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La insignia
6 de marzo del 2006


Prefacio a Los hundidos y los salvados*


Primo Levi
La Insignia, 2006.


Since then, at an uncertain hour,
That agony returns:
And till my ghastly tale is told
This heart within me burns.
-S. T. Coleridge, The Rime of the Anciente Mariner-

Las primeras noticias sobre los campos nazis de exterminio empezaron a difundirse en el año crucial de 1942. Eran noticias vagas, pero acordes entre sí: perfilaban una matanza de proporciones tan vastas, de una crueldad tan exagerada, de motivos tan intrincados, que la gente tendía a rechazarla por su misma enormidad. Es significativo que ese rechazo hubiese sido confiadamente previsto por los propios culpables; muchos sobrevivientes (entre otros, Simon Wiesenthal en las últimas páginas de Gli assassini sono fra noi, Garzanti, Milán, 1970) recuerdan que los soldados de las SS se divertían en advertir cínicamente a los prisioneros: "De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar el mundo no lo creería. Tal vez haya sospechas, discusiones, investigaciones de los historiadores, pero no podrá haber ninguna certidumbre, porque con vosotros serán destruidas las pruebas. Aunque alguna prueba llegase a subsistir, y aunque alguno de vosotros llegara a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que contáis son demasiado monstruosos para ser creídos; dirá que son exageraciones de la propaganda aliada, y nos creerá a nosotros, que lo negaremos todo, no a vosotros. La historia del Lager, seremos nosotros quien la escriba".

Es curioso que esa misma idea ("aunque lo contásemos, no nos creerían") aflorara, en forma de sueño nocturno, de la desesperación de los prisioneros. Casi todos los liberados, de viva voz o en sus memorias escritas, recuerdan un sueño recurrente que los acosaba durante las noches de prisión y que, aunque variara en los detalles, era en esencia el mismo: haber vuelto a casa, estar contando con apasionamiento y alivio los sufrimientos pasados a una persona querida, y no ser creídos, ni siquiera escuchados. En la variante más típica (y más cruel), el interlocutor se daba la vuelta y se alejaba en silencio. Es éste un tema sobre el cual volveremos, pero es importante subrayar ya cómo ambas partes, las víctimas y los opresores, se daban cuenta de la enormidad y, por consiguiente, de lo imposible que sería darle credibilidad a lo que estaba sucediendo en los Lager: y, podemos añadir aquí que, no sólo en los Lager sino también en los guetos, en la retaguardia del frente oriental, en los cuarteles de la policía, en los asilos de deficientes mentales.

Por fortuna, las cosas no han sucedido como temían las víctimas y los nazis esperaban. Hasta la más perfecta de las organizaciones tiene algún defecto, y la Alemania de Hitler, sobre todo en los meses anteriores a su derrumbamiento, estaba lejos de ser una máquina perfecta. Muchas de las pruebas materiales de los exterminios masivos fueron destruidas, o se intentó destruirlas más o menos hábilmente: en el otoño de 1944 los nazis hicieron saltar las cámaras de gas y los crematorios de Auschwitz pero sus ruinas subsisten todavía y, a pesar de los malabarismos de sus epígonos, es difícil explicar su finalidad recurriendo a hipótesis fantasiosas. El gueto de Varsovia, tras la famosa insurrección de la primavera de 1943, fue arrasado, pero el celo sobrehumano de algunos combatientes-historiadores (historiadores de sí mismos) logró que, entre los escombros de muchos metros de espesor o escondidos detrás de los muros, otros historiadores encontrasen los testimonios de cómo, día a día, en aquel gueto se había vivido y se había muerto. Todos los archivos de los Lager fueron quemados durante los últimos días de la guerra. Ha sido verdaderamente una pérdida irreparable, hasta el punto de que hoy se discute todavía si los muertos fueron cuatro, seis u ocho millones pero, en cualquier caso, se trata de millones. Antes de que los nazis hubiesen recurrido a los múltiples y gigantescos crematorios, los innumerables cadáveres de las víctimas, deliberadamente asesinadas o consumidas por las privaciones y !as enfermedades, podían constituir una prueba, y tenían que ser eliminados fuera como fuera. La primera solución, tan macabra que cuesta decidirse a contarla, fue la de amontonar simplemente los cadáveres, centenares de miles de cadáveres, en grandes fosas comunes. Se hizo especialmente en Treblinka, en otros Lager menores y en la retaguardia rusa. Era una solución provisional, tomada con una despreocupación bestial cuando los ejércitos alemanes triunfaban en todos los frentes y la victoria final parecía segura: ya se vería después lo que habría que hacer, el vencedor es dueño también de la verdad, puede manipularla como quiere, ya se justificarían las fosas comunes de alguna manera. De harían desaparecer o se atribuirían a los soviéticos (que, por otra parte, en Katyn demostraron que no se quedaban atrás). Pero tras la derrota de Stalingrado lo pensaron mejor: más valía no dejar huellas. Los mismos prisioneros fueron obligados a desenterrar aquellos desdichados restos y a quemarlos en hogueras al aire libre, como si una operación de tamañas proporciones y tan poco habitual pudiese pasar desapercibida.

