunque la mayoría de la gente no tenga intención de saldar cuentas, recuerde la consecuencia de sembrar odios.



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad Ciencia y tecnología | Diálogos | Especiales | Álbum | Cartas | Directorio | Redacción | Proyecto