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La insignia
17 de noviembre del 2006


Salto y el río de las piedras que hablan


Rosalba Oxandabarat
La Insignia. Uruguay, noviembre del 2006.


A Salto así la llaman porque fue armándose -dicen que así sucedió, un proceso largo que comenzó hace dos siglos y medio pero sin precisa fecha fundacional- al costado del río, muy cerca de dos cascadas. El Salto Chico era la más pequeña y más próxima, el Salto Grande, que al igual que la Fontana di Trevi primero se escuchaba mientras uno avanzaba desde el monte antes de enfrentar esa imponente escultura viva de piedra y agua, la más grande. Así que a la ciudad le tocó ese nombre en movimiento, nombre de movimiento, aunque nada parecía más ajeno a ese dinamismo que la ciudad de enormes casas con quietos patios llenos de flores y enredaderas, zaguanes sombríos y balcones de mármol o hierro, que dejé a mediados de los años sesenta.

Las abuelas hablaban de mejores tiempos, en que los barcos surcaban el río y por ellos llegaban las zarzuelas españolas y las óperas italianas, que se instalaban durante semanas en el barroco teatro Larrañaga, cuando los bailes de Carnaval exigían de las señoritas un disfraz diferente para cada ocasión, y para sus desfiles comparsas donde cada comunidad -los vascos, los italianos, los asturianos- se divertían bien emperifoliados con sus trajes típicos y la gente se arrojaba serpentinas y pétalos de flores. Varias generaciones de ricos estancieros (hacendados) y sucesivas oleadas de inmigrantes, que encontraron lo bueno de ese clima y esas tierras para las viñas, las naranjas, las hortalizas y la siembra de ideas tan nuevas como revulsivas, la fueron construyendo así, con sus leyendas y sus personajes y sus artistas, segura de sí misma, sólo amenazada cada varios años por alguna cólera del río Uruguay, que se desborda para avisarle que, si existía o dejaba de existir, al fin y al cabo sólo era gracias a él.

Fue en uno de los recodo más hermosos de su ribera, llamado la Piedra Alta por una suerte de mirador natural allí instalado, que se inauguró el primer monumento, en el mundo, en homenaje a García Lorca. Fue en los años cincuenta, y Margarita Xirgú, amiga del granadino y primera directora de la Escuela Municipal de Arte Dramático de Montevideo, encabezó esa inauguración recitando el Llanto por Ignacio Sánchez Mejía. (A García Lorca, los niños uruguayos de entonces lo conocíamos desde la escuela. Aún recuerdo la cara morena y gorda, con más dientes que lo previsto, de mi maestra de quinto cantando con unción para instarnos a cantar a nosotros "...la tarara sí la tarara no la tarara niña que la he visto yo...")

A esa ciudad de manías patricias e inmigrantes vivaces sólo le quedaban, en los años sesenta, sus memorias y su paisaje de hermosas casas, y el río. Así la dejé, pura melancolía de infancia, belleza del pasado para nada. Pero las ciudades no siguen los malos libretos personales, y Salto permaneció pero cambiando mucho, como les pasa a las personas memoriosas y sabias. Voy a ver mi vieja ciudad y es la misma, y es otra. Las plazas permanecen, y las mismas tiendas aunque con otro nombre, y esas casas señoriales también aunque más de una destinada a instituciones culturales o a museo, como el palacio Gallino. ¿Quién podría vivir hoy en un casón de ese tamaño, con esos artesonados que demandarían varios sirvientes sólo para tenerlos sin polvo, y esas escaleras que las piernas del tiempo de los ascensores no podrían subir varias veces por día?. Sólo está, voluntariamente igual, el hotel Concordia, el más viejo del país, donde solía alojarse Carlos Gardel. Atravesando el portal estalla un siglo XIX detenido en patios llenos de flores y enredaderas, en altísimas puertas sobre largos corredores, en un comedor donde qudaría lo más bien que una dama chejoviana se aprontase a desayunar.

