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La insignia
18 de octubre del 2005


Humanidades y tercera cultura (I)*


__Sección__
Diálogos
Francisco Fernández Buey
La Insignia. España, octubre del 2005.


I

Con motivo de una conferencia que pronunció en la Cátedra Ferrater Mora de la Universidad de Gerona hace unos años, el conocido escritor y humanista George Steiner ofrecía esta declaración llamativa: "Hasta que los estudiantes de humanidades no aprendan seriamente un poco de ciencia, hasta que la gente que estudia lenguas clásicas o literatura española no estudie también matemáticas, no estaremos preparando la mente humana para el mundo en que vivimos. Si no entendemos algo mejor el lenguaje de las ciencias no podemos entrar en los grandes debates que se avecinan. A los científicos les gustaría hablar con nosotros, pero nosotros no sabemos cómo escucharles. Este es el problema".

Es posible que el gran Steiner, decepcionado ya de lo que han sido en el siglo XX las humanidades clásicas y de lo que hemos llamado alta cultura humanística, exagere un poco en su vejez (eso sí, por reacción ante otras presunciones anteriores) al poner todas sus esperanzas en lo que, en esa misma entrevista, él denomina la moral implícita en la metodología científica. Pues tiende a identificar ahora la alegría que suele acompañar a la investigación científica en acto con la gaya ciencia nietzcheana. Y tal vez exagere otro poco al declarar, gozoso, que, finalmente, las matemáticas, la computación y el cálculo han venido a ocupar el lugar que ocuparon las humanidades y al confesar que él mismo se encuentra hoy mucho más a gusto entre los colegas científicos dedicados a la demostración del teorema de Fermat, o a explicar por qué la máquina Deep Blue pudo ganar a Kasparov, que leyendo la enésima tesis doctoral sobre Shakespeare o Baudelaire.

Para poner en su lugar las esperanzas del sabio y viejo humanista decepcionado de la alta cultura de los "letreros" y esa percepción externa de la , de la alegría con que se comporta el investigador científico, bastará, tal vez, con recordar aquí la forma en que uno de los más eminentes físicos de la segunda mitad del siglo XX, Richard P. Feynman, se ha referido al estado de ánimo del investigador científico en una de las más alabadas exposiciones de la física contemporánea:

Uno de los descubrimientos más impresionantes [de este siglo] fue el del origen de la energía de las estrellas, que hace que sigan quemándose. Uno de los hombres que lo descubrió estaba con su novia la noche siguiente al momento en que comprendió que en las estrellas deben tener lugar reacciones nucleares para hacer que brillen. Ella dijo: Mira qué bellas brillan las estrellas. Él dijo: Sí, y en este momento yo soy el único hombre en el mundo que sabe por qué brillan. Ella simplemente le sonrió. No estaba impresionada por estar con el único hombre que, en ese instante, sabía por qué brillan las estrellas. Y bien, es triste estar solo, pero así son las cosas de este mundo.

Dejando aparte las exageraciones acerca de los estados de ánimo de los unos y los otros (sobre todo cuando los unos hablan de los otros y los otros de los unos), se ha de reconocer que Steiner no es el único humanista grande del siglo XXI que está diciendo cosas así.

Al afirmar que si no entendemos algo mejor el lenguaje de las ciencias no podremos ni siquiera entrar en los grandes debates públicos que se avecinan (o que están ya ahí), Steiner está apuntando a un problema real de nuestro tiempo. Pues, efectivamente, si se quiere hacer algo en serio a favor de una resolución racional y razonada de algunos de los grandes asuntos socioculturales y éticopolíticos controvertidos, en sociedades como las nuestras, en las cuales el complejo tecnocientífico ha pasado a tener un peso primordial, no cabe duda de que los humanistas van a necesitar cultura científica para superar actitudes sólo reactivas, basadas exclusivamente en tradiciones literarias. A lo que habría que añadir, como suelen hacer algunos de los grandes científicos contemporáneos, también ellos, por lo general, desde las alturas de edad, que tampoco hay duda de que los científicos y los tecnólogos necesitarán formación humanística (o sea, histórico-filosófica, metodológica, literaria, histórico-artística, etcétera) para superar el viejo cientifismo de raíz positivista que todavía tiende a considerar el progreso humano como una mera derivación del progreso científico-técnico.

Este es el motivo de fondo por el que en los últimos tiempos, y desde perspectivas diferentes, científicos sensibles y humanistas comprometidos están dando tanta importancia a la indagación de lo que podría ser una tercera cultura.


II

Querría ilustrar un poco más lo que está en el fondo de la preocupación de humanistas como Steiner.

Sin cultura científica no hay posibilidad de intervención razonable en el debate público actual sobre la mayoría de las cuestiones que de verdad importan a la comunidad de la que formamos parte. Esto se debe a que, como se ha dicho tantas veces, la ciencia es ya parte sustancial de nuestras vidas. Un importante número de las discusiones públicas, ético-políticas o ético-jurídicas ahora relevantes, suponen y requieren cierto conocimiento del estado de la cuestión de una o de varias ciencias naturales (biología, genética, ecología, etología, física del núcleo atómico, termodinámica, neurología, etc). Pondré unos pocos ejemplos que me parecen significativos para argumentar esto.

