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La insignia
9 de septiembre del 2006


Balada para un beodo


Paul Medrano
La Insignia. México, septiembre del 2006.


La ingesta de bebidas alcohólicas es y ha sido una costumbre ampliamente practicada a lo largo y ancho del tercer planeta. México no es la excepción. Y acompañar el degustamiento etílico con un aderezo musical es lo más común. Sin ella, se corre el riesgo de que la farra no resulte tan buena como se había planeado.

Las penas piden copas, y las copas piden tangos, aseguran los argentinos. Pero en tierras aztecas, aún sigo enlistando cuál es el ritmo más apropiado para una borrachera en forma (entiéndase por esto la generosa toma hasta ver cuádruple).

Según el sapo es la pedrada. En algunas regiones del norte del país, la cerveza se acompaña de música norteña como Cornelio Reyna, Ramón Ayala, Cardenales de Nuevo León, Los Tigres del Norte o Chalino Sánchez, para avivar el complejo de narco o vaquero laza perros que muchos llevan dentro. En otras, el tequila se degusta con música de banda: El Recodo, Machos, Limón, Pequeños o Cuisillos, y de ese modo se acrecienta el deseo de ponerse un sombrero y hablar golpeado. En el sur, los buenos mezcales se escuchan con una mezcla entre chilena y corrido, que ejecutan grupos como: Los Donnys, La luz roja de San Marcos o La Furia Oaxaqueña.

En las cantinas el repertorio que suelen tener las sinfonolas para acompañar las cubas, chelas, jarras, cubetazos, güisquis, martinis y un cirrótico etcétera, es extenso: desde José Alfredo Jiménez, Javier Solís, pasando por Vicentico Valdez, Daniel Santos, Celio González, Julio Jaramillo, y también por Los Ángeles Negros, Los Terrícolas, José José, Roberto Carlos hasta llegar a Vicente Fernández, Maná y Sin Bandera.

En algunas, el surtido incluye música que no me imagino sonando en esos recintos de adoración dionisiaca: Duke Ellington, Ella Fitzgerald, Yo Yo Ma, e incluso la banda sonora de El Señor de los Anillos y la novena sinfonía de Beethoven.

La luz blanca y clara del alcohol, como la definiera Jack London, afianza la reflexión; propicia un empírico psicoanálisis; busca respuestas que no te has preguntado; sana raspones en la piel del espíritu; pone en sintonía mente y cuerpo; balancea el andamio psicomotor que nos permite actuar como seres normales y también, proporciona el valor suficiente para mostrar a los acompañante, los gustos musicales más extraños, disparatados y ridículos. Y lo que es peor, justificarlos.

Me he topado con melómanos consumados que al comienzo de la farra presumen su extensa cantidad de vinilos en perfecto estado, para ya acalambrados echan mano a Miguel Bosé o Mecano. En una ocasión bebí con un agudo periodista, quien en juicio se tenía por consumado crítico musical y ya acalambrados, me confió que ya entrado le daba por escuchar el disco Vuela vuela, de Magneto. El cual me mostró, sacado desde lo más hondo del sótano de su casa. Nunca había visto que en el vinilo trae la foto de la portada (aunque no creo que este detalle importe a muchos).

Otra sorpresa musical fue que, a invitación de un amigo locutor -a quien le envidiaba la imponente colección de emepetrés que transportaba en el disco duro de su ordenador portátil- fuimos a tomar algunos litros de cerveza, pero durante toda la ingesta, el sujeto me obligó a enterarme de la vida y obra de Los Tigres del Norte.

Otro carnal, que es artista plástico, me dio una cátedra de tolerancia musical cuando después de 12 horas de heavy metal, trash, death y power, compartió conmigo un secreto que literalmente me malviajó y gachó cuando sacó toda la discografía de Intocable.

No es que esté en contra del eclecticismo de cada uno. Tampoco pretendo burlarme de los secretos más recónditos que el pisto deja al descubierto. Entiendo, como bien dijo Eduardo Añorve, que si una rola, independientemente de su contexto histórico, llega a representar una vivencia, un recuerdo o una imagen, lo demás vale una soberana sombrilla.

Ahora bien, Dizzy Gilespie es extraordinario, pero con ocho caguamas entre pecho y espalda su propuesta se escucha diferente. Lo mismo sucede con Björk, de quien alguna vez me chuté cuatro veces Medulla, entre varios litros de Charanda, y todo porque al anfitrión proclamó que su estéreo era territorio autónomo y que nada ni nadie podría usarlo más que él.

Alguna vez tuve un vecino que era músico, tocaba corno francés (aunque de francés yo no le veía nada a esa trompetota como la que usa la música de viento) y diariamente debía desayunar escuchando desde mi casa, el alto volumen de su aparato de sonido tocando a Rachmaninov, Korsakov, Wagner o Schumann (lo cual le agradezco muchísimo). Pero cuando se ponía beodo el panorama musical cambiaba radicalmente: El Show de los Vázquez o Super Lamas entraban por cada hendidura de mi ventana.

Para todo mal mezcal, para todo bien, también, aseguran acá en el sur del país. Y con cada copa, el panorama musical varía según el bagaje y preferencias de cada uno. Porque en géneros, se rompen gustos.



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