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La insignia
12 de diciembre del 2006


Chile

Muerto el perro, no se acabó la rabia


Gerardo Iglesias y Carlos Amorín
Sirel / La Insignia. Uruguay, diciembre del 2006.


El ex dictador Augusto Pinochet logró muchas de las cosas que se propuso, pero al morir por causas naturales en un lecho de hospital, anciano, rodeado por sus seres queridos y con un club de fans -menguado, pero presente al fin- llorándolo en las calles, seguramente cumplió el último y más macabro de sus sueños.

Otros artículos reseñados en este espacio proporcionan los datos y detalles de las últimas semanas de su vida, de los centenares de denuncias por asesinatos, desapariciones, tortura y otras violaciones a los derechos humanos y varios procesamientos que tenía pendientes. También informan sobre su sórdida fortuna, amasada con sangre, robos, tráfico de armas y de droga, aumentada con pagos apenas encubiertos por su servilismo con las grandes potencias mundiales, por sus traiciones a su pueblo y a sus vecinos.

La "timidez" de la justicia chilena en este caso deja hoy un repugnante gusto amargo en la boca de todos y todas. Una timidez que contrasta con la enérgica actitud exhibida en otros casos, como el que involucra a tres militares uruguayos que cumpliendo una orden de Pinochet mantuvieron secuestrado en Uruguay, ya en democracia, al químico Eugenio Berríos, cuyo cadáver fuera hallado luego enterrado en la costa uruguaya. Esto tres militares fueron extraditados a Chile donde se encuentran procesados y en libertad vigilada sin permiso para abandonar el país. El "general", sin embargo, siguió riendo.

Pinochet no fue una aparición demoníaca, sino el fruto más afinado de un ejército moldeado desde siempre en las más puras y duras tradiciones prusianas, condimentadas con fuertes dosis de nazismo y de fundamentalismo católico. Pinochet, su régimen, transformó a Chile en un gigantesco laboratorio donde se aplicaron las teorías indecentes de los Chicago Boys. Los economistas de la muerte encontraron un perfecto brazo ejecutor en el carnicero de Santiago. Cuando se terminó la cacería humana por invisibilidad de los opositores, se asentó un neoliberalismo al rojo vivo que echó las bases de un modelo económico que, con algunas variantes, perdura hasta la actualidad.

Pinochet llegó a caballo de la Guerra Fría y con las alforjas cargadas de balas por la ITT Corporation; su misión era reducir a cenizas a uno de los pueblos que, en aquel momento, estaba entre los más organizados y políticamente activos y conscientes de América Latina. La crueldad, la bestialidad de la represión fue proporcional al miedo que estas organizaciones populares provocaban en los poderosos locales y globales.

Para los trabajadores, además de la represión política se desató la represión laboral. Nada de sindicatos, ni hablar de derechos laborales, basta de convenios colectivos, el salario se parecerá mucho a una limosna, y al que asome la cabeza: plomo. El "modelo chileno" no sólo se implantó sobre 30 mil desaparecidos, sino también sobre un pueblo sofocado, amenazado, vigilado, perseguido y hambreado.

Pinochet y sus secuaces fueron más lejos que nadie en la construcción de un régimen sin límites para el empresariado. Las transnacionales no demoraron en percibir las enormes ventajas otorgadas por ese complejo militar nacional que se comportaba como un ejército de ocupación y se instalaron allí con gran pompa. Gran parte de las bases de ese sistema permanece intacta. La impunidad política y jurídica que lograron Pinochet y los sectores sociales que lo promovieron y se beneficiaron de su felonía obliga a observar el futuro de Chile con mucha atención. Una pulseada determinante para la identidad del pueblo chileno comenzará seguramente pronto, mientras aún resuenen los ecos de la muerte del asesino, una lucha que enfrentará a la sociedad chilena al dilema de definir el lugar que Pinochet -y todo lo que simboliza- ocupará en la historia de ese país. Una tarea que, de manera simétrica, terminará ubicando en esas mismas páginas a la contracara humanizante y democratizadora del Chile que simbolizó -y aún simboliza- Salvador Allende.

Los indicios no son promisorios, no sólo en Chile, también en Argentina, por ejemplo, donde debe preocupar enormemente la reciente desaparición aún inexplicada de Julio López, testigo clave en juicios contra el genocida Echecolatz, y la incesante campaña de amenazas e intimidaciones que vienen sufriendo notorios militantes por los derechos humanos en ese país, muchos de ellos sobrevivientes de los campos de exterminio de la "guerra sucia". En Brasil, desde hace varios años el presidente Lula continúa sin responder el pedido de organismos de defensa de los derechos humanos de que abra los archivos militares para que el pueblo conozca la verdadera historia de la dictadura brasileña, otro régimen militar portador de un modelo económico -el "milagro brasileño"- que precedió al implantado por Pinochet y que, en muchos aspectos, lo preanunciaba.

En Uruguay, en tanto, la justicia mantiene procesados y en prisión a varios de los más notorios militares y policías acusados de comandar la represión en el marco del Plan Cóndor -otro invento del carnicero de Santiago-, así como al ex dictador Juan María Bordaberry y a su Canciller, Juan Carlos Blanco. Estas acciones de la justicia uruguaya representan un claro paso adelante en la búsqueda de la justicia, aún trabada por la Ley de Caducidad cuya anulación está siendo promovida por importantes sectores sociales, campaña que integra y apoya la Rel-UITA. No obstante, falta aún darle vigencia a la primer parte de la consigna por tantos años defendida por la izquierda ahora en el gobierno: verdad. Las informaciones proporcionadas por los militares sobre el destino final de los desaparecidos han sido notoriamente operaciones de desinformación, y los archivos militares también son resguardados en las sombras de los bien custodiados cuarteles.

La muerte de Pinochet debe llamarnos a la reflexión sobre las poderosas consecuencias que dejaron las dictaduras militares en las sociedades latinoamericanas, deben impulsarnos al rastreo, análisis y exhibición de las huellas de la impunidad, debe actualizarnos el compromiso de mantenernos en lucha permanente por una democracia con justicia social, con memoria, con justicia para todos y con dignidad.

¡Que nadie olvide al carnicero de Santiago… y que nadie lo vuelva a temer!



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