Para orientarse en los debates sobre la actual crisis ecológica, sobre el uso que se hace de las energías disponibles y sobre la resolución de los problemas implicados en ese uso desde el punto de vista de lo que llamamos sostenibilidad, ayuda mucho la recta comprensión del sentido de los principios de la termodinámica, en particular de la idea de entropía, como mostraron hace ya años, entre otros autores, y desde perspectivas diferentes, el economista matemático Nicolás Georgescu-Roegen y el ecólogo Barry Commoner.

Para entender la necesidad de una ética medioambiental no antropocéntrica (o al menos no antropocéntrica en el limitado sentido de la ética tradicional) ayuda mucho la recta comprensión de la teoría sintética de la evolución (y no sólo en su formulación darwiniana), como ha venido mostrando el paleontólogo S. J. Gould hasta su reciente fallecimiento.

Para diferenciar, con la necesaria corrección metodológica, entre diversidad biológica, defensa de la biodiversidad y aspiración a la igualdad social (un asunto que ha producido y sigue produciendo innumerables equívocos) ayuda mucho la comprensión de la genética y de los resultados alcanzado por la biología molecular, como puso de manifiesto hace ya años Teodosius Dobzhansky.

Para empezar a combatir con argumentos racionales el racismo y la xenofobia que algunos ven implicados en los choques culturales del cambio de siglo y de milenio puede ayudar mucho el conocimiento de los descubrimientos relativamente recientes de la genética de poblaciones, como viene mostrando en las últimas décadas L.L. Cavalli Sforza.

A repensar lo que habitualmente venimos llamando "alma" y "conciencia", base de sensibilidad moral de los humanos y objeto durante mucho tiempo de la atención exclusiva de la religión y de la filosofía, ayudan las reflexiones del recientemente fallecido Francis Crick, uno de los descubridores de la estructura del ADN sobre la estructura neuronal del cerebro, es decir, sobre aquello que Ramón y Cajal llamó "las misteriosas mariposas del alma". Ayudan más aún si el ciudadano de este inicio de siglo lee a Crick en paralelo, o compara lo que él ha escrito a este respecto, con las obras del neurólogo Oliver Sacks, amante de la literatura, y en particular del Borges de Funes el memorioso. Y, aún más en general, a replantear el viejo problema filosófico de la relación mente-cuerpo, que tantas metáforas ha producido a lo largo de la historia de la humanidad, ayuda al humanista, más que cualquier otra cosa, el fascinante libro del físico Roger Penrose, La nueva mente del emperador.

Incluso para entender bien el por qué de la necesidad de una nueva ética de la responsabilidad, que apunta hacia nuestro compromiso con el futuro, y para actuar en consecuencia, ayuda mucho el conocimiento preciso de los avances contemporáneos en el ámbito de las ciencias de la vida que fundamentan la medicina contemporánea, como ha puesto de manifiesto en sus obras Hans Jonas.

La lista podría ser mucho más larga. Pero la moraleja que se puede hacer seguir de esos pocos ejemplos es esta: desconocer que la cultura científica es parte esencial de lo que llamamos cultura (en cualquier acepción seria de la palabra) y despreciar la base naturalista y evolutiva desconocimiento científico contemporáneo equivale en última instancia, y en las condiciones actuales, a renunciar al sentido noble (griego, aristotélico) de la política, definida como participación activa de la ciudadanía en los asuntos de la polis socialmente organizada.

Ahora bien, por otra parte -y nos conviene no olvidar la otra parte- si queremos tener una noción clara y precisa de hasta dónde llega y puede llegar razonablemente la ayuda de las ciencias naturales en la resolución de estos problemas éticos-políticos contemporáneos también es evidente que los científicos en activo necesitan formación humanística. Pues la ciencia sin más no genera conciencia ético-política, del conocimiento científico no se deriva directamente la conciencia ciudadana, y las ciencias de la naturaleza y de la vida dicen poco acerca de las complicadas mediaciones por las que el ser humano pasa de la teoría en sentido propio a la decisión de actuar, por ejemplo, en favor de la conservación del medio ambiente, en favor de un modo de producir y de vivir ecológicamente fundamentado, del respeto a la diversidad o de la sostenibilidad ecológica. Viene aquí a cuento -precisamente porque a partir de ella se puede empezar a generalizar sobre la complicada relación entre ciencia y conciencia, entre teoría y decisión- una interesante declaración autocrítica del genetista francés Albert Jacquard:

Gracias a la biología, yo, el genetista, creía ayudar a la gente a que viese las cosas más claramente, diciéndoles: Vosotros habláis de raza, pero ¿qué es eso en realidad? Y acto seguido les demostraba que el concepto de raza no se puede definir sin caer en arbitrariedades y ambigüedades [...] En otras palabras: que el concepto de raza carece de fundamento y, consiguientemente, el racismo debe desaparecer. Hace unos años yo habría aceptado de buen grado que, una vez hecha esta afirmación, mi trabajo como científico y como ciudadano había concluido. Hoy no pienso así, pues aunque no haya razas la existencia del racismo es indudable.


(*) Discurso leído en la inauguración del curso 2005-2006 en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona el día 3 de octubre de 2005.



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