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La insignia
9 de diciembre del 2006


Invoco a la locura


Mario Roberto Morales
La Insignia. Guatemala, diciembre del 2006.


Invoco a la locura y me veo llegando a la esquina de Vía Cavour y Vía Ghibellina con el estuche rojo de mi pequeña máquina de escribir en la mano, y saludar a mis amigos que ya están metidos en sus autitos italianos, pequeños y funcionales. A mí me toca ir en el auto de Antonio Melis, me informan, así que me acomodo; me preguntan si solamente llevo esa maletita de la máquina de escribir y digo que sí. Claro, dice Marta Canfield, ¿qué necesitan los hombres para tres días? Un par de calzoncillos, unos calcetines y ya. Antonio Planas, que maneja el otro auto, propone que paremos un rato en Siena y todos estamos de acuerdo. Al salir de Florencia la amiga que viaja con Antonio y conmigo me pregunta si he estado en Asís. Le digo que no y me entero que habremos de pasar por Perugia y Parma también y, antes, por un pueblecito medieval increíble que se llama Montereggioni y que aparece en la "Comedia" de Dante.

Vamos hacia Asís para estar presentes en un congreso de literatura en homenaje a Pablo Neruda. Es el primer aniversario de su muerte. Estoy en Florencia y el año es 1974. Un año antes, en Guatemala, durante otro congreso de literatura en el mes de septiembre, Tino Collado me cuenta alarmado que han derrocado a Salvador Allende en Chile. En diciembre ya estoy en Italia, becado, para hacer un posgrado en Historia del Arte, en Florencia, y allí me encuentro a muchos exiliados chilenos y un movimiento italiano de solidaridad con Chile y con la América Latina que me impresiona enormemente. La región de la Toscana es la más roja de Italia, e Italia es el país más rojo de Europa. Participo en manifestaciones de diez mil personas y más, y mis hijas de uno y dos años miran desde el balcón de la pensión "Gioia", en Vía Cavour, las pancartas y las consignas gritadas a voz en cuello: "¡Cile rosso, Cile rosso!" Algunos domingos, en la plaza del Palazzo Vecchio, cantan los Inti Illimani, y nosotros caminamos por todo el centro de Florencia para verlos y escucharlos. Mis hijas juegan con las palomas en el atrio de Santa Maria del Fiore con el fondo de las puertas de Ghiberti en el Bautisterio de la iglesia, y el Campanille de Giotto lleno de palomas a un costado. En Guatemala ha terminado trágicamente el primer ciclo armado de la lucha revolucionaria y yo siento, a mis 28 años, que vengo de regreso de muchas cosas pero que me falta conocer muchas más. Por eso, cuando Antonio Melis me preguntó si quería ir a Asís, no lo dudé. Esperaba conocer, entre otros, a Rafael Alberti y, claro, a muchos de los escritores exiliados chilenos.

Me acuerdo que cuando pasamos por Perugia, Antonio dijo que miráramos, que allí estaba la fábrica de dulces Perugina, y que era una de las fábricas italianas en las que la situación de los obreros era más problemática. Después de una jornada inolvidable, llegamos al encantador pueblecito de Asís, a sus callecitas retorcidas y sus casas sobrias, y dejamos el automóvil estacionado para caminar al hotel. Imposible no evocar la figura de San Francisco caminando por los empedrados nostálgicos. Al primer chileno que me presentaron rápidamente fue a Ariel Dorfmann, que ya era conocido en ese tiempo por su "Para leer al Pato Donald", escrito con Armand Mattelart. Andaba con un tal Bimbo, con el que bromeaba todo el tiempo (Bimbo aquí, Bimbo allá). Yo me había leído aquél libro con el mismo entusiasmo con que lo hizo medio mundo y, aunque no logré más que intercambiar pocas palabras con Dorfmann, me dio mucho gusto conocerlo. Andaba bromeando todo el tiempo. De todo esto me acordaba hace unas cuantas noches cuando vi en la tele la versión cinematográfica de su pieza teatral "La doncella y la muerte", en la que una mujer chilena de pronto se ve frente a frente con su torturador, quien llega a la casa de ella en circunstancias fortuitas. El drama se desarrolla vigorosamente de allí en adelante. Dorfmann vino el año pasado a Pittsburgh pero no puede ir a su charla. Ahora he leído su ensayo de 1967 sobre Miguel Ángel Asturias, en el que lo considera "la fuente y la columna vertebral de todo lo que se está escribiendo en nuestro continente el día de hoy", cuestión que ratifica en un pequeño escrito de 1991, todo para la edición crítica de "Hombres de maíz", reeditada en inglés por la Universidad de Pittsburgh en 1993, al cuidado de un hombre al que Guatemala aún no le agradecido como debiera sus servicios culturales: Gerald Martin, traductor de la novela. Yo pienso lo mismo que piensa Dorfmann sobre Asturias, pero como tengo el agravante de ser guatemalteco esos juicios no me corresponden y por eso me entusiasma que gente como él y Martin los expresen y contribuyan así al naciente comeback de Miguel Ángel.