Los mandos de las SS y los servicios de seguridad se dedicaron, después, con el mayor esmero, a evitar que quedara testimonio alguno. Éste es el sentido (difícilmente podría pensarse en otro) de los agónicos traslados, en apariencia descabellados, con que se terminó la historia de los campos nazis en los primeros meses de 1945: los sobrevivientes de Majdanek a Auschwitz, los de Auschwitz a Buchenwald y a Mauthausen, los de Buchenwald a Bergen Belsen, las mujeres de Ravensbrück a Schwerin. En resumen, todos debían ser sustraídos a la liberación, deportados de nuevo hacia el corazón de Alemania, que estaba siendo invadida por el este y por el oeste; no importaba que muriesen por el camino, lo que importaba era que no contasen nada. En realidad, después de haber sido centros de terror político, luego fábricas de muerte y, sucesivamente (o al mismo tiempo), una ilimitada reserva de mano de obra esclava continuamente renovada, los Lager se habían hecho peligrosos para la Alemania moribunda, porque guardaban el secreto de ellos mismos, el mayor crimen cometido en la historia de la humanidad. El ejército de larvas que todavía vegetaba en ellos estaba formado por Geheimnistrâger, detentores de secretos, de los cuales era necesario librarse; destruidas ya las fábricas de exterminio, a su vez elocuentes, se decidió trasladarlos al interior, con la absurda esperanza de poder recluirlos todavía en otros Lager, menos amenazados por los frentes que se iban acercando, y de explotar su última capacidad laboral. Y con otra esperanza menos absurda: que el tormento de aquellos éxodos bíblicos redujese su número. En efecto, su número se redujo de forma pavorosa. Sin embargo, hubo alguno que tuvo la suerte y el valor de sobrevivir, y ha quedado para dar testimonio.

Es menos conocido y ha sido menos investigado el hecho de que muchos detentores de secretos se encontrasen también de la otra parte, de parte de los opresores. Aunque fuera verdad que eran muchos los que sabían poco y pocos los que sabían todo. Nadie podrá nunca determinar con precisión cuántos, dentro del aparato nazi, podían no conocer las espantosas atrocidades que se estaban cometiendo; cuántos sabían algo, pero estaban en condiciones de fingir que lo ignoraban; y cuántos hubiesen tenido la posibilidad de saberlo todo, pero eligieron la vía más prudente de tener los ojos, los oídos y sobre todo la boca bien cerrados. Como quiera que haya sido y, aunque no pueda suponerse que la mayoría de los alemanes aceptara la masacre sin inmutarse, la verdad es que la escasa difusión de la verdad sobre los Lager constituye una de las mayores culpas colectivas del pueblo alemán, y la demostración más clara de hasta qué grado de vileza lo había reducido el terror hitleriano. Una vileza que se había convertido en hábito, tan profunda que impedía a los maridos hablar con sus mujeres, a los padres con sus hijos. Vileza sin la cual no se habría llegado a las mayores atrocidades, y Europa y el mundo serían hoy distintos.