En el medio hubo más de una crisis, se fue mucha gente, se hizo una represa en Salto Grande que ensanchó el río e invisibilizó a la cascada, se puso una universidad, se explotaron las abundantes aguas termales, los vinos adquirieron "calidad de exportación" imitando a las naranjas, se hicieron plantaciones de cosas nuevas y raras, como arándanos, volvió mucha gente, nació otra. La ciudad parece haber dicho "Ya está bueno de manías anacrónicas", y recurrió a su savia de trabajadora y de inmigrante. ¡Si hasta la izquierda ganó allí en las elecciones del 2004! . Y la ciudad se ha vuelto otra vez emprendedora y vivaz; su calle principal se ve iluminada, movida, con mucha gente joven en las mesas de los cafés o dando vuelta en esas motos pequeñas que parecen tan populares, y veo en todos lados afiches de conciertos y obras de teatro y exposiciones.

El dato tan reciente de una Montevideo a media luz, tristona y asustada, parece potenciar esa luz y ese movimiento (los salteños aseguran que allá también roban, pero las cinco o seis casas de parientes y amigos que visité, tenían todas las puertas sin llave). Opto por una sola exposición, atípica. Mi primo Pepe Cano, que es agrimensor y no artista, hace años que junta las piedras con forma de corazón que el río arrastra. Es raro, pero es así; las talla con esa forma. Guillermo Busch instaló las piedras de Pepe con singular eficacia; algunas están engastadas en troncos, como árboles surgidos de un libro de Tolkien; otras emergen de unas bases que semejan piedra, o de cajas grises; otras, muy chicas, brillan debajo de un cristal o coronan unos hongos juguetones elaborados con tacos de zapatos. Las hay delgadas y robustas, con marcas variadas en la superficie o totalmente lisas, de todos los colores y sus combinaciones, algunas pertenecen a esas especies llamadas semipreciosas y otras son o parecen modestos guijarros. Los dos extremos corresponden a una piedra amarilla y casi translúcida, tan pequeñita y brillante que bien podría adornar un anillo, y una enorme, gris, achatada, con un dramático hueco en su cuarto inferior, que semeja una extraña escultura moderna. Son 250, como los años de Salto. Las piedras tienen también una historia y una pertenencia, son la voz del río -hay que oír su interminable discurrir en el Ayui, el sonido que debió escuchar Artigas "la última vez que miró la patria", como me recuerda Pepe- y hay piedras que vienen de los árboles, madera que sólo puede volverse piedra en algunos lugares, como el norte uruguayo y el sur brasileño, por sus condiciones físico-químicas, explica Pepe. Mi tío Fermín Soto, vasco él, que juntaba lo que podía incluyendo sus modestos recuerdos de familia para enviarlos a los fondos recolectados para el bando republicano en la guerra de España, tenía una en su patio, enorme.

Es primavera y Salto recibe a sus desterrados con su mejor lujo de orquídeas, glicinas, durazneros y lapachos florecidos. Como acá no hay mar, no hay salitre que mediatice sus perfumes. Me había olvidado de que no sólo los colores acá son distintos, también el aire. Y los atardeceres. Para mirar el río, se mira al poniente, así que río y atardecer son sinónimos visuales y en las tardes de domingo todos esos salteños que se los conocen de memoria, ahí se instalan para mirarlos como si fuera la primera vez. Tanta gente que nunca se enteró lo que es el arte abstracto, y queda hipnotizada mirando un juego de luces y colores cambiantes que se entreveran pacientemente hasta la sombra final. Es un rito que hay que cumplir, y lo cumplo en la misma Piedra Alta, lugar donde además de la memoria de Federico concurren los enamorados y los suicidas, y los que quieren entender qué tiene ese pedazo de río, esos arbustos nativos y esa luz para convocar a eros y thanatos con tanta contundencia. No lo entendí, por supuesto, sólo vuelvo a registrarlo. Y encontré unas piedras en forma de corazón que ahora, en mi mesa, aunque estén mudas me recuerdan a cada paso de dónde vengo.



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