Frente al televisor, analizando la tensión dialógica que ocurre cuando el espectador se entera de que el torturador "trabajaba" a su víctima escuchando "La doncella y la muerte" de Schubert, me acordé de Dorfmann, de Asís, de Italia, de mi amigo Antonio Melis, quien me envía libros de vez en cuando, y me senté a escribir todo esto tratando de no olvidar que en Asís conocí, entre otros chilenos exiliados, a Gonzalo Rojas (el poeta que hizo decir al Ché Guevara, "Así que me balearon la izquierda"). Y recuerdo también que, de pronto, una mañana, esperando a que iniciara un recital en homenaje a Neruda, apareció por la puerta, con su pelo recogido en cola, nada menos que Rafael Alberti. Desde los años treinta Alberti había cambiado su registro poético por el del "compromiso" y, en aquella ocasión, lo resaltó al dirigirse a los golpistas chilenos diciéndoles: "¡No dormiréis. No dormiréis, tiranos de la espada!" Y, lamentando la muerte de su amigo Neruda -íntimo de Miguel Ángel también-, continuaba diciendo: "¡Venid a ver su casa asesinada!" Recientemente, en el primer tomo de las Obras Completas de Alberti, editadas por Aguilar, me encontré con una foto interesante: están en ella Alberti, Maria Teresa León, su mujer entonces, Luis Buñuel, una mujer no identificada y Miguel Ángel Asturias. "España en el corazón" fue el tributo poético de Neruda a la lucha republicana. "España aparta de mí este cáliz" fue el de César Vallejo. Aquélla mañana, Alberti declamó un poema que había titulado "Neruda en el corazón" y habló de los latinoamericanos que se identificaron con la lucha y la agonía de España. Todos los chilenos escuchaban a Alberti en silencio cuando relacionaba la tragedia de España con la de Chile y se valía de la figura de Neruda para enlazar dos luchas y dos poéticas unidas dolorosamente por el fascismo.

Sería útil documentar la relación literaria que pudo haber habido entre Asturias y García Lorca -gran amigo de Alberti-, no sólo por las coincidencias poéticas que saltan a la vista en dos libros publicados casi simultáneamente alrededor de 1928, el "Romancero gitano" y las "Leyendas de Guatemala", sino porque es probable que se hayan conocido en el VII Congreso de la Prensa Latina, en Cuba, en 1928. Miguel Ángel escribió un artículo publicado en El Imparcial de Guatemala el 29 de marzo de 1928, titulado "Solidaridad de la raza latina", en el que hace la crónica de este congreso, y -si no me equivoco- Luis Cardoza y Aragón cuenta en "El río" que conoció a García Lorca en Cuba en esas fechas y que también había visto allí a Miguel Ángel. Sin saber nada de esto, mis lecturas de Neruda, Asturias, Alberti y García Lorca me hacían explosión en la cabeza y en el corazón cuando estaba en Asís, sobre todo viniendo como venía del hervidero de ideas de izquierda y de luchas de solidaridad con Chile y América Latina que se vivía en la Florencia roja de 1974.

Antonio Melis publicó algunos artículos míos que él tradujo al italiano en un periódico que dirigía, y también me tuvo de oyente en un curso en el que hablé sobre Miguel Ángel Asturias. Estudiaba Historia del Arte Italiano en el Instituto de Historia del Arte de la Facultad de Letras y Filosofía. Aquél era un instituto medio aristocrático porque esa disciplina tenía una aureola de nobleza en Italia, no sé por qué. Mi amigo peruano Gustavo Wendorff y yo caímos allí como especimenes extraños, pero los dos logramos salir más o menos airosos de la prueba. De modo que al mismo tiempo que yo investigaba en bibliotecas privadas de la nobleza italiana los desarrollos de la miniatura florentina del siglo XIII y XIV, escribía artículos sobre Guatemala y salía a la calle a gritar ¡Cile rosso, Cile rosso!, y llevaba a mis hijas y a mi ex a escuchar a los Inti Illimani a las plazas de Florencia porque no había plata para nada más sofisticado.

Volví a Guatemala en 1975, luego de dos años de ausencia, y la lucha revolucionaria estaba en efervescencia clandestina. Llegué a trabajar a la Escuela de Psicología de la Universidad de San Carlos, hecho que marcó el inicio de una larga relación laboral e ideológica con la USAC. Cuando las luchas de masas que pusieron a la Universidad en la mira de la represión llegó a un clímax en 1980, yo recordaba aquéllos días en Asís, y las palabras de tono oratorio de Alberti hablando de España y de Chile, sembrando en todos la esperanza de la revolución socialista.

En España las cosas mejoraron a partir de la muerte de Franco. En Chile también, a partir del retiro de Pinochet. En Guatemala algo ha cambiado pero los asesinos de ayer siguen siendo los asesinos de hoy y pareciera que la lucha ideológica de contenido popular hubiera muerto. Los escritores no parecen dispuestos a asumir un papel cívico y patriótico sino buscan sólo malvender su mercancía literaria, hoy decorada con motivos artesanales indígenas, o publicar para sus amigos en una actitud de cerrada capilla autosatisfactoria. Qué lejos parecen estar Alberti, Hernández, Otto René, Obregón, de la conciencia televidente de nuestros escritores e intelectuales. ¿Quién, me pregunto, tendrá la valentía de escribir un libro que se llame "Guatemala en el corazón"? El papel sigue estando en blanco para reescribir los versos más tristes esta noche, quizá escuchando a Schubert y releyendo "Marinero en tierra" del joven Alberti u "Hombres de maíz". En otro joven llamado José Enrique Rodó, que tenía veintisiete años cuando escribió su seminal libro "Ariel", hallo de nuevo el rastro de la esperanza al terminar estas líneas, cuando me dice desde su juventud permanente: "...no bien la eficacia de un ideal ha muerto, la humanidad viste otra vez sus galas nupciales para esperar la realidad del ideal soñado con nueva fe, con tenaz y conmovedora locura... aun cuando nunca haya de encarnarse en la realidad."

Yo invoco, pues, a la locura.


Pittsburgh, 16 de febrero de 1996.



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