No hay duda de que quienes conocían la horrible verdad por ser (o haber sido) sus responsables, tenían buenas razones para callar; pero, en cuanto depositarios del secreto, ellos no siempre tenían la vida asegurada, aun cuando callasen. Lo prueba el caso de Stangl y de los demás verdugos de Treblinka que, luego de la insurrección y el desmantelamiento de aquel Lager, fueron trasladados a una de las zonas partisanas más peligrosas.

La ignorancia buscada y el miedo han acallado también muchos posibles testimonios de "civiles" sobre las infamias de los Lager. Especialmente durante los últimos años de la guerra, los Lager constituían un sistema extenso, complejo, profundamente compenetrado con la vida cotidiana del país; se ha hablado con toda razón de univers concentrationnaire, pero no era un universo cerrado. Sociedades industriales grandes y pequeñas, haciendas agrícolas, fábricas de armamentos, sacaban provecho de la mano de obra prácticamente gratuita que proporcionaban los campos. Algunas agotaban a los prisioneros sin piedad y aceptaban el principio inhumano (y estúpido también) de las SS, según el cual, un prisionero era igual a otro y, si moría de cansancio, podía ser sustituido de inmediato; unas pocas intentaban cautamente aligerar sus penas. Otras industrias, o tal vez las mismas, sacaban provecho del aprovisionamiento de los propios Lager: maderas, materiales de construcción, la tela a rayas de los uniformes de los prisioneros, las verduras desecadas para el potaje, etcétera. Los numerosos hornos crematorios habían sido proyectados, construidos, monta-dos y verificados por una empresa alemana, la Topf de Wiesbaden (que aún estaba activa a finales de 1975: construía crematorios para uso civil, y no había considerado necesario hacer cambios en su razón social). Es difícil pensar que el personal de estas empresas no se diese cuenta del significado exacto de la calidad y de la cantidad de las instalaciones que les encargaban los mandos de las SS. El mismo razonamiento puede hacerse, y se ha hecho, en lo que se refiere al suministro del veneno empleado en las cámaras de gas de Auschwítz. El producto, esencialmente ácido cianhídrico, se usaba desde hacía muchos años para desinfectar bodegas, pero el brusco aumento de la demanda a partir de 1942 no podía pasar inadvertido. Debía provocar dudas, y ciertamente las provocó, pero fueron sofocadas por el miedo, por el afán de lucro, por la ceguera y la voluntaria ignorancia ya aludida, y, en algunos casos (probablemente pocos), por la fanática obediencia nazi.

Es natural y obvio que la fuente esencial para la reconstrucción de la verdad en los campos esté constituida por las memorias de los sobrevivientes. Más allá de la conmiseración y de la indignación que suscitan, son leídas con ojos críticos. Para un verdadero conocimiento del Lager, los mismos Lager no eran un buen observatorio. En las condiciones inhumanas en que se mantenía a los prisioneros es raro que éstos pudiesen adquirir una visión de conjunto de su universo. Podía suceder, sobre todo para quienes no entendían el alemán, que los prisioneros no supiesen siquiera en qué punto de Europa se encontraba el Lager donde estaban y al que habían llegado después de un viaje agónico y tortuoso en vagones sellados. No conocían la existencia de otros Lager aunque estuviesen a pocos kilómetros de distancia de ellos. No sabían para quién trabajaban. No entendían el significado de ciertos cambios imprevistos en las condiciones ni los traslados en masa. Rodeado por la muerte, muchas veces el deportado no estaba en condiciones de valorar la magnitud de la aniquilación que se estaba llevando a cabo ante sus ojos. El compañero que hoy trabajaba a su lado, mañana había desaparecido: podía estar en la barraca de al lado o borrado del mapa; no había posibilidad de saberlo. Se sentía, en resumen, dominado por un enorme edificio de violencia y de amenaza, pero no podía formarse una imagen de él porque tenía los ojos pegados al suelo por las vitales necesidades cotidianas de cada minuto.

Esta carencia de visión general ha condicionado los testimonios, orales o escritos, de los prisioneros "normales", de los no privilegiados, es decir, de aquellos que constituían el nervio de los campos y escaparon de la muerte sólo gracias a una combinación de sucesos fortuitos. Eran mayoría en el Lager, pero una minoría exigua entre los sobrevivientes: entre ellos son mucho más numerosos los que en la prisión gozaron de algún privilegio. Al cabo de los años, hoy se puede afirmar que !a historia de los Lager ha sido escrita casi exclusivamente por quienes, como yo, no han llegado hasta el fondo. Quien lo ha hecho no ha vuelto, o su capacidad de observación estuvo paralizada por el sufrimiento y la incomprensión.

