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La insignia
8 de enero del 2006


Aproximación profana a eso que llaman educar


Juan Esteban Villegas
La Insignia. EEUU, enero del 2006.


Ya perdí la cuenta de las tantas veces que ahorqué a Morfeo. El trasnocho usurpó su trono. Un semestre más que se esfuma. Un desasosiego casi palpable que me turba el impulso de seguir estudiando; quince créditos más en mi bolsillo; quince argumentos más a mi favor para concluir que la calidad de la educación universitaria gringa es un fiasco. Y observo, desde mi aposento, como el cuerpo estudiantil del cual hago parte, yace supuestamente exhausto, con sus garfios de carne ampollados de tanto transcribir y ansioso por saber cual fue el resultado obtenido en las materias que se vieron. Es, pues, bajo los efectos de un buen tintíco que me dispongo a escribir.

No se ustedes, pero yo aun recuerdo como, mientras cursaba mis primeros años de bachiller, en Medellín, mis amigos conversaban acerca del familiar aquel que recién había llegado de Estados Unidos, con diploma en mano, y deslumbrando a todo mundo con su palabra bombástica y su ripio retórico. No importaba que fuese un simple cursito de 3 ó 4 meses, o una carrera universitaria completa que este individuo haya hecho, el asunto es que dicha osadía, le confería el titulo de ser magno.

Ya estando acá, faltándome tres años para graduarme de bachiller, conservaba intacta esa mentalidad. Durante mi último año, en 12, asistí, en calidad de oyente, a un sin número de charlas universitarias, y noté como a los oradores se les llenaba la boca diciendo que el propósito principal de todas estas instituciones era el de encaminar al estudiante por los senderos del desarrollo intelectual y ético. Mis ojos bailaban de felicidad. ¿Iluso e idealista por creer que todavía existen centros educativos que conserven esa actitud? Tal vez, pero en cuanto a mi concierne, preferiría vender a una madre por una copa de whisky que vivir sin quijotismos.

Todo esto cambio hasta que ingresé, por primera vez, y en calidad de estudiante, a un paraninfo gringo. Ese ambiente tan álgido y vacuo que divagaba -y aún divaga- por los salones de clase me pegó tremenda zarandeada. Al final del primer semestre, toda esa utopía que yo me había forjado se volvió mierda. No solo era el educador el que apestaba sino también el educando, ese mismo del cual yo era -y aún soy- parte. Pero difícil es mi tarea cuando de criticar ambos polos se trata. Por un lado, como estudiante que soy, se podrá alegar que no poseo imparcialidad, y por el otro, pensará usted que en mi afán de escribir éste artículo me dediqué a condenar, a diestra y siniestra, al clan en cuyas manos se aloja la piedra filosofal.

Mientras una gran mayoría de estudiantes derrocha su tiempo asistiendo a farras baratas con intereses pubertianos, adornadas con hazañas agringadas, encontrando en éste tipo de tertulias dipsomaniacas, musicalizadas y morfinómanas, el mejor y más codiciado laxante espiritual, los profesores, por su parte, solamente se limitan a transmitir sus conocimientos, sin dejar tiempo alguno para el debate y el cuestionamiento. Sus pechos se inflaman al decir que las paredes de sus oficinas están más que a disposición de nosotros, para que el taburete de las dudas y la refutación pueda ser recostado.

Varias han sido las veces en que he visto y oído a compañeros patear sus cuadernos y maldecir a los profesores, respectivamente. Todos están de acuerdo en que el misticismo que brota al exponer las ideas en un salón de clase hace falta. Y es que así no se vale, por que si bien hay un cronograma de temas a cubrir, considero que a aquellos estudiantes, ansiosos por hacer las veces del discípulo socrático, no se les está dando el respeto que se merecen; tan solo son mayéuticas tartufas, relegadas y frívolas.

Es preciso mencionar, una vez mas, esas charlas universitarias que se me fueron dadas mientras era bachiller. Varios amigos de Colombia estudian medicina, y cada vez que les pregunto acerca de cómo les está yendo, todos, sin excepción alguna, me dicen que ese amor por la gente, filantropía que llaman, y esas ganas de servir, son los puntos sobre los cuales los docentes más hacen hincapié. Fue en una de esas charlas, en donde concluí que la medicina, aquí, apestaba. Basándome en la presentación, noté que el interés primordial es el de formular drogas y administrar enfermedades de tal modo que se alarguen cuanto sea posible, no hay preguntas, no hay relación médico-paciente, se agarra el billete y se receta según el manual. Que la casa grande, que el carro del año, que los viajes, que la vida buena. Un mundo -que si bien me parece bacano, ya que no estoy en contra de la buena vida, esa que todos, por naturaleza, anhelamos tener-, no deja de ser un motivo muy banal para concienciar a un estudiante de la importancia de educarse.

