Mapa del sitio Portada Redacción Colabora Enlaces Buscador Correo
La insignia
11 de marzo del 2006


Ética de la seducción (III)

El engaño y el arte de dejarse seducir


__Ética de la seducción__
I y II
Mario Roberto Morales
La Insignia*. Costa Rica, marzo del 2006.


Suele argüirse en contra del donjuanismo que el seductor o la seductora "engañan" y se "aprovechan" del seducido o la seducida, y es costumbre endilgarles a los donjuanes y a las doñajuanas el nefasto rasgo de prometer lo que no van a cumplir y de apropiarse de lo que no es suyo. Esta acusación responde a un grave malentendido, y es que aquí se confunde al pérfido con el don Juan y a la perjura con la Afrodita. Esto, además de erróneo, es injusto y da lugar a múltiples formas de odio, resquemor y reproche, para mayor gloria de la concepción melodramática de la existencia que suelen tener quienes carecen de la voluntad y el coraje de vivir una vida propia sin sentirse compelidos a fundir la que tienen con la de otra persona.

El seductor o la seductora va de pareja en pareja haciendo explícita su naturaleza y sin prometer nada, pues, como no busca aprovecharse de nadie, no tiene interés en las falsedades. Su entrega a su pasión primordial se debe a que lo que lo hace vivir es la repetición del acto amoroso, y sus reservas se circunscriben a una sana aversión a cualquier forma de "amor eterno", de posesión por parte de quienes "aman demasiado" entregándose a la soberbia ilusión de darle al seductor el "verdadero amor" que suponen busca y que nadie ha sido capaz de ofrecerle. Quien engaña prometiendo "amor eterno" para apropiarse de lo que no es suyo es un vividor (o una vividora), y por lo general se lo encuentra en los enrarecidos ambientes del "amor eterno", como por ejemplo en la familia, el matrimonio, la propiedad privada, la iglesia, el ejército y el Estado. La razón es que estas instituciones están basadas en una moral pública que santifica la represión y sataniza los instintos, con el objetivo de perfeccionar el control sobre los corazones y las mentes de los seres humanos.

Don Juan es libre, y su manera de amar lo es también. Por su parte, Afrodita se libera de las cadenas del matrimonio y la familia ya sea evadiéndolas o (si ya cayó en ellas, por juventud, inexperiencia, engaño o equivocación) burlándolas mediante la fina capacidad que la mujer ha desarrollado, como sana reacción a siglos de opresión patriarcal, de fingir lo que no siente y de decir exactamente lo que los insensatos quieren oír, no importa si se trata de maridos, hermanos, padres, amantes, patrones o confesores. El ejercicio de la libertad es condición previa para vivir una vida personal. Este ejercicio es más difícil para la seductora que para el seductor, pero en el caso de ella esa dificultad puede convertirse en fuente de deleites mucho más abundantes y elaborados que los que le son posibles al seductor, que en buena hora se aprovecha de la ventaja de ser hombre. Y estoy seguro de que las mujeres independientes me entienden cuando digo esto; no necesito abundar en ello. ¿Que en este caso el engañado es el cónyuge y que tal cosa tampoco resulta justa? Bueno, un cónyuge de tales características merece el engaño y mucho más por parte de su víctima. ¿O no? Se trata aquí de un acto de justicia ejecutado de acuerdo a las posibilidades que tiene un ser en sujeción de realizar tal cosa. El engaño, la perfidia, el perjurio, como conductas reprobables, ocurren en condiciones de igualdad moral. Si esa igualdad no existe, se convierten en armas de liberación, especialmente en manos de la mujer.

Ni Afrodita ni don Juan engañan a sus amantes. Ambos les advierten que lo que les interesa es el amor perecedero. El de una noche, varias o ninguna. O el de todas las noches posibles de la vida, en el caso de esos amantes eternos que siempre están dispuestos a compartirse y a prodigarse a sí mismos sin reservas ni compromisos cuando las circunstancias lo permiten. Es perverso entonces equiparar a los seductores con el burlador y la pérfida, con el vividor y la perjura. Éstos son simples y viles mentirosos. La seductora y el seductor son artistas de la vida. De su vida. Y disfrutan cada momento de su incesante creación, esparciendo amor y libertad a quienes tengan oídos para oír, ojos para ver y piel para sentir. No tienen necesidad de engañar a nadie ni de aprovecharse de nada.

El reproche es el arma inútil del despechado. De la despechada. Por medio de este recurso, la impotencia se convierte en forma de vida, el resentimiento en eje moral y la malignidad en ética profesional. La persona seducida que no logró atrapar a su don Juan o a su Afrodita y que se siente frustrada porque su potencial víctima no sucumbió a su engaño ni a la perversidad de querer enjaularla en los oscuros recintos del matrimonio y la monogamia forzada, debe vivir del recuerdo del gozo que le proporcionó la seducción y, si es inteligente, buscar la repetición de aquel acto liberador. Si escoge como vivienda el charco de su amargura, habrá echado por la borda la gran oportunidad de ser libre que en su momento le brindó quien tuvo la suficiente nobleza como para bajar a su nivel y seducirla por una noche, varias o ninguna.

Porque de hecho hay personas que se dejan seducir y que no obtienen ni siquiera una noche de amor con don Juan o con Afrodita. En este caso, la seducción se queda en el deseo. Pero ya es bastante, en vista de que la persona seducida ni siquiera se consideraba digna de desear hasta antes de la seducción inconclusa. Su camino está trazado por quien ella soñó ser seducida. Lo que debe hacer es buscar y encontrar a otro don Juan u otra Afrodita, y olvidar al objeto de sus obsesiones, sus iras, sus frustraciones y sus amarguras. La vida es muy corta como para desperdiciarla alimentándose de hiel, y la libertad se encuentra ahí, al alcance de la mano, a sólo un palmo de coraje.

Si no se tiene el talento (porque para eso se nace) de la seducción, sin duda sí se tiene la capacidad de dejarse seducir (pues esto no requiere más ciencia que la pasividad imaginativa). Y esta capacidad natural puede llegar a convertirse en un arte y también en una ética, si la persona seducida gusta de serlo innumerables veces porque así se siente vivir a plenitud y no tiene vergüenza de confesárselo. La única condición para desarrollar este talento es no reprimirse el deseo ni la voluntad de ser libre y tener una vida propia. Porque dejarse seducir es también un acto de libertad. Sobre todo para quienes, por los motivos que sean, ni siquiera se sienten autorizados para desear. Ser capaz de dejarse seducir sólo requiere un instante de sincera valentía y entrega humilde a la felicidad. Don Juan y Afrodita ya nacieron con este don. Para los demás, lograrlo y prolongarlo en el tiempo implica un pequeño esfuerzo conciente, ante lo cual resulta útil tener siempre en mente una verdad tan irrefutable como eterna: que lo único que debemos sacrificar en esta vida es el sufrimiento.


Heredia (Costa Rica) 4 y 5 de marzo del 2006.


(*) También publicado en A fuego lento



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad Ciencia y tecnología | Diálogos | Especiales | Álbum | Cartas | Directorio | Redacción | Proyecto