Por otra parte, los testigos "privilegiados" disponían de un observatorio ciertamente mejor, aunque sólo fuese porque estaba en una situación elevada y, por consiguiente, dominaba un horizonte más extenso, aunque también estuviese falseado, en mayor o menor medida, por el mismo privilegio. Hablar del privilegio (¡no sólo en los Lager!) es una cuestión delicada, y trataré de hacerlo con la mayor objetividad posible; aquí sólo aludiré aI hecho de que los privilegiados por excelencia, los que habían accedido al privilegio por haberse sometido a las autoridades del campo, no han testimoniado en absoluto, por motivos obvios, o bien han dejado testimonios llenos de lagunas, distorsionados o totalmente falsos. Los mejores historiadores del Lager han surgido, por consiguiente, entre los contadísimos que han tenido la habilidad y la suerte de llegar a un lugar de observación privilegiado sin someterse y la capacidad de contar lo que han visto, sufrido y hecho, con la humildad de un buen cronista, es decir, teniendo en cuenta la complejidad del fenómeno Lager, y la variedad de los destinos humanos que allí se cruzaban. Era lógico que estos historiadores hayan sido casi todos prisioneros políticos: porque los Lager eran un fenómeno político; porque los políticos, mucho más que los judíos y los criminales (éstas eran, como se sabe, las tres categorías principales de los prisioneros), podían recurrir a un fondo cultural que les permitiese interpretar los hechos que presenciaban; porque, precisamente como ex combatientes, o incluso como combatientes antifascistas, se daban cuenta de que su testimonio era un acto de guerra contra el fascismo; porque tenían un acceso más fácil a los datos estadísticos; y, en resumen, porque con frecuencia, además de ocupar puestos importantes en los Lager, pertenecían a las organizaciones secretas de la defensa. Al menos en los últimos años sus condicionamientos de vida eran tolerables, hasta el punto de permitirles, por ejemplo, escribir y conservar sus apuntes; cosa que no era imaginable que ocurriese con los judíos, y que los criminales no tenían ningún interés en hacer.

Por todas las razones aquí señaladas, la verdad sobre los Lager ha ido saliendo a la luz a través de un camino largo y de una puerta estrecha. Muchos aspectos del universo de los campos de concentración no han sido todavía examinados en profundidad. Han transcurrido ya más de cuarenta años desde la liberación de los Lager nazis; durante este respetable período han surgido impresiones contradictorias que intentaré reseñar con el fin de clarificarlas.

En primer lugar, el tiempo transcurrido ha permitido la decantación, proceso normal y deseable que otorga la perspectiva y el claroscuro sólo posibles de percibir decenios después de acaecidos los hechos. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, los datos cuantitativos sobre las deportaciones y sobre las matanzas nazis, en el Lager y en otras partes, no se conocían todavía. Tampoco era fácil asimilar su alcance ni sus pormenores. Apenas desde hace unos años se está comprendiendo que las matanzas nazis han sido tremendamente "ejemplares" y que, si no ocurre algo peor en los años próximos, serán recordadas como el hecho central, la mancha de este siglo.

Por otra parte, el transcurso del tiempo está provocando otros efectos históricamente negativos. La mayor parte de los testigos, de la defensa y de la acusación han desaparecido ya. Los que quedan y todavía están dispuestos a dar testimonio (superando sus remordimientos o sus heridas) tienen recuerdos cada vez más borrosos y distorsionados. Con frecuencia, sin darse ellos mismos cuenta, están influidos por noticias de las que se han enterado más tarde, por lecturas o relatos ajenos. En algunos casos, naturalmente, el olvido es simulado, pero los muchos años transcurridos lo hacen verosímil, aun en un juicio; los "no sé" o "no sabía" de muchos alemanes de hoy, ya no escandalizan. Sí escandalizaban, o debían haber escandalizado, cuando los hechos acababan de suceder.