Y es precisamente esa orientación netamente hacia lo productivo, lo sistemático y lo laboral -independientemente de lo que se estudie-, lo que desmotiva a cierta cantidad de pelaos' como yo, que saben que tarde o temprano se verán anclados a un maldito ciclo: se nos educa para producir. Una vez se produzca, hacemos del consumerismo nuestra meretriz, y es ahí cuando, por si sola, la hoguera de la producción se aviva de nuevo.

Por ejemplo, cada vez que la profesora de sociología (para acabar de ajustar), cuyo nombre no viene al caso, explicaba un material a fondo, siempre repetía -no se si a ella misma o a la clase-, que "en el examen" esto y que "en el examen" aquello. No solamente yo, pero un montón de compañeros también, se disgustaban ya que ella intentaba banalmente hacernos creer que lo que verdaderamente importante era el examen, la mera transmisión de conocimientos, sin tiempo alguno, como dije antes, para el cuestionamiento y la crítica acuciosa.

Elliot es el encargado de los oficios varios en uno de los tantos edificios de la universidad. Es un señor ya de edad, cansado de trabajar, con las manos toscas, y con un alma que, luego de haber hablado con él, deduje se encontraba en las mismas condiciones. El caso es que Elliot me comentaba que su hijo Craig -a quien con mucho esfuerzo ha logrado pagarle gran parte del costo de su educación que el gobierno no cubre- tiene como único incentivo al gran capital financiero que la universidad jura el tendrá una vez se desempeñe en su profesión. Este viejito me decía que ya se había cansado de echarle cantaleta a su hijo, diciéndole que no se dejara carcomer su mente por ese mundo material y ficticio que la universidad, y el mismo entorno le pintaban en el aire; que una vez la mente llegara a ese estado, las posibilidades de establecer un futuro, no solo para él, pero también para su familia, se verían mas que todo regidas por un enorme capital financiero, mas no humano. Todo esto me lo decía mientras cambiaba una de las bolsas de basura de las tantas canecas del pasillo y recogía unos cuantos papelitos del piso. En ese momento, lamenté el haber perdido tanto tiempo en un salón de clases, memorizando fechas, teoremas, formulas, definiciones, etc.

Ignoro cuantos compartan mi mentalidad, pero a mi personalmente me duele ver como los profesores se limitan a equiparnos con las armas necesarias para conseguir un buen empleo, y eso, a quien le guste, o no, estudiar, le aburre. ¿El resultado? Un montón de estudiantes en el quinto sueño, otros escuchando música, algunos haciendo dibujitos, otros jodiendo con celulares, y si acaso, unos cuantos, con sus ojos sobre el tablero, pero a sabiendas de que las cosas no deberían ser así.

Luego de tanta lavia, me pregunto: bueno y ¿para qué carajos estudio? Y me cuesta aceptarlo, pero tal vez sólo sea para vestir saco y corbata, y exhibir mi licenciatura como nobiliario título, alquilar un cuarto, pagar el seguro del carro, saldar las tarjetas de crédito para cuidar mi "historial financiero" y dejarme torturar por la rutina. Y de pronto, si no actúo tan imbécilmente, dedicaré tiempo a nutrir el alma. Me tomaré un vinito bien burgués los fines de semana, leeré un buen libro, tocaré mi piano, caminaré en medias alrededor de la casa cuando llegue de laborar, oiré buena música, y luego lloraré.

Un semestre más que arranca y con él, esa tomadera de café tan brutal. No puedo pronosticar cuantas veces morirá Morfeo. Una mochila vacía, y mis manos listas para escribir. Con ruana y pasamontañas en mano, ingreso al salón de clase. "Come on sit down, there is a lot of material to cover..." (algo así como "siéntese rapidito que hay mucho que hacer"), dice el catedrático, mientras se toma una coca-colita.

Me siento en un pupitre lleno de tachones, chicles e incisiones, y me digo: ese "cucho", que la universidad bien remunera, puede que sea un poeta incógnito. Un bohemio decepcionado con la realidad tan burda en la que se vive. Y me pregunto por que ese pobre hombre debe ganarse la vida en el mundo del pragmatismo pendejo de los docentes de segunda, si su verdadera pasión es el misticismo, la contemplación misma. Es una víctima más del maldito sistema; ese mismo que intenta infectarme, y que hace rato lo hizo, no solo con Craig, pero también con mi profesora de sociología y con muchas otras personas más. Por fortuna, aun existen muchos "Elliots", quienes filosofean e instruyen mientras recogen papelitos del piso y cambian las bolsas de basura de las canecas; sabios inmunes a esa peste tan tenaz.


Paterson (New Jersey), enero del 2006.



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