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La insignia
26 de octubre del 2006


Vidas de papel


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, octubre del 2006.



Tarde de verano. Aparté las manos del teclado y miré a mi derecha, hacia el punto donde los dos volúmenes del María Moliner y el blanquísimo de la RAE perdían su casto nombre, en el borde de la mesa, y marcaban el límite con la primera de las estanterías. Había algo verde donde antes no había nada verde. Una especie de figura, estrecha y móvil, justo delante del emparedado que todavía forman Los corsarios españoles durante la decadencia de los Austrias y las Vidas paralelas a costa del diminuto ejemplar de El rayo que no cesa, de Miguel Hernández.

Un balcón permanentemente abierto, una mesa pegada al balcón y un hombre sentado demasiadas horas al día junto a un balcón y una mesa son una combinación perfecta para la contemplación de insectos. Arañas; bichos largos de innumerables patas y nombres desconocidos; varias especies de polillas; mariposas; moscas, mosquitos y moscardones; abejas despistadas; criaturas pálidas de la humedad y el polvo; la gama normal de hormigas y, ab aeterno, las avispas que pasan a presentar sus credenciales. En general desaparecen por iniciativa propia, pero de vez en cuando toca quitárselos de encima o de la pantalla del ordenador y enseñarles la salida. Y hasta en eso es importante la experiencia. La que no tenía con el nuevo visitante, hembra con alas, santateresa, mantis, que ya había superado su sexta muda y elegido la biblioteca como arriate vertical.

Aquella mantis falleció, muy a mi disgusto, cuando intentaba cogerla para sacarla de la casa. Quedó aplastada a lo largo de mi palma y dejó una mancha en el lomo de Plutarco, que más tarde borré; no por motivos estéticos, sino por tristeza. Un error, su miedo convertido en agresión, un fallo de milésima de segundo y toda aquella belleza brillante y voraz se esfumó por nada en mitad de la nada, conmigo de instrumento ejecutor. Absurdo, estúpido. Y por lo visto, lo suficientemente duradero como para haber regresado a mi memoria, entre todos los recuerdos posibles, al decidir que ya no queda tiempo y que debo empezar a sacarlo todo, libros al suelo, libros a cajas, tres mil libros y luego las estanterías y la mujer azul de la pared y el sofá azul y las guitarras y la Hispano-Olivetti del treinta y tantos y la ropa y la música y los trastos de cocina y el saco de boxeo y las herramientas y las plantas. Pero sobre todo, los libros.

Que la mantis falleciera ante un paredón tan aparentemente dispar, no tiene nada de extraordinario. No clasifico los libros por títulos, autor, género ni por ninguna otra categoría semejante; los dispongo en mi orden, como lo demás, y no debe de ser tan incomprensible cuando cualquiera con intución sabe, exactamente, dónde encontrar lo que busca. Sin embargo, orden y desorden están condenados al capricho del espacio, a quien se deben. Llegó un momento en que ya no cabían más libros ni más estanterías ni más montones tambaleantes en el suelo; quiso Fortuna echarme una mano, y lo hizo como suele, con bromas feroces. Si no hay dinero, no se pueden comprar libros. Si no se pueden comprar, no se pueden acumular. He aquí, humano, que he resuelto tu problema. Gracias, imperatrix mundi. Las que tú tienes, guapo. ¿Y si me quemas la casa? No me tientes. En cuanto estuve a solas, añadí una norma al límite, a los tres mil, poco más o poco menos: que no volvería a entrar un libro sin que antes saliera otro y que no entraría ningún sustituto que no fuera mejor, por contenido o valor sentimental, que el reo.

La norma entró en vigor. Con un placer inesperado como entonces, atrás y atrás en el reloj hasta la singularidad de densidad infinita cuando terminé el último largo en la piscina, disconforme con mis tiempos, y se acercó María, ojos negros, pelo negro, piel blanca, con un beso y una frase: «Lo has hecho muy bien». Fue nuestro primer encuentro, como éste era -a su modo- el primer encuentro real con el iconoclasta. Porque lo pasado, bueno, podía ser un juego. Abrir cajones y cajones y tirarlo todo a la basura, sin mirar; entrar a saco en un armario y quedarse sólo con un traje; hacer del recogedor y de la escoba los mejores amigos. Un juego. Pero los libros. No es lo mismo, no parecía lo mismo.

Las primeras víctimas fueron los textos de palabras y asuntos irrelevantes; cosas de periodistas que se olvidan a los dos meses, cosas de sociólogos, politicólogos, filósofos y lingüistas de inanidad parecida. Había acumulado bastante basura de ese tipo, alrededor de trescientos ejemplares, y disfruté de meses de apocalipsis, cargados de razón y de justicia, mientras el mar entregaba los muertos que tenía y la muerte y el Hades entregaban los suyos y cada uno obtenía un juicio acorde a su obra. Cuando se acabó el primer nivel de morralla y tuve que elegir el segundo, me atuve a la costumbre clásica en mis propios gustos y cargué contra la novela. Un tercio de los tres mil. Cientos de páginas que no encontraron ni buen corrector ni buen editor ni una patada a tiempo. Una ingente lista de candidatos a la expulsión que todavía me dura.

En algún momento, de los estantes a las cajas o después, durante los ocho tramos de escalera, decidiré si es o no es lo mismo. Ahora me conformo con unos guantes. Por el polvo, por las astillas, por los clavos sueltos, porque no estoy seguro de haberme librado de la loxosceles rufescens que vi detras del Fray Gerundio de Campazas y del manual de comida india, también llamado crestomatía de las decepciones: docenas de especias con nombres sonoros, intensos, en castellano, que abandonaron nuestra dieta con el paso de los siglos y que sólo tienen, aquí y ahora, vidas de papel.


Madrid, 26 de octubre.



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