De otra simplificación somos responsables nosotros, los sobrevivientes, o, más exactamente, aquellos sobrevivientes que han aceptado vivir su condición del modo más fácil y menos crítico. No es cierto que las ceremonias y las celebraciones, los monumentos y las banderas, sean siempre y en todas partes lamentables. Cierta dosis de retórica es tal vez indispensable para que los recuerdos duren. Que los sepulcros, las "urnas de los héroes" encienden los ánimos para lograr acciones insignes o que, al menos, conservan la memoria de las hazañas realizadas, era cierto en los tiempos de Fóscolo y sigue siéndolo hoy; pero hay que tener cuidado con las simplificaciones llevadas al extremo. Toda víctima debe ser compadecida, todo sobreviviente debe ser ayudado y compadecido, pero no siempre deben ponerse como ejemplo sus conductas. El interior del Lager era un microcosmos intrincado y estratificado, la zona "gris" de la que hablaré más adelante, la de los prisioneros que en alguna medida -tal vez persiguiendo un objetivo válido- han colaborado con las autoridades, no era despreciable sino que constituía un fenómeno de fundamental importancia para el historiador, el psicólogo y el sociólogo. No hay prisionero que no lo recuerde, y que no recuerde su estupor de entonces: las primeras amenazas, los primeros insultos, los primeros golpes no venían de las SS sino de los otros prisioneros, de "compañeros", de aquellos misteriosos personajes que, sin embargo, se vestían con la misma túnica a rayas que ellos, los recién llegados, acababan de ponerse.

Este libro quiere contribuir a aclarar algunos aspectos del fenómeno Lager que todavía están oscuros. Se propone también un fin más ambicioso; querría responder a la pregunta más apremiante, a la pregunta que angustia a todos aquellos que han tenido ocasión de leer nuestros relatos: ¿hasta qué punto ha muerto y no volverá el mundo del campo de concentración, así como han muerto la esclavitud o el código de los duelos? ¿Hasta qué punto ha vuelto o está volviendo? ¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros para que en este mundo preñado de amenazas, ésta, al menos, desaparezca?

No ha sido mi intención ni habría sido yo capaz de escribir una obra de historiador, es decir, de examinar exhaustivamente las fuentes. Me he limitado casi con exclusividad a los Lager nacionalsocialistas, porque son sólo éstos los que he conocido por experiencia propia. También he tenido sobre ellos una copiosa experiencia indirecta, a través de libros leídos, relatos escuchados y encuentros con lectores de mis dos primeros libros. Además, hasta el momento en que escribo y, no obstante el horror de Hiroshima y Nagasaki, la vergüenza de los Gulag, la inútil y sangrienta campaña de Vietnam, el autogenocidio de Camboya, los desaparecidos en la Argentina, y las muchas guerras atroces y estúpidas a que hemos venido asistiendo, el sistema de campos de concentración nazi continúa siendo un unicum, en cuanto a magnitud y calidad. En ningún otro lugar o tiempo se ha asistido a un fenómeno tan imprevisto y tan complejo: nunca han sido extinguidas tantas vidas humanas en tan poco tiempo ni con una combinación tan lúcida de ingenio tecnológico, fanatismo y crueldad. Nadie absuelve a los conquistadores españoles de las matanzas perpetradas en América durante todo el siglo XVI. Parece que causaron la muerte de por lo menos sesenta millones de indios; pero actuaban por su cuenta, sin instrucciones de su gobierno o en contra de ellas; y distribuyeron sus "crímenes", en realidad muy poco planificados, a lo largo de un arco de más de cien años; y colaboraron con ellos las epidemias que involuntariamente llevaron consigo. En resumen, ¿no habíamos tratado de librarnos de todo ese horror dando por sentado que se trataba de "cosas de otros tiempos"?


(*) Fragmento del libro del autor Trilogía de Auschwitz. Si esto es un hombre. La tregua. Los hundidos y los salvados. Prólogo de Antonio Muñoz Molina. Traducción de Pilar Gómez Bedate. 2ª. ed. Barcelona, El Aleph Editores, 2005. 652 p. (Col. Modernos y Clásicos, 222). Reproducido en La Insignia con autorización de Océano, de México.



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