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La insignia
14 de abril del 2006


II República
España

14 de abril


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, abril del 2006.


En el capítulo III de Los miserables, Víctor Hugo se refiere a la derrota de los constitucionalistas españoles ante las tropas francesas (los Cien mil hijos de San Luis) en el fuerte de Trocadero, en Cádiz. «La guerra de 1823, un ultraje a la generosa nación española, fue al mismo tiempo un ultraje a la Revolución francesa», escribe. Y el viajero avisado, el que reconoce algunos actos y piedras, sabrá que no media casualidad alguna entre el nombre del fuerte y el de una famosa plaza de París. Efectivamente, el segundo celebra la restauración absolutista.

Aquella invasión, planeada «por descendientes de Luis XIV y dirigida por generales que habían servido a las órdenes de Napoleón», cerró el ciclo iniciado con el desastroso reinado de Carlos IV y la devastación, económica e ideológica, provocada por el emperador corso. La España que había recobrado aliento en el siglo XVIII, quedaba condenada a un atraso de cien años. Tendría que esperar hasta mucho más tarde, hasta un 14 de abril de 1931, para retomar el hilo. Pero el salto del subdesarrollo a la esperanza, del capricho al Derecho, del vacío a la vanguardia, no pasa únicamente por la caótica historia política del siglo XIX, tan parecida en muchos aspectos al siglo XX hispanoamericano, ni por la pérdida de las colonias, ni por el nacimiento del movimiento obrero. Hay algo más, mucho más, un factor que conviene recordar hoy, cuando se cumplen setenta y cinco años de la proclamación de la II República.

El 10 de marzo de 1876, un grupo de profesores y catedráticos separados de la universidad española por su oposición a la conocida circular del ministro Orovio, que prohibía toda enseñanza contraria al dogma católico, fundaron la Institución Libre de Enseñanza. Entre ellos se encontraban Francisco Giner de los Ríos y su hermano Hermenegildo, el ex presidente Nicolás Salmerón, Joaquín Costa, Gumersindo de Azcárate, Segismundo Moret, Federico Rubio, hombres dedicados a la renovación de la vida cultural y científica y a la formación, sobre todo, de ciudadanos. Su influencia fue tan determinante que resulta imposible imaginar la II República e incluso la España actual sin ella y sin el trabajo de sus institutos y organismos asociados: la Residencia de Estudiantes, el Centro de Estudios Históricos, el Museo Pedagógico Nacional, la Junta de Ampliación de Estudios, la Universidad Internacional de Verano, el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales, el Instituto-Escuela, las misiones pedagógicas. Una obra ingente, inseparable de la generación del 27 y tan abrumadora por la calidad y cantidad de escritores, científicos, filósofos, pintores, políticos, que cualquiera puede comprender el pánico de los que un 18 de julio de 1936 buscaron en Hitler y Mussolini el aire que la historia les robaba.

Muchos españoles y no pocos amigos de otros países recuerdan la fecha de la proclamación de la II República; pocos, la de su rendición. Es lógico, porque la república no llegó a ser derrotada. Podía perder en los campos de batalla, abandonada a su suerte por Inglaterra, Francia y Estados Unidos, vendida definitivamente con los acuerdos de Múnich de 1938, pero no podía perderse en la cultura. Ni el millón de muertos de la guerra ni los cientos de miles de exiliados y fusilados tras la entrada de las tropas franquistas en Madrid significaron otra cosa que un paréntesis y, eso sí, la destrucción de las vidas de varias generaciones de españoles, incluidas las de aquellos que nacieron con el franquismo y arrastran la carga. Todavía esperamos que se haga justicia, que se cierre ese círculo en concreto con una investigación exhaustiva de los crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad cometidos por un puñado de obispos y generales que debieron sentarse en el banquillo de Núremberg.

Sin embargo, la mirada histórica y la recuperación de la memoria, con ser fundamentales, no son el único espacio de este 14 de abril. He mencionado rápidamente la Institución Libre de Enseñanza porque explica ese día, pero sobre todo porque no habrá una tercera republica en España, si por tal entendemos algo más que la vulgar definición administrativa de un Estado sin rey, en ausencia de los valores y de los objetivos de la ILE.

En algún lugar de sus Escritos sobre la universidad española, Francisco Giner de los Ríos analiza la relación entre la labor del filósofo y la labor de la universidad, insertas ambas en el contexto del país que deslumbró en la Edad Media y el Renacimiento para caer después en la decadencia. Afirma, con razón, que es inútil esperar que surjan universidades como las de Córdoba, Salamanca, Alcalá, sin las corrientes sociales y culturales necesarias, y concluye: «no es una metáfora retórica decir que los organismos sociales, como los de la naturaleza, no viven fuera de su medio. Y este medio -¡perdone Carlyle-, el genio mismo es incapaz de crearlo por sí solo». ¿Se dan esas condiciones en España actual? O dicho de otro modo, ¿se dan las circunstancias capaces de detonar el movimiento regeneracionista que exigiría una III República? Si nos atenemos a las corrientes dominantes en la vida cultural y científica, la respuesta es negativa. Si observamos a los supuestos defensores políticos del republicanismo, la perspectiva es peor: hace tiempo que la izquierda política española está más cerca de la reacción que de la vanguardia, atrapada en el pensamiento débil, en el lenguaje políticamente correcto, en una moral de seminario, en los nacionalismos y, a veces, en una renuncia tácita a los ideales de la Ilustración, de la Revolución francesa y del propio marxismo.

Ahora bien, tras el desvarío del mundo institucional hay toda una España que trabaja para que la bandera tricolor vuelva a los mástiles. No la busquen en las universidades, convertidas en fábricas de analfabetos serviles; no la busquen en fuerzas políticas que se contentan con la recuperación del pasado o, peor aún, manipulan y subvierten la memoria de la II República para que les salve de la desaparición o aminore su caída. Nada hay menos republicano que el desprecio de la razón y el triunfo del prejuicio. Cuando a principios de este mismo año contemplábamos el espectáculo de un progresismo capaz de justificar la agresión del fundamentalismo religioso contra la separación de Iglesia y Estado y contra las propias libertades, contemplábamos una reedición de la circular del ministro Orovio. Cada vez que insisten en su combinado de clichés y en su regresión al mito del buen salvaje, nos acercan al Antiguo Régimen. Siempre que renuncian a la inteligencia, asesinan la República.

Mientras hacemos camino, volvamos a abril. Mes fundacional para nosotros desde que los comuneros castellanos nos dejaran en 1521 el primer intento de revolución burguesa y la franja morada que llegó a Mariana Pineda. Fue y será, en palabras de Antonio Machado, así: «Unos cuantos hombres honrados, que llegaban al poder sin haberlo deseado, acaso sin haberlo esperado siquiera, pero obedientes a la voluntad progresiva de la nación, tuvieron la insólita y genial ocurrencia de legislar atenidos a normas estrictamente morales, de gobernar en el sentido esencial de la historia, que es del porvenir».



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